miércoles, 24 de junio de 2015

Amor Del Corazón: Capítulo 17

Paula estuvo a punto de decirle que ya estaba en casa, pero sabía a lo que se refería él. ¿Creyó haber oído un trasfondo de incertidumbre en su voz o se lo habría imaginado? Tonterías, aquel hombre no se había sentido inseguro en su vida.
—Tenía pensado pedirle a José que me llevara a tu casa cuando se despierte Sofía—dijo remilgadamente—. ¿Quieres algo?
—No.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —preguntó.
—Llamé a José al teléfono del coche cuando Mirta  me dijo que habías salido con él esta mañana.
—Si hubieras venido a desayunar cuando yo bajé, te lo habría dicho yo misma —le dijo ella.
—¿Ah, me has echado de menos esta mañana? —le preguntó suavemente.
Paula suspiró. Lo había echado de menos y le había disgustado que se marchara a trabajar antes de que ella y Sofía bajaran al comedor. Pero no tenía por qué hablarle de esos sentimientos. Ya era bastante engreído y desde luego no necesitaba que Paula le regalara los oídos.
—Sólo por no estar a solas con tu madre; menos mal que no ha bajado a desayunar a la vez que yo.
—¿Tan imposible te parece? —le preguntó—. Si es así, la mandaré a su casa.
—No hagas eso. Quiere estar cerca de su padre y estoy segura de que también de ti en estos momentos.
—Eso lo dudo; de ser así sería una primicia. Ana piensa primero en sí misma y los demás están siempre en segundo lugar —dijo en tono seco.
—Es tu madre.
—A pesar suyo. Llegaré a casa sobre las cuatro. Vente en cuanto Sofía se despierte.
Paula se quedó mirando al teléfono después de colgar. ¿Qué habría querido decir Pedro con aquel comentario tan enigmático? Ojalá comprendiera mejor a esa familia.
Enchufó la aspiradora en el salón y se puso manos a la obra, dándole vueltas a la cabeza mientras limpiaba. Pedro la había llamado para asegurarse de que iba a volver; eso significaba que le importaba al menos un poco.
Lo cierto era que no le vendría mal un poco de romanticismo. Hacía más de una año que Pablo había muerto y ya era hora de seguir adelante, pero lo cierto era que no se veía a sí misma haciéndolo junto a Pedro. El estaba fuera de su alcance, aunque no por eso dejaba de soñar con ello.
De momento, tenía que acabar de limpiar el apartamento.
—Yo le llevaré los paquetes, señora —dijo José mientras le abría la puerta del coche.
Paula salió y sacó a Sofía.
—Estupendo, José, te lo agradezco mucho. Venga, bebita, tenemos tiempo de dar un paseo por el jardín antes de cenar. ¿Quieres que vayamos a ver las flores otra vez?
Paula subió los dos escalones de piedra y llamó a la puerta. Por un momento le dio la sensación de que volvía a casa.
Esperaba que fuera Mirta la que le abriera, pero fue Pedro.
—Necesitas tener una llave —dijo mientras le quitaba a Sofía de los brazos.
Antes de que Paula pudiera responder Pedro se colocó a la niña en un brazo y con el otro le agarró la cabeza para darle un beso.
—Creí haber oído el timbre de la puerta —Mirta dijo, de pie detrás de Pedro.
Paula dio un paso atrás, inquieta por su beso.
—Acabamos de llegar.
—¿No tenemos una llave para darle a Paula? —preguntó Pedro, echándose un poco hacia atrás y sin dejar de mirarle la boca a Paula.
Ella se puso aún más nerviosa y no podía apartar los ojos de él.
—Estoy segura de que hay más de un juego de llaves disponible. Me encargaré de darle uno antes de que salga la próxima vez —dijo Mirta.
—Bien.
José entró en el vestíbulo, cargado de paquetes y bolsas.
—He ido de compras esta mañana —le explicó Paula, intentando ignorar los latidos de su corazón.
Un beso delante del servicio no era más que parte del teatro que estaban haciendo; eso era todo. Era tonta por creer que significaba algo más.
—Ya veo. Parece que has dejado vacías varias tiendas, ¿verdad?
—Casi parece, ¿no? Sólo me he comprado un par de cosas.
—Se las subiré. Sé que quiere sacar a la niña al jardín y como el señor Zolezzi está durmiendo ahora, Pedro puede acompañarla —dijo Mirta mientras remontaba las escaleras con José.
—¿No tienes trabajo que hacer? —le preguntó Paula cuando estuvieron solos.
No pudo evitar fijarse en cómo la camisa negra que llevaba puesta le ceñía los músculos del tórax. Los ajustados vaqueros negros le hacían parecer más alto de lo que ya era.
—Estoy libre hasta que se despierte Roberto.
El nerviosismo de Paula aumentó a medida que iban paseando por el jardín. Pedro llevó en brazos al bebé hasta un rincón cubierto de césped, donde la tumbó sobre una pequeña manta. Cortó unas cuantas flores que crecían allí cerca y las puso junto al bebé.
—Pero no te las metas en la boca, ¿entiendes?
—Estoy segura de que entiende —dijo Paula en tono seco.
La pequeña lo miró muy seria y luego a las flores. Entonces sonrió.
—Mira, Pedro, está sonriendo. Ha hecho lo mismo esta mañana en una tienda. Oh, Dios mío, está sonriendo de verdad.
—¿No es demasiado pequeña para sonreír?
—No lo creo. ¡Mírala! ¿No es una preciosidad?
—Preciosa.
Algo en su tono de voz le hizo levantar la vista, y al hacerlo se lo encontró mirándola.
—Tú eres preciosa, Paula, con lo cual tu hija también lo es.
Se ruborizó inmediatamente.
—Gracias.
Parecía tan tonto agradecerle el cumplido. El corazón le latía a toda prisa y su respiración se volvió irregular. Tragó saliva y lo miró.
Pedro apartó la mirada, echó un vistazo a Sofía y se tumbó, apoyando la cabeza sobre las manos.
—Qué bien se está aquí. No me acuerdo ya de la última vez que salí a tumbarme. Quizá no lo haya hecho nunca.

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