Paula no dijo nada, pero sintió compasión hacia Roberto. Era viejo, estaba con un pie en la tumba y le hacía ilusión vivir lo suficiente para oír a su hija llamarlo abuelo. Si la presencia de Sofía podía alegrar sus últimos días, por Paula estupendo. A lo mejor esa mentira no había sido tan horrible como había pensado.
Pedro le echó el brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí despacio.
—Hace años que no lo veo tan contento —le susurró al oído—. Por esto merece todo la pena.
Ella asintió, sintiéndose menos culpable por el engaño.
Cuando Fernanda se marchó ya era tarde. Ana se fue directamente a la cama. Paula acompañó a Pedro mientras comprobaba que las ventanas de la planta baja estaban todas cerradas y apagaba las luces.
—Creo que deberías comprarte un velero —le dijo ella.
—Conozco tu opinión. Lo has dejado muy claro durante la cena. Ah, gracias por no decir nada delante de Roberto.
—Parece que esta noche no se ha acordado de meterse conmigo.
—Le ha alegrado ver a Fernanda. El hablar de los Estados Unidos le ha traído recuerdos. Pasó varios años allí cuando era más joven.
—Eso he oído.
Empezaron a subir juntos las escaleras, como si llevaran años de matrimonio.
—Fernanda es preciosa, ¿verdad? —dijo Paula, sin poder olvidar los halagos de Pedro durante la cena.
—Es una bella mujer. Siempre va vestida a la última moda y bien peinada.
—Sí.
No hubiera hecho falta que dijera tantas cosas. Cerró la puerta del dormitorio y estrechó a Paula entre sus brazos. La miró a los ojos con ternura.
—Fernanda me recuerda mucho a mi madre.
Paula arqueó las cejas.
—¿Cómo es eso?
—Por fuera toda una señora, pero por dentro fría y egoísta.
Paula empezó a deshacerle el nudo de la corbata. Le encantaba la intimidad de la que gozaba entre sus brazos, la intimidad de su romance.
—Mientras que tú eres lo opuesto a ella. Eres cariñosa, generosa y tierna; y lo que más me gusta es lo primero.
Inclinó la cabeza y la besó, mientras sus manos ya le desabrochaban el vestido.
En la semana que siguió, Paula dejó que Sofía pasara muchos ratos con Roberto, cuando a la enfermera Spencer le parecía apropiado. A veces le llevaba a la niña y la colocaba encima de la cama, otras veces la vigilaban Mirta, Sara o la enfermera. Al anciano le encantaban esas visitas. Hizo que Pedro le comprara juguetes al bebé y cada día le daba uno diferente, sin importarle el hecho de que fuera demasiado joven.
La miraba con avidez, acariciándole la mano o la mejilla con ternura. Se reía cuando el bebé sonreía y luego le contaba todo lo que hacía la niña a quien quisiera escucharlo.
Entre Paula y Roberto se produjo una tregua. Ella intentó por todos los medios no irritarlo y él pareció sospechar que no le llevaría al bebé si se metía con ella. Tristemente, Paula reconoció que Roberto era lo más parecido a un abuelo que Sofía podría tener, excepto quizá por Juan. No recordaría a Roberto cuando muriera; la niña era demasiado pequeña.
Por las tardes, Paula sacaba a Sofía al jardín después de la siesta. Ana se presentó en dos ocasiones. Cortó unas flores para colocarlas junto al bebé y sonrió al ver que Sofia se daba la vuelta sola por primera vez. La levantó en brazos y fue paseando con ella por el patio, enseñándole las flores y diciéndole tonterías.
Paula se sorprendió la primera vez que Ana apareció, pero hizo lo posible para evitar temas espinosos, como hablar del padre de Pedro o del velero. Le intrigaba el creciente interés que Ana mostraba por Sofía. Le hizo ver que aquella mujer tenía un lado que Paula creía inexistente. Pero ahí estaba la prueba.
Ella y Ana no se hicieron amigas, pero a Paula le bastaba con que mostrara algo hacia la niña.
Paula y Pedro ya habían concertado una cita el fin de semana siguiente con una agencia que se dedicaba a vender pequeñas embarcaciones. Pedro quería comprar algo que pudiera manejar el solo, sin tripulación.
Cuando iba a entrar en la casa la tarde siguiente, apareció Pedro, que regresaba del trabajo. Dejó el pesado maletín sobre una mesa cercana y le echó los brazos a Sofía. La levantó en el aire y le sonrió, con los ojos muy abiertos. Entonces la niña arrugó la nariz y sonrió.
—Se va a poner mala de tanto moverla —dijo Paula, riendo.
