domingo, 7 de junio de 2015

Un Juego De Gemelas: Capítulo 8

—¿Ah, sí? —a ella le importaba poco el protocolo. Se arqueó hacia él—. Necesito que te muevas.
Y él lo hizo. Con tanta perfección que a ella se le saltaron las lágrimas. Él las lamió y siguió haciéndole el amor, llevándola hacia un cataclismo de placer desconocido para ella.
Después ocurrió algo que debió ser un milagro porque el cuerpo de él se tensó sobre el suyo al mismo tiempo que ella explotaba. Ambos gritaron. Y sus cuerpos se estremecieron juntos. Él siguió moviéndose lentamente, alargando el placer.
Ella se convulsionó con espasmos hasta que él se desplomó sobre su cuerpo con un gruñido satisfecho.
—Ha sido increíble —susurró ella.
—Sí que lo ha sido —dijo él contra su cuello.
—Gracias —ella volvió la cabeza y besó su mejilla.
—El placer ha sido tanto o más mío.
—Me alegro de que no hayas dicho que sólo tuyo.
—No sería verdad.
Ella rió suavemente por su arrogancia, pero él tenía razón. No sería verdad. Nunca había sentido nada tan maravilloso. Y quería volver a sentirlo una y otra vez.
Por eso debía haberle hecho el amor. Para convencerla de que estaban hechos el uno para el otro. Si no en el amor, al menos en el sexo.
—Voy a adorar tenerte como esposa en mi cama —dijo él, confirmando que estaba pensando lo mismo que ella en contenido, aunque no en intención.
—Eso no está claro aún, Pedro.
Él se echó hacia atrás para dedicarle una de sus miradas «serias». A ella le pareció gracioso verla en la situación en la que estaban y se rió.
—No me parece divertido. Te casarás conmigo, Pau.
—Hacer el amor contigo ha sido increíble, pero aún necesito tiempo para pensar —acarició su mejilla; al menos esa vez había usado el nombre correcto.
—Después de lo que acabamos de experimentar juntos, ¿cómo puedes necesitar tiempo para pensar?
—Porque no nos pasaremos la vida en la cama, Pedro.
—Merecería la pena considerarlo.
—Típico comentario de hombre.
—Es lo que soy —se levantó y fue desnudo hacia el cuarto de baño—. Te serviría de poco en estas circunstancias si no lo fuera —dijo por encima del hombro.
Ella no podía discutir eso y no lo intentó.
Pedro se quedó a dormir y volvió a hacerle el amor al amanecer y de nuevo cuando sonó el despertador. Las dos veces fueron maravillosas. Pero él no volvió a presionarla para que le diera una respuesta. Tal vez se sentía tan seguro de ella que no le importaba esperar, pero Pau lo agradeció igualmente.
Él se dio una ducha y se fue a casa a cambiarse para ir al trabajo. Ella se apresuró en sus rutinas matinales para no llegar tarde.
No tenía tiempo de pensar o intentar decidir qué había significado la noche anterior.
Pedro  la llamó durante la mañana, pero estaba con un cliente y no tuvo oportunidad de llamarlo hasta la hora del almuerzo.
—Había esperado que pudiéramos comer juntos, pethi mou, pero imagino que va a ser imposible.
—Por desgracia, sí —dijo ella mirando el montón de carpetas que había dejado sobre su escritorio un asesor antes de irse a casa, enfermo.
—¿Cenamos esta noche? A mamá le gustaría verte.
Si no lo hubiera expuesto así, tal vez habría dicho que no. Necesitaba tiempo para aclararse la cabeza y no podría hacerlo con un montón de expedientes que resolver. Pero le gustaba Ana Zolezzi. Mucho. No quería herir sus sentimientos.
—Me encantaría. ¿A qué hora quieres que vaya?
—Te recogeré a las seis.
—Prefiero conducir yo.
—Y yo prefiero ocuparme de ti y de tu seguridad.
—Sabes que siempre estoy vigilada. Estaré a salvo conduciendo a tu casa y de vuelta a la mía.
—Aun así, preferiría llevarte yo. Es la prerrogativa masculina.
—En una década anterior, quizá.
—Es mejor mantener ciertas tradiciones. Además, me he dado cuenta de que no te gusta conducir.
Tenía razón. No le gustaba. Odiaba el tráfico de la ciudad y habría preferido ir al trabajo en el transporte público, pero con el equipo de seguridad «secreto» que seguía cada uno de sus movimientos, no era posible. Podría haber aceptado la oferta de su padre de un coche con chófer, pero le parecía mal ir a desempeñar su trabajo de servicio social de esa manera.
