Ana Zolezzi estuvo tan encantada de ver a Pau como Pedro había predicho y la recibió con cálida efusividad.
—Eres muy buena por venir Pedro, últimamente es como un león enjaulado, pero cuando estás aquí… es mejor —apretó la mano de Pau y se sentó en el gran sofá blanco, indicándole que la acompañara.
—Mamá, no me importa que me compares con un león, pero estoy lejos de estar enjaulado.
—Hay muchos tipos de jaulas, hijo —apuntó Ana con sabiduría—. Aunque estoy de acuerdo, eres como un león dentro o fuera de la jaula… porque ves al mundo como tu presa —suspiró y sus ojos se llenaron de preocupación—. Siempre los negocios. Quieres ganar, ganar, ganar.
—Mejor eso que ser un vago, ¿no? —dijo Pedro.
Ana frunció los labios y pidió la ayuda de Pau.
—No puedo imaginármelo vago. ¿Puedes tú?
—No —Pau negó con solemnidad aunque una sonrisa le cosquilleaba los labios—. La verdad es que no.
—¿Lo ves? —dijo Ana, como si eso confirmara su punto de vista.
—¿Qué se supone que debo ver, mamá?
—Que trabajar todo el tiempo es una jaula —dijo la mujer, como si fuera algo obvio.
—Mejor esa jaula que otras que se me ocurren.
—Puede, pero sería mejor no estar enjaulado. ¿No estás de acuerdo, Paula?
—Sí. La libertad es algo muy bello y a veces hay que sacrificar otras cosas para obtenerla.
—Ella sí que es lista. No la dejes escapar, hijo —Ana dio una palmadita en el brazo de Pau.
—No pienso hacerlo —Pedro sonrió.
—Bien —dijo Ana.
Por fortuna, dejaron el tema y Pau agradeció que Pedro no le hubiera dicho a su madre que le había propuesto matrimonio. Tenía la sensación de que Ana intentaría convencerla para que aceptara.
La extrañó que Pedro no hubiera avisado a su madre para que hablara a su favor. Por otro lado, le había pedido tiempo para pensar y quizá estaba respetando sus deseos. Eso sería otro punto a su favor.
Que Ana estuviera presente hizo que la velada fuese más relajada, pero aun así la mente de Pau no podía dejar de rememorar la noche anterior una y otra vez. El exceso de trabajo en la oficina la había ayudado a controlar sus pensamientos, pero no podía hacerlo teniéndolo a él delante.
De vez en cuando Pedro la miraba como un tiburón a punto de engullirla y eso hacía que tartamudease, se ruborizara y actuase con menos aplomo del habitual. La madre de Pedro lo regañaba por avergonzarla y él se limitaba a sonreír, alegando inocencia.
Mientras tomaban el postre, Pedro recibió una llamada de negocios y fue a atenderla a su despacho.
—Le da demasiada importancia a los negocios —Ana movió la cabeza—. Pensé que traerlo a América le daría una vida mejor. No es fácil ser un niño sin padre en un pueblecito, pero ahora me pregunto si hice bien. Si hubiéramos seguido allí, tal vez no estaría tan dominado por el trabajo.
—No creo que Pedro sea el tipo de hombre al que influya su entorno. Sería quien es, independientemente de donde pasara los últimos años de su infancia. En un pueblo griego, o en Boston, tu hijo habría escalado hasta la cima. Tal vez allí habría tardado más y habría sido mis difícil. Pero sin duda habría conseguido su objetivo.
—Gracias, Paula. Eres una joven muy amable y perceptiva.
El halago hizo que Pau se sintiera bien, como si perteneciera allí. Sonrió.
—Además, si hubiera tenido que trabajar más para llegar tan alto, habría tardado más en empezar a plantearse asuntos no relacionados con los negocios.
Aunque no iba a hablarle de la proposición, suponía que Ana se había dado cuenta de que su hijo empezaba a plantearse el matrimonio.
—¿Crees que me habría hecho esperar más aún para tener nietos? —Ana la miró horrorizada.
—Eso me temo —Pau se rió.
—Sigue preocupándome —Ana movió la cabeza—. Nunca deja de querer más. ¿Cuándo será suficiente?
—Por lo visto, tiene que demostrarse cosas a sí mismo —dijo Pau con cautela.
—Sí —Ana suspiró con tristeza—. Quiere probar que no heredó nada malo de su padre. Mi padre era un buen hombre, pero muy duro. Hizo que Pedro se creyera responsable de cosas sobre las que no tenía ningún control. Mi padre no decía nada bueno sobre el joven al que amé, pero lo era. Demasiado joven para tener la fuerza necesaria, pero era bueno.
—¿Le dijiste eso a Pedro alguna vez?
—Lo intenté, pero mientras mi padre vivió habría sido una falta de respeto contradecirlo. Cuando murió, sus opiniones habían arraigado en Pedro y no pude cambiarlas. Parte de mí… culpaba a Horacio por no haber vuelto. Había cosas que no sabía. Ahora me arrepiento de no haber contradicho nunca a mi padre.
