Paula Chaves estaba sentada a una mesa al final del café, con los pies apoyados en la silla frente a ella. Con la cabeza apoyada en la mano ojeaba un cuaderno, intentando memorizar los puntos más importantes para el examen del día siguiente. El café estaba tranquilo, a excepción del ruido que hacía Juan en la cocina limpiando la plancha. Ella y el malhumorado y viejo solterón llevaban más de seis meses trabajando juntos en el turno de tarde y entre ellos se había forjado una estrecha relación, fuera de lo común entre compañeros de trabajo. Después de cerrar la acompañaría a la parada de autobús, charlarían de los acontecimientos del día y cada uno iría en una dirección. Le tenía cariño al viejo y sabía que él la consideraba casi como a una hija.
Cuando se abrió la puerta del café y entró un extraño, Paula levantó la vista, mirando de paso el enorme reloj que colgaba sobre la ventanilla de servir de la cocina. Eran casi las doce de la noche. Suspiró y se puso de pie con torpeza, rezando para que el cliente no pidiera nada de comer, faltaban diez minutos para cerrar y no eran horas de hacer un servicio completo. Ojalá el cliente pidiera una taza de café y se marchara pronto.
Era un hombre alto, moreno y si el instinto no le fallaba parecía estar de un humor de perros. Lo miró con recelo mientras se acercaba al mostrador, pasó dentro con cuidado al tiempo que el hombre se sentaba en uno de los taburetes. Al menos atendiendo la barra no tenía que transportar una pesada bandeja. Se fijó en cómo iba vestido y se preguntó qué estaría haciendo en aquel café un tipo de esmoquin. Al mirarle a la cara frunció el ceño. Esa cara le sonaba de algo. ¿Acaso lo conocía? No era uno de los clientes habituales del local. Sí, estaba segura de que lo había visto antes
—¿Que desea? —le preguntó.
A pesar del cansancio y las molestias que sentía, de pronto deseo haberse peinado y retocado el carmín. El hombre despertó inmediatamente su interés era el sueño de cualquier mujer. O al menos lo sería si sonriera. Por el contrario, todo en el demostraba su contrariedad. La observo un instante y Paula vio la rabia reflejada en su mirada.
El Friendly Corner Café estaba situado en la periferia del puerto de Sydney. Los clientes habituales no llevaban esmoquin ni caros relojes de oro. Llena de curiosidad, Paula se preguntaba quien sería y como había ido a parar a aquel lugar algo perdido a esas horas.
De repente su memoria se puso en marcha. Recordó los veranos junto al mar cuando ella estaba en la primera adolescencia, mucho antes de la muerte de sus padres. Joven y llena de vida, solía coquetear con los chicos mayores que ella, y Pedro Alfonso era el que mas le gustaba. Solo tenía unos cuantos años más que ella, pero había sido su chico ideal durante aquellos años. Dulce sonrió.
—¿Me da tiempo a tomarme un café? —le pregunto, mirándola sin demasiado interés antes de pasear la mirada por el solitario café.
—Cerramos a las doce —le contesto mientras iba ya a por una taza y un plato.
Aquella falta de interés la molesto. Claro que había cambiado mucho en los años transcurridos desde entonces, pero al menos podía haberla mirado con mayor detenimiento, quizás intentando recordarla. ¿Es que su cara ni siquiera le sonaba?
—Quiero decir antes de que dé a luz —dijo con una sonrisa sardónica, mirándole la panza.
Paula se puso derecha y le echo una mirada furibunda. Por muy antiguo amor que fuera, no tenía derecho a hacer un comentario tan mordaz.
—Aun faltan un par de semanas para el nacimiento del bebé. Eso le da tiempo más que suficiente para tomarse un café y marcharse
El hombre sonrió con malicia y la miró con los ojos entrecerrados.
—No es usted muy amable con los clientes, que se diga.
—A las doce menos cinco de la noche, no —saltó, plantando con fuerza el plato sobre el mostrador y posteriormente aliviada al ver que el café no se había derramado.
—No esta mal —comentó después de dar un sorbo de café.
—Esta recién hecho ¿Quiere algo más? ¿Un pedazo de tarta o un sándwich?
Hablaba mecánicamente, pero sólo lo hacia para enmascarar su curiosidad. Lo observó fascinada mientras él se bebía el café. Era más mayor, por supuesto, pero que bien le sentaban los años. ¿A que se dedicaría? De jovencito había sido un poco rebelde. Era de familia rica y él siempre había hecho alarde de su desprecio hacia lo tradicional, yendo a la playa en contra de las órdenes de su madre y juntándose con los lugareños en lugar de con los chicos de dinero.
Cuando la miro fijamente ella se estremeció. ¿Cuantas horas había soñado besarlo cuando era una adolescente? ¿Cuantas maneras había ideado para atraer su atención?
—¿De que es la tarta? —dijo en tono casi perezoso. Se veía que estaba intentando olvidar su enfado. Paula recito los cuatro tipos que quedaban.
—Son de hoy. La de cereza esta muy buena.