Sabía conducir, simplemente no le gustaba. Y Pedro se había dado cuenta.
—Vas a ponerte cabezota con esto, ¿verdad? —dijo, pero su voz no denotó enfado. Estaba demasiado ocupada sintiéndose mimada.
—¿Lo dudas?
—No, ser cabezota es lo que mejor se te da —rió ella.
—Yo diría que después de anoche deberías considerar que tengo al menos uno o dos atributos más.
—¡Pedro! —a pesar de que nadie podía oír sus palabras, se puso roja como la grana.
Él se rió, un sonido grave y sexy, que la excitó a su pesar. Esperó a que terminase de reír.
—Te veré a las seis —dijo a modo de despedida.
—Estaré deseándolo.
Colgó él teléfono sintiéndose un poco manipulada, pero no le importó. Uno de los problemas que había tenido con sus citas era que después de haber crecido con su padre y haber tenido que luchar con uñas y dientes para conseguir la más mínima independencia, la mayoría de los hombres parecían demasiado fáciles de convencer. Al principio había pensado que eso era lo que quería.
No quería volver a ser usada ni dominada, así que salía con hombres de su mundo, que no buscaban los millones de su padre, y claramente poco agresivos. Hombres sensibles y que defendían los ideales feministas mejor que ella. Hombres que no tenía el poder personal ni la vitalidad de Pedro.
Se había cansado de las citas y no se había dado cuenta de por qué hasta que Pedro apareció en su vida y comprendió lo que echaba en falta. Quería un hombre con integridad, pero no uno que se dejara llevar del collar como un perro. No toleraría que la dominaran y si Pedro no lo sabía aún, pronto lo descubriría, pero se alegraba de que fuera tan fuerte.
Había descubierto que un hombre podía ser agresivo, poderoso y sensible a sus sentimientos. Al menos a algunos de ellos. Era más de lo que había tenido nunca, pero no era lo mismo que tener su amor. Sin embargo, Pedro estaba pendiente de ella. Que se hubiera dado cuenta de que no le gustaba conducir no era un incidente aislado.
En eso era muy distinto a su padre, por suerte.
Además, no tenía miedo de herir su frágil ego masculino porque no era sensible hasta el exceso. El que su padre lo aprobara era un arma de doble filo. Se rebelaba contra todo lo que él representaba pero, aun así, una parte de ella seguía deseando su aprobación. Tenía la esperanza oculta de que si lo satisfacía lo bastante, él la querría como se supone que un padre debería amar a su hijita.
A su padre le gustaría que se casara con Pedro, pero a ella la preocupaba que se pareciera tanto al hombre que durante veinticuatro años había lacerado su corazón una y otra vez con su indiferencia. No podría vivir el resto de su vida en ese vacío emocional con un marido. Incluso si lo amaba.
Una llamada telefónica interrumpió sus inquietantes pensamientos y no tuvo ni un minuto más libre en todo el día. Salió tarde del trabajo y tuvo que apresurarse para arreglarse para la cena.
Pedro le preguntó por su día cuando la recogió, y la escuchó todo el camino hasta su casa. Era una experiencia embriagadora ser el centro de su atención. Ella puso una marca mental en su lista, en la columna de «No es un calco de Miguel Chaves».
La ayudó a bajar del coche y ella se puso de puntillas para besar la esquina de su boca.
—Gracias —le dijo.
—¿Por qué? —el alzó una ceja.
—Por escucharme. No creo que mis intentos de mejorar la vida de mis clientes sean nada fascinantes, pero nunca me dices que me calle.
—Te equivocas —inclinó la cabeza y besó su boca.
—¿En qué? —se agarró a él para equilibrarse tras el breve pero devastador beso.
—Todo lo tuyo me interesa, pero tu deseo de ayudar a los demás es admirable y, sí, fascinante.
—Eres un hombre especial, Pedro—dijo, pero se preguntó si decía la verdad. Si todo lo suyo le interesaba, debería conocer los rasgos básicos de su naturaleza, sobre todo su necesidad de tener un vínculo emocional con él.
—Recuerda eso.
—No es algo que podría olvidar.
Él sonrió y la condujo hacia la casa.

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