Cuatro meses después
Paula colocó a Sofía en la cuna y le dio unas palmaditas en la espalda. Había días en que a Sofía no había quién la parara; pero ese día al bebé le había cansado el paseo por el campo, el aire y el sol y no protestó cuando la tumbó a echar una siesta. Paula deseó que cada día fuera así de fácil.
Sonó el timbre de la puerta y Paula volvió la cabeza. Nada despertaría a Sofía hasta que no hubiera dormido lo suficiente.
Paula cruzó el salón escasamente amueblado y fue hacia la puerta. Al abrirla se quedó muda de sorpresa. ¡La última persona a la que esperaba ver era a su marido!
—Pedro... —susurró, mirándolo asombrada.
De repente sintió miedo. ¿Qué hacía él allí? No le había visto desde el día de la boda, hacía ya cuatro meses. Inmediatamente después de la ceremonia le habían llamado para que se hiciera cargo de un delicado asunto laboral con una empresa filial en Inglaterra. Se deshizo en disculpas por tener que marcharse de viaje y prometió que volvería pronto. Sólo que no lo hizo.
La madre de Pedro había pasado por su antiguo apartamento dos días antes del nacimiento de Sofía. Ana Alfonso había dejado claro que no le gustaba la esposa de Pedro. No la había invitado a visitar su casa, ni la había presentado a su familia. Aunque por lo poco que Pedro le había contado, Paula no había esperado que la recibieran con los brazos abiertos. Sabía que era la que había fastidiado todos sus planes.
Pero sí que había esperado saber de Pedro antes.
El cheque le llegaba puntualmente el primer día de cada mes, pero jamás lo acompañó de ninguna nota o carta. Lo había llamado cuando nació la niña, a pesar de la diferencia de horario y de la dificultad para localizarlo. Pedro le había enviado un gran ramo de flores y un osito de peluche para el bebé. Cuando encontró su nuevo apartamento, le había enviado una nota cortés a la dirección de su oficina. Aparte de eso, se había comunicado muy poco excepto por alguna breve llamada telefónica de cuando en cuando, que no hacía más que añadirle un toque de, surrealismo a su falso matrimonio. Pero en ese momento estaba allí, a la puerta de su piso.
—Qué sorpresa —dijo Paula despacio—. Bienvenido. ¿Acabas de volver?
—¿Paula? —preguntó con incredulidad.
La miró de arriba abajo, desde los alborotados y cortos bucles, pasando por la esbelta figura cubierta con un vestido de tirantes, hasta los pies calzados con sandalias.
—Sí, soy yo. ¿Quién creías que vivía aquí? —le preguntó con algo de aspereza.
Le habló así por el susto que se había llevado y porque tenía miedo. ¿Habría decidido que quería divorciarse? Sabía que aquello era demasiado bueno para ser cierto, demasiado bueno para durar mucho más.
Paula cerró la puerta despacio.
—Siéntate. ¿Te apetece un té?
—Si no es mucha molestia.
—No. Ahora mismo vengo —añadió Paula, contenta de poder ausentarse un par de minutos y poder calmarse un poco.
—Vale.
Se sentó en el sofá y empezó a aflojarse la corbata; no le quitó los ojos de encima mientras ella iba hacia la cocina.
Le llevó unos minutos preparar el té, minutos que Paula aprovechó para dominar sus nervios e intentar que su expresión fuera tan impasible como la de Pedro Alfonso. Si su matrimonio tenía que terminar, pues que terminara. Sabía que estaba viviendo un cuento de hadas. Nadie mantenía a una mujer por el mero hecho de casarse con esa persona. No había hecho nada aparte de pronunciar unos votos delante de un juez. Palabras sin sentido. ¿Cuáles habían sido las condiciones de su acuerdo? Cuando se marchara, volvería a leérselo para ver a qué atenerse.
Al menos había logrado ahorrar un poco cada mes de la generosa asignación que él le proporcionaba. Esos meses que había pasado junto a su hija, viéndola crecer, habían sido maravillosos.
Colocó la tetera, las tazas y platos sobre la bandeja y fue hacia el salón. Tenía que enfrentarse a él, al futuro. Escondiéndose en la cocina no iba a conseguir nada.
Pedro estaba todo despatarrado en el sofá, con las largas piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos. Tenía las manos metidas en los bolsillos y la corbata le colgada medio retorcida sobre el pecho. Pedro Alfonso estaba profundamente dormido.
Paula se lo quedó mirando mientras colocaba la bandeja con sumo cuidado sobre la mesa de centro.
—¿Pedro? —dijo en voz baja.
Pero él no respondió.
Le entraron ganas de echarse a reír, pero se mordió el labio. Pensaba que había ido a decirle que quería anular el matrimonio, a decirle que su cómoda existencia llegaba a su fin. Sin embargo, parecía que lo único que le hacía falta era un sitio donde dormir.
Se sentó sin hacer ruido en uno de los cómodos sillones que había a los lados del sofá y se dedicó a observarlo.