Le intrigaba el cambio que había experimentado Pedro en las semanas que llevaban viviendo en su casa. Ya no agarraba a la niña con torpeza y parecía sentirse tan a gusto con el bebé como Paula. Incluso se reía más a menudo, sobre todo cuando estaba la niña.
La agarró con un brazo y con el otro a Paula. Todos los días le recibían a la puerta de casa cuando volvía del trabajo. Entonces corría con las dos escaleras arriba hasta que se metían en su dormitorio, colocaba a Sofía sobre la cama con cuidado y luego besaba a Paula hasta que apenas podía tenerse de pie. Mientras se cambiaba de ropa, Paula le contaba lo que habían hecho durante el día.
Amaba a Pedro y estaba atesorando un montón de recuerdos para el futuro. Lo pinchaba y discutía con él y en secreto le declaraba su amor una y otra vez. Él nunca sabría lo mucho que lo amaba; era suficiente conque lo supiera ella.
Roberto Zolezzi murió en la madrugada del sábado. La enfermera Spencer despertó a Pedro con la noticia.
Y entonces todo cambió.
Pedro se vistió inmediatamente y fue a ver a su abuelo. Luego fue a darle la noticia a su madre. Ana estaba desconsolada, aunque sabían que su muerte era algo inminente. Se encerró en su habitación y no quiso ver a nadie. Paula la oyó llorar a través de la puerta cerrada y deseó poder hacer algo para consolarla, pero sabía que Ana no querría verla.
Para no estorbar se llevó a Sofía al jardín, pero era consciente de la actividad que había en la casa. Llegó el médico y luego una ambulancia se llevó a Roberto a la morgue. El teléfono empezó a sonar al tiempo que la noticia voló por todo Sidney. Por la tarde Pedro había llamado a una de sus secretarias para que contestara a las llamadas.
Los amigos íntimos de la familia se acercaron por la casa, y toda la tarde estuvo entrando y saliendo gente. Paula oyó muchas veces el timbre de la puerta desde donde estaba sentada, en el dormitorio de Sofía, mientras la niña dormía. Pedro no había preguntado por ella en todo el día. Paula deseaba estar con él, ayudarlo, pero él no había solicitado su ayuda. Por eso se quedó allí sentada en la mecedora, pensando al compás del vaivén.
Sofía se dio una vuelta y respiró profundamente, entrando en un sueño profundo. Paula se levantó para ver cómo estaba y luego salió del cuarto. Iría a ver cómo estaba Ana. Sabía que la mujer no querría verla, pero lo cierto era que le preocupaba.
Llamó suavemente a la puerta y esperó. Al no obtener respuesta la abrió y asomó la cabeza. Ana estaba tumbada en la cama con un pañuelo hecho un rebujo en una mano y mirando lánguidamente por la ventana.
—¿Ana? —dijo Paula en voz baja.
Ana volvió la cabeza.
—¿Qué?
—¿Quieres que te traiga algo?
Sacudió la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.
Paula entró y cerró la puerta. Fue hacia el baño, donde encontró una toalla limpia que empapó en agua fresca. Se sentó en el borde de la cama y se lo pasó por la frente.
—Póntelo sobre los ojos; sé que los tienes ardiendo —dijo Paula con soltura, mientras doblaba la toalla y se la daba a Ana. La madre de Pedro se la puso en los ojos.
—Sabía que se estaba muriendo, todos lo sabíamos, pero no puedo creer que ya esté muerto —dijo Ana con tristeza.
En aquel instante su voz le sonó como la de una niña perdida.
—Lo sé; es algo terrible. Pensé que estaba aguantando bien —contestó Paula, dándole unas palmaditas en la mano—. ¿Quieres que te traiga algo de comer? ¿Un poco de sopa quizás?
Ana sacudió la cabeza.
—No tengo hambre.
—¿Entonces agua o una taza de té calentito?
—Nada.
El silencio reinó en el cuarto. Paula oía el rumor de voces proveniente de abajo. ¿Cuántas personas se habían pasado ya a dar el pésame? ¿Cómo se las estaría apañando Pedro? Si no podía hacer nada más por Ana, quizá pudiera hacer algo por Pedro. ¿Habría comido algo?
—Mi padre quería mucho a tu hija —dijo Ana en voz baja—. Se me había olvidado cómo jugaba con Pedro cuando era un bebé. Yo fui hija única y Pedro también. A lo mejor a Roberto le hubiera gustado tener muchos niños a su alrededor.
—Creo que a Sofía le gustaba estar con él porque siempre se reía mucho. Lo echará de menos.
—Mañana ya no lo recordará. Es tan pequeña —dijo, echándose otra vez a llorar.
Paula se abstuvo de comentar nada porque sabía que era verdad.
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