Su abuelo no había mencionado otras condiciones aparte del matrimonio. Sin embargo, su madre ponía más empeño en sus intenciones. Quería encontrar para Pedro la esposa perfecta, adinerada y de buena familia. Veía el matrimonio de Pedro como algo que no sólo apaciguaría a su padre, sino que también le añadiría distinción a su posición en la sociedad de Sidney.
Pedro tenía treinta y dos años, vivía en su propia casa en Kilibirri, y una enorme experiencia en los negocios adquirida tras pasar años en la compañía. Pero si el matrimonio era el precio que tenía que pagar por hacerse con el control de la empresa en la que había invertido tantos años de su vida, entonces pagaría ese precio y le exigiría a su abuelo que cumpliera con sus condiciones y le dejara dirigir las empresas Zolezzi.
Paula miró a Pedro y casi sintió miedo; no había olvidado su extraña proposición. No se trataba del capricho de un borracho; lo de casarse lo había dicho en serio. Intentó ignorar los sentimientos que bullían dentro de ella, pero el más fuerte de todos, el alivio, era demasiado fuerte como para ignorarlo. Cómo deseaba dejarse llevar y rendirse, apoyarse en él y permitir que ese hombre cuidara de ella y de su bebé durante unos meses. Si todo lo que deseaba era un certificado matrimonial, ¿por qué no? Solucionaría muchos de sus problemas y le daría el respiro que tanto necesitaba. La realidad era que se enfrentaba a un futuro incierto por sí sola, sin familia con quien poder contar. Una parte de ella le decía que la proposición había sido como un milagro. Pero tenía que haber una trampa, de eso estaba segura.
Tras servir a un grupo de clientes, se puso lo más derecha posible y fue hacia la mesa de Pedro.
—Siento que hayas llegado cuando no podía hablar —dijo Paula, sentándose en la silla frente a Pedro.
Esa noche llevaba un traje azul marino, camisa azul pálido y corbata gris plata. Tenía un aspecto resuelto, de superioridad, arrogante, y tan fuera de lugar en el café esa noche como lo había estado dos días antes con el esmoquin.
—Debería haberte avisado que venía pero, para serte sincero, llevo dos días buscando este lugar. Me he dado cuenta de que este era el local cuando me he parado delante.
—¿Buscándolo?
Sus facciones habían cambiado en los años que no se habían visto, volviéndose más angulosas y masculinas. No podía regalarse la vista mirándolo toda la noche, pero las aceleradas palpitaciones de su corazón la preocuparon.
Ella estaba a punto de dar a luz a un bebé y eso no era desde luego la fantasía de ningún hombre.
—Digamos que se me había olvidado dónde estaba y me ha llevado todo este tiempo encontrarlo.
—Digamos que el lunes por la noche estarías borracho y entraste aquí a tomarte un café. Así no me extraña que no lo encontraras ayer —saltó, molesta por sentir algo por aquel extraño.
—Pero la realidad es que lo he encontrado, y también a ti. Ahora estoy preparado para hablar de matrimonio. Me dijiste que te lo ibas a pensar. ¿Pensaste que estaba bromeando cuando no aparecí ayer?
—Pensé que estabas de broma el lunes por la noche, si quieres que te diga la verdad.
Se descalzó y empezó a mover los dedos de los pies. Estaba cansada de tener las piernas y los pies llenos de líquido. ¿Volvería alguna vez a estar normal?
—Yo nunca bromeo con algo como el matrimonio —dijo con gravedad.
—Juan me ha dicho que los hombres no suelen hacerlo.
—¿Quién es Juan? —preguntó con severidad.
—El cocinero. Dime si lo que dices es en serio. De verdad, Pedro, que no entiendo nada.
—Necesito una esposa. Por razones en las que ahora no voy a profundizar estoy empeñado en elegir yo a mi propia esposa. Y te he elegido a ti.
Agarró su americana y sacó unos cuantos papeles doblados. Los colocó en la mesa y se los pasó a Paula.
—Este es el acuerdo prenupcial propuesto. Léelo y dime si hay algo que te gustaría cambiar. Si no, podemos casarnos mañana.
—¡Un momento! ¡Yo todavía no he dicho que vaya a casarme contigo! —protestó Paula, aturdida por la rapidez con la que hacía todo.
—Me dijiste que te lo estabas pensando —la miró con los ojos entrecerrados—. ¿O lo has hecho sólo para apaciguarme... ? ¿... para deshacerte de mí sin montar un número?
—Sí que he pensado en ello —murmuró, con la vista fija en los papeles, sin querer confirmar sus sospechas.
Llevaba dos días sin pensar en otra cosa. Agarró los papeles y empezó a leer.
Sorprendida, releyó el primer párrafo, leyó por encima el resto y luego volvió a empezar para leer muy despacio aquello tan asombroso. ¡Ese hombre debía de valer una fortuna! Proponía asignarle una cantidad mensual que era el doble de lo que Pablo y ella ganaban juntos. Recibiría esa asignación mientras durara el matrimonio y durante un año después de finalizar aquel.
