—Yo no he cambiado.
—Cariño, tú eres la que más has cambiado. No te pareces en nada a la gordita con la que me casé.
—¿Gordita? ¡Estaba embarazada!
—Y trabajando en dos sitios al tiempo que ibas a clases. ¿Dime Paula, preferirías haber seguido con los dos empleos e intentando cuidar de tu hija al mismo tiempo? ¿Y si una de las dos se pusiera enferma?
Paula tragó saliva. Apretó los labios con firmeza y Pedro esperó que se estuviera imaginando la vida que habría llevado de no haber sido por él.
—Todo lo que te pido es que me ayudes a hacer feliz a mi abuelo el poco tiempo que le quede. No creo que sea mucho. Y a cambio me aseguraré de que puedas seguir junto a tu hija en vez de atender mesas en algún café.
—Eso me hace sentirme muy interesada —murmuró Paula.
—No, yo llamo interesada a Fernanda Alvarez. Ella ya habría exigido que le indicara la cantidad exacta de mi oferta y me habría hecho una contra oferta para elevar el montante. Tú nunca te quejaste del dinero, ni siquiera después de casarnos.
—Es bastante para mí —dijo en voz baja.
—¿En qué te gastas el dinero, Paula? —le preguntó, mirando a su alrededor—. En muebles y cosas para la casa desde luego que no.
—Ahorro una parte cada mes —dijo muy despacio, preguntándose si querría que se lo devolviera ya que no lo había utilizado.
Pero era demasiado generoso para pedírselo. Le estaba ofreciendo más por pasar una temporada en su casa y hacerle creer a su abuelo que eran felices juntos.
—Qué frugal.
—Era para... por si querías... para cuando anuláramos nuestro matrimonio.
—Al día siguiente de la muerte de mi abuelo, iniciaré si lo deseas los trámites de la anulación. Por favor, concédeme unas cuantas semanas.
—Tengo que pensármelo bien. Me estás empujando a hacer algo que no estoy segura de poder realizar. ¿Quieres que finja algo que no siento? ¿Y qué pasa con el resto de la familia?
—Mi madre está en casa conmigo mientras su padre esté tan enfermo. Sabe que estoy intentando convencerte para que vengas a vivir conmigo.
—Apuesto a que no le ha gustado ni un pelo. De niña no le caía bien. Le horroriza que te hayas casado conmigo. ¿Y tú quieres que me vaya a vivir a tu casa?
—Es mi casa y como eres mi esposa, también es la tuya. Tú serás la que mande allí, no mi madre. Si su presencia te hace sentirte incómoda, entonces puede volver a su casa e ir cada día a visitar a su padre.
—No me refería a eso. ¿Sabe por qué nos casamos?
—Sí. Y tú tienes razón; no te recibirá con los brazos abiertos. Fernanda era la que ella deseaba para mí, pero te tratará con cordialidad. Mi madre es una señora muy correcta. Además, no me importa su reacción; sólo quiero que mi abuelo tenga la seguridad de que no he echado a perder mi vida.
—Si anulas nuestro matrimonio y te casas con la mujer de tus sueños le harás muy feliz —le sugirió Paula.
—Tú eres la mujer de mis sueños —dijo, esbozando una amplia sonrisa.
—¿Yo?
—Claro. ¿A qué hombre no le gustaría tener una mujer que mantiene a otras a raya en virtud de ser esposa, pero que sin embargo nunca controla lo que hace, ni lo regaña, ni le exige nada? Tú eres la esposa ideal.
Paula apartó la mirada, como si quisiera sofocar una sonrisa.
—Paula, quiero que me digas que sí —añadió.
Paula fijó la vista en los cuadros de la pared y Pedro deseó poder saber lo que pensaba. Ella tenía razón; no se conocían bien. De lo contrario, quizá pudiera averiguar lo que tenía Dulce en la cabeza. Aún le sorprendía el hecho de que no le hubiera pedido más dinero y de que lo que más le preocupara era engañar a la gente. La mayoría de las personas que él conocía no tenían tantos escrúpulos.
Paula se volvió lentamente.
—¿Qué le dirías a tu abuelo? Llevamos más de cuatro meses casados y nunca hemos estado juntos. ¿Cómo le explicarás un cambio tan repentino?
¡Bien! ¡Iba a hacerlo! Pedro se sintió aliviado; se recostó contra el respaldo del sofá y se relajó un poco. Lo más duro había pasado: la había convencido para que lo ayudara.
—Desde nuestra boda he estado fuera todo el tiempo. ¿Es tan difícil creer que haya querido esperar a que te vinieras a casa conmigo hasta que pudiéramos vivir juntos? Él no necesita enterarse de que no hemos estado en contacto desde el día de la boda. Simplemente diremos que ahora que estoy de vuelta te vas a venir a vivir conmigo.
—¿Y tú crees que se lo va a creer?
—Por qué no si nos ve actuando como una pareja de enamorados.
Paula se humedeció los labios.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó torpemente.