—Debe haber sido muy duro para ti.
—Lo fue. Me educaron para ser una buena chica y guardar mi inocencia hasta el matrimonio; pero mi amor por el padre de Pedro era inconmensurable. Nunca había sentido algo así. Pensarás que soy tonta, pero siempre ha sido el hombre de mi corazón.
—No me parece ninguna tontería. He oído hablar de amores como ése —por primera vez, se preguntó si quería sentir algo tan profundo por un hombre.
Ese amor era lo idílico pero, viendo el dolor en los bellos ojos marrones de Ana fresco como si todo hubiera ocurrido días antes, el corazón de Pau se retorció de compasión y miedo. Compasión por la otra mujer y terror por haber expuesto sus sentimientos a un riesgo del mismo calibre.
Aunque ella no era una adolescente con su primer amor, pero sospechaba que el amor del que hablaba Ana trascendía la edad e incluso la experiencia.
La sonrisa de Ana borró el dolor de sus ojos, que brillaron con el recuerdo de su breve felicidad.
—Sentir amor es la mayor riqueza que el mundo puede ofrecer. Que el sentimiento sea compartido es un regalo divino. Los dos lo sentíamos. Él me amaba tanto como yo lo amaba.
—Pero se fue —Pau no lo dijo porque dudara de Ana sino porque no podía entender que alguien se alejara de algo tan especial. Pero no era un comentario oportuno—. Disculpa. No debería haber dicho eso.
—¿Por qué no? Es la verdad. Pero sólo en parte. Mi padre nos vio juntos y golpeó a mi amor hasta que fue incapaz de levantarse del suelo —las lágrimas llenaron sus ojos—. Intenté detenerlo, pero mi padre me abofeteó y Horacio me pidió que me marchase. No podía soportar que me hicieran daño y además hería su orgullo que viera cómo recibía una paliza. Se negaba a levantarle la mano a mi padre, así que no podía defenderse. Mi padre pensó que tenía derecho a golpearlo, y echó a Horacio de la isla.
—Entonces, ¿no se fue por su voluntad?
—No. No tenía forma de saber que me había quedado embarazada. También era un adolescente. Un chico de vacaciones con sus amigos. Más adelante intentó verme una vez.
Pau, tensándose, se preguntó si Pedro sabía eso.
—No lo supe hasta después de la muerte de mi padre. Encontré la carta en su escritorio. Al principio no se lo dije a Pedro porque estaba llorando la muerte de su abuelo, y después… pensé que no serviría de nada. Había pasado mucho tiempo y me había convencido de que Horacio estaría casado y tendría otros hijos. Pedro ya sufría mucho y pensé que decírselo lo heriría aún más. Sentía amargura hacia su padre y decidí que sería mejor esperar.
—Probablemente tenías razón.
—No sé —Ana la miró dubitativa—. Nunca me casé. Tuve oportunidades, pero no lo deseaba. ¿Le ocurriría lo mismo a mi Horacio? Tuve que elegir entre utilizar el dinero de vender la casa y las posesiones familiares para la educación de Pedro para buscar a su padre. Elegí, pero me pregunto con frecuencia si mi elección fue la correcta.
—Pero ahora que tienes dinero, podrías buscarlo.
—Se lo sugerí a Pedro una vez. Y me arrepentí. Si no se lo hubiera dicho, podría haberlo buscado sin consecuencias. Pero lo hice y él me pidió que no utilizara el dinero que había ganado con el sudor de su frente para buscar a un hombre que nos había abandonado. No pude convencerlo de lo contrario.
—¿Le dijiste que su padre te había escrito?
—Le dio igual.
—Pedro es muy testarudo.
—Sí.
El testarudo regresó del despacho minutos después, y tuvieron que cambiar de tema.
Cuando Pedro la llevó a casa, aparcó y pidió que le dejara subir. Ella aceptó; quería comentarle su conversación con Ana y, si era sincera consigo misma, además, quería lo mismo que él. Intensamente.
Fue directa a la cocina y puso el hervidor de agua.
—No tengo sed —dijo él, a su espalda.
—Quiero té —ella pensó que también quería hablar.
—Entonces tomaremos té —dijo él, haciendo una leve reverencia.
—Te estás riendo de mí.
—Te estoy siguiendo la corriente. No es lo mismo.
—Ya veo. ¿Por qué me sigues la corriente?
—Por obvias razones masculinas. Espero suavizar tu temperamento para poder aprovecharme de ti.
—Creo que sabes que puedes seducirme sin necesidad de una taza de té previa —rió ella.
—Pero prefiero no seducirte.
—¿Quieres que me ofrezca yo?
—¿Sería eso tan malo?
Ella encogió los hombros. Suponía que no.
—¿Crees que una taza de té antes de dormir me llevará a invitarte a compartir mi cama?
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