Sonrió de nuevo, encantada de haberlo reconocido, pero a la vez algo molesta por que el no supiera quien era ella. Seguramente sería porque no había pasado días y noches sin fin imaginando situaciones románticas con ella.
—Entonces me tomaré un trozo de la de cereza —dijo, tamborileando con los dedos impacientemente sobre el mostrador.
Después de servirlo, Paula no volvió a la mesa al final del café. De nuevo busco el reloj con la mirada. Quedaban tan solo cinco minutos para el cierre, pero no le habría dado tiempo a terminar. Suspiro con suavidad y se troto la espalda. A medida que el volumen de su vientre aumentaba, más cansada estaba al final del día. Tenía ganas de tener ya al bebé, aunque eso conllevara un montón de problemas más.
—Debería sentarse —le dijo el hombre—. En realidad, lo mejor sería que estuviera en casa metida en la cama. ¿Qué hace trabajando a estas horas?
—Es mi trabajo.
Miró a Pedro mientras colocaba las salsas sobre el mostrador. Todo él apestaba a dinero, desde el reloj de oro, al moderno corte de pelo.
—¿No está casada? —le preguntó, después de echarle un vistazo a la mano izquierda.
Sorprendida de que hubiera reparado en ese detalle y más aún de que lo comentara, Paula sacudió lentamente la cabeza, sintiéndose hipnotizada por la intensidad de su mirada.
—No, estoy...
—¿Paula, desea el cliente algo de la plancha? Voy a cerrarla —dijo Juan desde la cocina.
—No, se está tomando un trozo de tarta. Ciérrala —contestó.
Podía contarle a Pedro que era viuda, que su esposo había muerto hacía ocho meses, pero en realidad no era asunto suyo. La alianza de bodas que Paula tanto valoraba la llevaba colgada de una cadena al cuello; se le habían hinchado tanto las manos que había tenido que quitársela del dedo.
Al levantar la cabeza vio que la miraba. Enseguida se puso colorada, pero no quiso ser la primera en apartar la mirada. Entonces, sin darse cuenta, lo miró con desafío; no le gustaba el hecho de que él no la recordara.
—¿La conozco? —preguntó él, apartando la mirada de sus ojos y examinando el resto de sus facciones.
—Hace mucho tiempo que no nos vemos —dijo ella muy despacio—. ¿Recuerdas Playa Manley hace por lo menos doce años?
Él arrugó el entrecejo aún desorientado.
—¿Playa Manley? —repitió—. Hace años que no voy por allí —se la quedó mirando y de pronto pareció recordar—. Tú eres la pequeña Paula Chaves.
Ella asintió con la cabeza lentamente, preguntándose si los recuerdos de Pedro se parecerían a los suyos.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó, mirándole el uniforme con desesperación y la enorme barriga.
Levantó la cabeza y dijo con toda tranquilidad:
—Trabajo aquí, ¿no se nota?
—¿Pero no estás casada? —dijo con suavidad.
Ella se encogió de hombros, lista para contarle lo de su marido; sobre el accidente que los había privado, a ella y a su futuro bebé, de tantas cosas. Pero antes de que pudiera mediar palabra él empezó a hablar.
—¿Quieres estarlo?
—¿Cómo dices?
¿Se habría despistado de la conversación? ¿De qué hablaba?
—¿Quieres estar casada cuando nazca el bebé? —le preguntó con impaciencia.
De pronto parecía como si ya no estuviera enfadado. Se quitó el abrigo y lo colocó en el taburete vacío que había junto a él. Después se aflojó la corbata y dio otro trago de café; entonces la miró con los ojos entrecerrados.
—No creo que ocurra —le dijo ella lentamente.
Pablo estaba muerto; hacía ocho largos y solitarios meses que se había ido para siempre. Ya no volvería a ver a su marido.
—Es importante que un niño tenga un apellido —dijo Pedro.
—Tendrá un apellido, por supuesto —dijo muy enfadada.
¿Es que pensaba que el apellido de Pablo no era lo bastante bueno? ¡Ese tipo no sabía nada de ella! Claro... Creía que seguía siendo Paula Chaves. Tenía que sacarle de su equivocación.
Pedro se volvió y miró hacia la mesa donde estaban los apuntes de Paula; después la miró a ella.
—¿Estás estudiando?
Asintió con la cabeza.
—En la universidad.
—¿Tus padres te echan una mano?
—Sabes, Pedro, mi vida privada no es asunto tuyo en realidad. Me alegro de verte después de tanto tiempo, pero estoy cansada y quiero irme a casa. Si has terminado con la tarta y el café, te agradezco que me lo abones y así podré cerrar la caja.
—Eso quiere decir que no, ¿verdad?
—Sólo porque llevan más de diez años muertos —le saltó mientras se llevaba el plato vacío.
Lo pasó por la ventanilla de servir; Juan podría dejarlo en remojo hasta la mañana. El resto de los empleados de cocina ya se habían marchado. Al ir a retirar la taza de café, Pedro le agarró de la muñeca.
—Me tomaré otra taza de café —dijo suavemente, desafiándola a que se negara—. Siento lo de tus padres, Paula.
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