Alguien llamó a la puerta.
—¿Ana? —Fernanda Alvarez entró—. Oh, Ana, lo siento tanto. He venido en cuanto me he enterado —Fernanda cruzó la habitación a toda prisa—. ¿Qué puedo hacer? Podría quedarme contigo para ayudarte a comprarte la ropa adecuada, o a contestar cartas o para cualquier cosa que necesites.
Ana se incorporó con el trapo húmedo en la mano.
—Hola Fernanda. Sabía que podía contar contigo —miró a Paula pero vaciló, como si dudara de qué decir.
—Bueno, yo las dejo —dijo Paula con naturalidad.
Se levantó y salió del dormitorio. Sabía que no era la mujer que Ana deseaba como compañía en aquellos momentos, pero hubiera deseado que no fuera Fernanda la que se quedara.
Fue al piso de abajo y se asomó al salón. Había al menos ocho personas aparte de Pedro. La mayoría eran mayores, sin duda contemporáneos de Roberto.
El hecho de no servirle de ayuda a Pedro la irritaba; deseaba hacer algo por él y no que la relegaran a un segundo plano como si fuera un trasto inútil.
Claro que, a lo mejor así era como la veía Pedro. Roberto había muerto y su trato terminaba con ese acontecimiento. Pedro ya no la necesitaba.
Esa noche Pedro no se acostó. Paula se quedó despierta mucho rato después de apagar la luz, esperándolo. Finalmente se dio por vencida. No sabía dónde estaba durmiendo, sólo que desde luego no era con ella.
El domingo le pidió a José que la llevara a ella y a la niña a su apartamento. Llamó a algunos amigos y pasó un rato con ellos, intentando volver a la rutina de antes. Quedó con una pareja para comer al final de la semana y eso le hizo sentirse mejor. Al menos había gente que la apreciaba tal y como era.
Después de la siesta de Sofía volvieron a casa de Pedro. Ese día había otras personas en la casa y Ana estaba sentada en el sofá del salón. Fernanda estaba a su lado, muy solícita. Paula se sintió casi invisible cuando subió las escaleras con Sofía. Se preguntó si alguien se había dado cuenta de que no habían estado en casa en todo el día.
El funeral se celebró el lunes. Paula le pidió a Sara que cuidará de Sofía y se puso el traje negro que había recogido del apartamento. Tenía ojeras, señal de que había dormido poco. Pedro no había dormido en la cama con ella desde el viernes por la noche.
Al bajar las escaleras se dio cuenta de lo silenciosa que parecía la casa sin las visitas. Después del funeral habían invitado a varias docenas de personas a la casa, pero en ese momento reinaba el silencio. Paula miró en el salón. Allí estaba Pedro junto a una ventana, vestido con un traje negro. Al volverse vio que llevaba una camisa inmaculada y una corbata oscura. Estaba exhausto.
—Hola —dijo Paula en voz baja.
—Hola.
—Siento que haya sido tan duro.
—Sí, pensaba que estábamos preparados para ello, pero parece que nunca está uno listo para la muerte.
Paula sacudió la cabeza.
—No tienes por qué venir hoy si prefieres no hacerlo —le dijo Pedro.
—¿Prefieres que me mantenga al margen?
Quizá ni siquiera quería que apareciera por el funeral; a lo mejor estaba deseando terminar con su matrimonio lo antes posible, ya que la razón que los mantenía casados había desaparecido.
—No. Sólo creía que habías decidido ir por obligación y quería que supieras que no tienes por qué ir si es así.
—Voy para estar contigo —dijo ella.
Ana y Fernanda entraron en ese momento. Ana tenía mejor color, aunque el sencillo vestido negro no le favorecía demasiado. Los diamantes que llevaba al cuello y en el anillo quizá a Ana le parecieran lo normal, pero Paula no los creyó demasiado apropiados para un funeral.
Fernanda estaba deslumbrante. Llevaba una chaqueta negra de pronunciado escote camisero y una falda de tubo a juego, demasiado corta para gusto de Paula. Claro que ella, a diferencia de esas dos mujeres, no creía que un funeral fuera una exposición de moda.
Cuando Paula vió que Ana le echaba una mirada desdeñosa, se dijo que estaba en vías de recuperación.
Paula respiró profundamente. Aquel iba a ser también un día muy largo.
Los invitados que volvieron tras el funeral llenaron la planta baja de la casa y parte del jardín. Hacía muy buen tiempo, lucía el sol y las flores estaban preciosas. Paula se sirvió un vaso de refresco de frutas, sintiéndose de nuevo casi invisible. Pedro, Fernanda y Ana conocían a todo el mundo. Y como Fernanda era la sombra de Ana, la incluían en todas las conversaciones de familia. Ni una sola vez había ido Pedro a buscarla, se le ocurrió de repente a Paula. ¿Y por qué iba a hacerlo?
Encontró un banco vacío y se sentó, deseando que Sofía estuviera con ella. Sara estaba con la niña, que seguramente estaría dormida.
—Echaré de menos a Roberto—Fernanda se acercó a ella y se sentó también en el banco—. Era un viejo mandón, pero adorable a su manera. Sé que Pedro también lo echará mucho de menos.
—Claro, era su abuelo.
—Sí. Comprendo que Pedro y tú hayan fingido ser felices por el bien de Fernanda. Te lo agradezco.
—¿A mí? —Paula la miró perpleja.
—Sí, por llenar de alegría los últimos días de la vida de un enfermo. Sé que le habría disgustado mucho que Pedro se hubiera divorciado cuando él estaba con un pie en la tumba.
—Ah.
Fernanda miraba al jardín, saludando con la mano cuando veía a alguien conocido.
—Siempre me ha encantado este jardín. No pienso cambiar nada cuando... quiero decir... Oh, Dios mío, ¿he metido la pata?
—¿Has hablado de matrimonio con Pedro? —le preguntó Paula, esperando poder ocultar el dolor que ya la invadía. Su corazón seguía latiendo, sus pulmones respirando, pero algo parecía apagarse en su interior.
—Sí —Fernanda la miró compasivamente—. Pensé que lo sabías. Lo siento, no te habría dicho nada de haber sabido que no lo sabías.
—Lo sabía.
Paula se levantó y se marchó de allí. Se negaba a quedarse allí con Fernanda ni un minuto más. Pedro llevaba días ignorándola, sin compartir ni su dormitorio ni sus pensamientos con ella. Pero se veía que había encontrado un rato para hablar con Fernanda de matrimonio. ¿Cuándo tenía pensado hablarle del divorcio?
Se abrió camino entre la gente como si todo aquello fuera un sueño. Llegó a la habitación de la niña despidió a Sara dándole las gracias por cuidar de Sofía. Cuando la mujer salió, empezó a guardar las cosas del bebé a toda prisa.
—Se acabó el sueño, bebita. Ya es hora de que nos vayamos, de aquí.
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