—Tú me miras como si me adoraras. Yo volveré del trabajo todas las noches a cenar y cuando estemos delante de mi abuelo nos daremos la mano y cosas así. No sé, cualquier cosa que nos parezca bien.
—¿Y el resto de la gente? ¿Y tu madre?
—¿Qué pasa?
—¿Qué le contamos a los demás?
—Lo mismo. No quiero que nadie le vaya contando que no es un matrimonio verdadero, o que no soy muy feliz. Si representas bien tu papel, creerá la historia que le he contado sobre lo que sentíamos cuando éramos dos adolescentes. Se está muriendo, Paula. Quiere verme feliz. ¿Puedes hacer las maletas y tenerlo todo listo para esta noche? Me gustaría que estuvieras en casa para la hora de la cena.
—¿Hoy? Santo cielo, Pedro, ni siquiera he dicho que vaya a hacerlo.
—Pero lo harás, ¿verdad, Paula? ¿Por Roberto? ¿Y por tu hija?
Paula se pasó unos minutos mirándolo a los ojos mientras consideraba su proposición. Finalmente asintió.
—Todavía me siento como una materialista barata, pero lo haré. Por tu abuelo y por mi hija. Y también por mí. Me he sentido muy mal por aceptar tu dinero sin hacer nada a cambio. Quizá esto sirva un poco de contrapeso.
—¡Estupendo! —dio un salto y agarró su chaqueta—. Te enviaré un coche sobre las cuatro.
—No me va a dar tiempo... —Paulase levantó, de pie junto a él.
—Mete un par de cosas para unos cuantos días. El sábado tú y yo vendremos a buscar el resto.
—Vas demasiado deprisa para mi gusto; necesito tiempo para pensar.
—Puedes pensar en mi casa. El coche estará aquí a las cuatro. Te veré a la hora de la cena —Pedro se inclinó y le dio un ligero beso en los labios—. Gracias, Paula. Jamás olvidaré esto.
Paula lo observó marcharse en silencio. Se pasó los dedos muy despacio por los labios. Ella tampoco olvidaría nada de lo que había pasado, pero seguramente por razones muy diferentes. Increíble... Acababa de decir que sí a vivir con el extraño con el que se había casado hacía ya cuatro meses. Y no sólo se trataba de vivir con él, sino de hacer el papel de amante esposa.
—¡Oh, Pablo, no te creerías el lío en el que me he metido!
Pero Pablo llevaba más de un año muerto, y Paula había pasado ya lo peor. Sólo le quedaban los suaves recuerdos de los momentos más felices.
La buena de Sofía seguía durmiendo y Paula se apresuró a su dormitorio y empezó a decidir la ropa que necesitaría para los días siguientes. Cuando llamaron a la puerta tenía todo colocado junto al carro de la niña.
Al abrirla se encontró con un chófer uniformado.
—¿Señora Alfonso? —preguntó con formalidad.
Paula asintió, tragando saliva. No había usado el apellido de Pedro después de casados, optando por seguir utilizando el de Martínez, ya que en realidad no se sentía casada. El chófer era la primera persona que la llamaba señora Alfonso.
—Tengo bastantes cosas —dijo, indicando el montón de bolsas junto a la puerta.
—Ningún problema, señora. Tendré que hacer varios viajes. Cuando lo tenga todo colocado volveré a por usted y el bebé.
Algo más de media hora después, Dulce llegó a casa de Pedro Alfonso en Kilibirri, situada en la orilla septentrional del puerto, muy cerca de Harbor Bridge. La finca le pareció enorme, al menos de un acre. El camino de entrada terminaba en un semicírculo delante de la casa. La impresionante fachada imitaba la de una mansión Tudor, con ladrillos, estuco y vigas de madera negra.
El chófer la acompañó hasta la puerta.
—Llevaré sus cosas adentro —dijo mientras llamaba al timbre con premura.
—Gracias —dijo Paula con timidez.
El bebé miraba al hombre con los ojos abiertos como platos y se chupaba el pulgar mientras contemplaba todos sus movimientos.
—¿Señora Alfonso?
Una mujer morena abrió la puerta. Era menuda, con el pelo cano y un par de ojillos brillantes de mirada curiosa.
—Sí.
—Bienvenida. Pedro nos ha dicho que llegaría usted hoy. Soy Mirta, el ama de llaves. La enseñaré su dormitorio y el del bebé. Cuando José suba sus maletas, sacaré las cosas.
—No me importa hacerlo yo —se apresuró a decir Paula, echando un rápido vistazo a la casa.
Las amplias escaleras que conducían al piso de arriba estaban tan brillantes que reflejaban la luz que entraba por los altos ventanales. El gran arco a la entrada del salón invitaba a pasar. Entró en el salón y entonces comprendió por qué Pedro había pensado que casi no tenía muebles. Aquel estaba lleno de mobiliario, cuadros, tallas y figuras.
—Por aquí.
Mirta subió las escaleras delante de ella y giró hacia la derecha al llegar arriba.
—El señor Roberto está en la habitación del final del pasillo —dijo indicándolo con el índice—. Esta es su habitación; suya y de Pedro —dijo, de pie junto a la puerta abierta.
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