Ella no protestó, a su pesar. Confiaba en que no le impondría una relación sexual si ella no la deseaba. Y necesitaba su abrazo. Su mundo era un caos y Pedro, aunque había traicionado su confianza, era una isla de consuelo para su corazón atormentado.
En silencio, se metió bajo las sábanas y le hizo sitio a su lado. Le pareció que él emitía un suspiro de alivio. Él apagó la luz y la rodeó con sus brazos.
Ella no luchó, pero tampoco pudo relajarse. Seguía amándolo y sintiendo deseo por él. Pero no quería actuar al respecto. No tenía fuerzas para manejar la situación en ese momento.
Apenas le quedaba control y si él la tocaba derrumbaría las barreras que había erigido para protegerse desde que descubrió la traición de él y de su padre. Además, él tenía razón… necesitaba y quería el descanso del sueño. Necesitaba sentirse abrazada y segura durante unas horas.
Él pareció comprender y no intentó convencerla de que se relajara. Acurrucó su cuerpo grande y cálido alrededor del rígido de ella y murmuró palabras suaves y tranquilizadoras en su oído hasta que empezó a adormecerse. Poco a poco, se fue relajando y cayó en un sueño más reposado que ninguno desde la última vez que había compartido su cama.
Despertó unas horas después con la sensación de que alguien acariciaba su mejilla. Supo que era Pedro antes de que su mente recuperara la conciencia.
—Despierta, agape mou. Llegaremos pronto.
Ella parpadeó y lo vio vestido y sentado a su lado en la cama.
—¿He dormido todo el vuelo? —inquirió, incrédula.
—Necesitabas descansar.
—Eso dijiste —la noche anterior también había necesitado descansar, pero había dado vueltas toda la noche, levantándose antes del amanecer.
—Tenía razón.
—No hace falta que parezcas tan satisfecho.
—¿A qué hombre no le gusta tener razón?
—No conozco a ninguno —arrugó la nariz—. Me cuesta creer haber dormido tan bien.
—Es porque estabas en mis brazos. Confieso que yo, también, he dormido mejor que en semanas.
—Sí, bueno —se sentó, sujetando la sábana contra el pecho—, tendremos que comprarnos ositos de peluche a juego, o algo así.
—O algo así.
—¿Cuándo aterrizaremos? —preguntó.
—En media hora.
—Oh —miró a su alrededor. Había una puerta que daba al baño—. Necesito refrescarme.
—Yo te veo muy bien, pero entiendo que quieras reservar ese aspecto de haber sido amada para nuestros momentos de intimidad.
—No he sido amada.
—¿Estás segura de eso?
Ella se preguntó si estaba insinuando que la quería. No creía en el amor, pero podía haber cambiado. Su padre lo había hecho. Tal vez Pedro también había tenido un cambio emocional. Se tragó las preguntas para las que no deseaba respuestas en ese momento y lo miró fijamente.
—Me refería a que no ha habido sexo.
—En eso estoy de acuerdo. Vendrá después, creo.
—No —musitó ella, sin vehemencia alguna.
—¿Estás segura de que ésa es la palabra que dirás? —se inclinó hasta que su boca estuvo a un centímetro.
Ella abrió la boca para contestar, pero no pudo porque él la besó. Su boca la reclamó, moldeándose a sus labios y acariciándola con su lengua. Sus protestas murieron mientras le devolvía el beso con pasión.
—Hablaremos de esto después —dijo él. Se puso en pie como si no acabara de besar su alma y le dio un golpecito en la nariz—. Prepárate, Pau mou. Iré a ver cómo está tu padre —salió.
Mareada, salió de la cama y fue al baño a cepillarse el pelo y lavarse un poco antes de vestirse.
El viaje desde el pequeño aeropuerto a casa de Alejandra Schulz duró menos de una hora, pero la tensión en la limusina era palpable. Cuando aparcaron ante la modesta casa, Pau tocó el brazo de su padre.
—¿Crees que estarás bien?
—Sí —sonrió él con calidez—. ¿Qué me dices de ti?
—Tengo miedo —admitió ella, sorprendiéndose a sí misma. También estaba cambiando. Saberse querida incidía en su forma de reaccionar a los demás.
—Todo irá bien —puso la mano sobre la suya—. Créeme, cariño.
—No quiero hacer daño a Lucía—ni a su padre, ni a sí misma. Ni a Alejandra Schulz. Pero no veía como evitar cierta angustia emocional.