Lo que tuviera que decirle parecía poder esperar. Se sirvió una taza de té sin hacer ruido, se recostó sobre el respaldo y se la tomó, feliz de poder contemplarlo hasta que se despertara. Empezó a recordar momentos del pasado, de cuando lo conoció en la playa. Era tan arrogante y engreído... al menos eso le había parecido entonces.
De su boda tenía un recuerdo borroso. El abuelo y la madre de Pedro no habían asistido. Juan había sido su único invitado. Sonrió al recordar el interrogatorio que Juan le había hecho a Pedro, pero aun así, todo aquello le seguía pareciendo muy peculiar. De todos modos agradecía haber tenido la oportunidad de quedarse en casa con Sofía durante esos primeros meses. Por eso deseaba hacer algo a cambio por Pedro y agradecerle por cuidar tan bien de ella.
Pedro se despertó poco a poco, pero no se movió. Negándose a abrir los ojos para no enfrentarse a la cantidad de problemas que tenía. Estaba tan cansado; cansado y preocupado. La gente en el trabajo, en casa... Todo el mundo exigía su atención continua y querían que hiciera milagros que no podía producir.
Sin embargo, en ese momento estaba rodeado de paz y tranquilidad. Oía el débil tictac de un reloj; él no tenía relojes que hicieran tictac. Lentamente abrió los ojos y miró por la rendija de los párpados entreabiertos a la mujer que estaba sentada cerca de él, ojeando una revista.
Era Paula Chaves Martínez Alfonso,su esposa.
Paula no sabía que se había despertado. ¿Cómo se había dormido?
Mientras miraba a la mujer se preguntaba si estaría imaginándose algunas cosas. Recordaba a su esposa redondeada y con el pelo lacio. Pero la mujer que tenía delante no se parecía en nada a la otra. Su cabellera rizada y vaporosa parecía irradiar una luz propia y se veía brillante y sedosa. Deseaba acariciarle los cabellos y comprobar si aquellos bucles eran tan suaves como parecían.
Pasó a estudiar sus delicadas facciones, los pómulos altos y bien dibujados, los ojos ligeramente rasgados. Tenía la piel lisa como el marfil y parecía tan suave como su pelo. A través de aquellas facciones recordó a la muchacha que fue, persiguiéndolo por la orilla de la playa, riendo en jubiloso abandono. Continuó con su examen y vio que tenía los pechos altos y firmes, la cintura estrecha y las caderas suavemente redondeadas.
Se fijó en la bandeja que había sobre la mesa de centro y vio que había una taza usada.
—Creo que me he perdido el té —dijo despacio.
Paula levantó la cabeza y lo miró con aquellos ojos grises de mirada burlona.
—Eso parece. ¿Cansado?
Se frotó los ojos y se incorporó.
—Un poco. ¿Estará caliente el té?
—No creo. Has estado más de media hora dormido—se levantó y se llevó la tetera—. Si eres capaz de mantenerte despierto, voy a prepararte otro.
—Voy contigo.
Se levantó y Paula se dio la vuelta. La miró mientras iba hacia la cocina; tenía unas piernas preciosas. Aminoró el paso y miró a su alrededor. La casa tenía muy pocos muebles y la única decoración eran algunas fotos de su hija y alguna figurita aquí y allá. Había unos libros apilados en un montón en el suelo y al otro lado una librería de poco fondo.
La siguió hasta la cocina y se dio cuenta de que estaba tan limpia como el salón. Al acercarse a ella, Dulce se apartó. ¿Le tendría miedo? Pedro puso mala cara.
—¿Quieres el té con leche? —le preguntó Paula.
—No, me gusta solo. ¿Qué tal te ha ido?
—Bien.
—Paula quiero saber cómo te las has arreglado hasta ahora. No tenía planeado estar fuera tanto tiempo. Creí que estaría de vuelta en un par de semanas. Al enterarme de que estabas viviendo aquí me quedé sorprendido. Mi madre tenía que venir a verte para brindarte cualquier tipo de ayuda mientras yo he estado fuera.
Ella lo miró de frente, levantando ligeramente la cabeza, como si se fuera a enfrentar a un problema.
A Pedro le entraron ganas de sonreír; de pronto sentía curiosidad por aquella mujer que había hecho su esposa y a la que había ignorado desde su boda.
—Pedro, te agradezco mucho todo lo que has hecho. Nos las arreglamos perfectamente con tu generosa asignación. Ah, y tu madre vino a verme, pero creo que no le gustó demasiado ver con quién te habías casado.
—No tiene mucho tacto que digamos. Me disculpo si vuestro encuentro fue incómodo para ti —murmuró.
Se arrepintió de haber enviado a su madre a ver a Paula; lo había hecho para que se enteraran de una vez de que se había casado. Pero ella se puso furiosa cuando se enteró de lo que había hecho. Tendría que haber previsto que lo pagaría con Paula.
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