Levantó la vista y lo miró con detenimiento.
—Sigo sin entender nada. ¿Voy a recibir una asignación, muy generosa por cierto, sólo por casarme contigo?
—Eso es.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Tanto como yo desee.
—¿Y cuál es la razón de esto? Creo que debo saberla antes de comprometerme.
Paula no podía creer que estuviera diciendo esas palabras.
Pedro se recostó en el respaldo de la silla, era la imagen de un hombre seguro de sí mismo. Pero la expresión de sus ojos le hizo comprender a Paula que ese asunto le importaba más de lo que pensaba reconocer.
—Mi abuelo es Roberto Zolezzi. Quizá hayas oído hablar de él.
—¡Transportes Zolezzi! —dijo entre dientes—. Uno de sus camiones causó la muerte de mi marido.
Pedro se puso de pie, estupefacto.
—¿Qué has dicho?
—Uno de los camiones Zolezzi mató a mi marido hace casi ocho meses; hacía semanas que había cumplido el plazo de revisión y le fallaron los frenos —dijo Paula en voz baja.
—Pensé que me habías dicho que no estabas casada.
—Eso fue lo que tú creíste. Y supongo que técnicamente no lo estoy: soy viuda.
Pedro no se movió, pero Paula sabía que estaba pensando a toda velocidad. ¡De todas las personas que podían haberle ofrecido ayuda para el bebé, lo hacía el nieto del hombre cuya empresa había matado al padre del niño! Tiró los papeles en la mesa y se echó hacia atrás.
Pedro se frotó la mandíbula pensativo, apartó la mirada y luego volvió a mirar a Paula.
—¿Pablo Martínez?
Ella asintió, sorprendida de que conociera el nombre de su esposo.
—Soy Paula Martínez. Iba a decírtelo la otra noche, pero parecías estar tan seguro de que era una madre soltera que...
—Tras mi matrimonio, mi abuelo me pasará el control total de las Empresas Zolezzi. Transportes Zolezzi es una de las empresas del conjunto corporativo. No tenía idea de que el hombre que murió el año pasado fuera tu esposo.
—¿Trabajas para Zolezzi ahora? —le preguntó, examinándole las facciones con cuidado y temblándole un poco las manos.
Debería ponerse de pie y marcharse, pero había algo que se lo impedía.
—Llevo años en la sucursal de importación y exportación, pero soy plenamente consciente de la situación de cada departamento. Las Empresas Zolezzi se componen de varias compañías que trabajan juntas.
—No me gustan las grandes empresas, no me gusta que se hagan recortes sólo para obtener más beneficios, y me repatea la idea de que la empresa de tu abuelo se libre de un palmetazo con una multa por matar a mi esposo.
Pedro la contempló un buen rato.
—Cásate conmigo para que pueda hacerme con el control de las empresas. Cuando así sea, me encargaré de que se revisen puntualmente todos los camiones y de que nunca se permita que un vehículo defectuoso salga de los garajes —prometió Pedro, mirándola con intensidad.
Ella le devolvió la mirada.
—¿Es este tu argumento para convencerme?
—No, es una forma de poder llevar las riendas de mi propia vida. Mi abuelo quiere que me case. Está colocando obstáculos en el negocio hasta que acate su voluntad. Llevo casi diez años trabajando y no quiero ver cómo se deja de progresar por unas estúpidas manipulaciones. Mi madre también desea que me case. El lunes por la noche me enteré de que la mujer que había elegido como esposa, a quien pensaba que le importaba, se iba a casar conmigo por mi dinero y por un sustancioso soborno que le había ofrecido mi abuelo.
—No me extraña entonces que estuvieras tan enfadado cuando viniste.
—Te estoy proponiendo un negocio, Paula. Cásate conmigo. Yo cuidaré de ti y de tu bebé y me haré con el mando de la compañía en la que me he dejado la piel en estos últimos diez años. Con ese control, puedo asegurarme de que muertes sin sentido como la de tu esposo no vuelvan a ocurrir. ¿Trato hecho? —le preguntó Pedro, apoyando los codos sobre la mesa y traspasándola con la mirada.
Dicho así, casi parecía sensato.
Paula levantó las hojas y las releyó, ajena al ruido del café. Ese trato le había caído del cielo. Tenía la seguridad que en ese momento no disponía ya de medios para pasar todo el tiempo con su querido bebé cuando naciera. De algún modo le parecía bien que la familia que había sido la causante de la muerte de su esposo fuera la encargada de mantener al bebé.
Al menos temporalmente; hasta que Pedro reclamara su libertad.
Paula respiró profundamente.
—Supongo que trato hecho, Pedro. Me casaré contigo cuando tú digas.
Qué buena historia. Ya me enganchó.
ResponderEliminarLinda... Lindaaaa !!! Me encanta
ResponderEliminarLinda... Lindaaaa !!! Me encanta
ResponderEliminar