—Yo tampoco. Lo haremos lo mejor que podamos y confiaremos en que el resultado sea bueno.
Ella tragó saliva y asintió. Su padre salió de la limusina primero y después Pedro, que la ayudó. Rodeó su cintura con un brazo mientras iban hacia la puerta y ella lo agradeció. Se acurrucó contra él con un despliegue de afecto que no habría tenido un mes antes. Algo en ella había cambiado, sin duda.
Su padre llamó al timbre. Menos de un minuto después la puerta se abrió. Alejandra Schulz llevaba el pelo rubio y rizado recogido en una coleta y era pequeña y delgada. Estaba igual que en las fotos que Hawk le había suministrado.
Sus ojos avellana se ensancharon y oscurecieron de miedo cuando reconoció a Miguel Chaves. Miró a Pau, luego a Pedro y de nuevo a Pau.
—Eres igual que ella. Igualita que mi niña —sus ojos se llenaron de lágrimas y le fallaron las rodillas.
El padre de Pau la agarró antes de que cayera al suelo. La alzó en brazos como si no pesara más que una niña y la llevó al interior. Pedro y Pau los siguieron, y él cerró la puerta con el pie. En ningún momento dejó de rodear su cintura con el brazo.
Sólo se oían los quedos sollozos de Alejandra mientras iban a la sala de estar. El padre de Pau dejó a Helen en el sofá. Ella lo miró con ojos llenos de lágrimas, como si no pudiera creer lo que veía.
—Todo irá bien —dijo él, sentándose a su lado y tomando su mano entre las suyas.
—No puede ser —la mujer movió la cabeza y las lágrimas surcaron sus mejillas—. Sabía que este día llegaría, pero deseaba que no lo hiciera. Fui muy injusta, lo sé. He sido muy egoísta.
—Dígame por qué se llevó a mi hija —lo dijo con tanta amabilidad que Pau deseó abrazarlo. Nunca lo había visto tan paciente y amable.
—Yo… —Alejandra se esforzó por serenarse.
—Mamá, ¿qué ocurre?
Pau sintió que todo se helaba en su interior. Se apartó de los brazos de Pedro para mirar a la recién llegada, cuya voz tanto se parecía a la suya. Las lágrimas le quemaban los ojos y tuvo que parpadear para mantener cierto control.
—Lucía…
—¿Quién eres tú? —Lucía la miraba como si estuviera viendo un fantasma.
—Es tu hermana —dijo Alejandra con voz temblorosa.
—¿Mi hermana? —Lucía movió la cabeza—. No es posible —miró a su madre—. No tuviste gemelas. Lo comprobé. Siempre tuve la sensación de que faltaba algo. Así que investigué. Y soy la única hija nacida de Alejandra y Leonardo Schulz.
Pau supo que, a pesar de su compostura, su hermana temblaba por dentro. Ella misma era experta en ocultar sus emociones.
—Señorita Schulz quizá sería mejor que se sentara —Pedro dio un paso hacia Lucía y le ofreció su mano, haciéndose cargo de la situación.
—¿Quién eres tú? —exigió Lucía.
—El prometido de tu hermana, Pedro Alfonso.
—¿El magnate naviero?
—¿Lees las páginas financieras?
—A veces. Cuando me aburro. Y él es Miguel Chaves—dijo, mirando al padre de Pau.
Parecía segura de sí misma, pero Pau veía algo muy distinto en sus ojos. Reflejaban su preocupación por Alejandra Schulz y confusión e ira porque unos desconocidos hubieran llevado la inquietud a su hogar.
—Soy… —su padre se levantó—. Sí, soy Miguel Chaves—afirmó, tras aclararse la garganta.
—Ven aquí, cariño —Alejandra se incorporó, se secó las lágrimas con la mano y extendió los brazos hacia ella—. Tengo que contarte algo.
Lucía fue hacia su madre, mirando a Miguel Chaves como si fuera una serpiente a punto de atacar. Él se sentó en una silla cercana al sofá. Lucía se sentó junto a su madre. Miró a Pau, a su padre, después a Pedro y de nuevo a Pau.
—Eres igual que yo.
—Casi.
—Tienes el pelo más oscuro. No te pones reflejos.
—No.
—Y es más corto.
—Sí. Y no me depilo las cejas y peso al menos cinco kilos más que tú. No me visto a la moda y no me gusta correr —dijo Pau, mencionando una afición a la que Lucía dedicaba mucho tiempo—. Pero me encantan las películas antiguas, usamos el mismo número de zapato y también me gusta más la plata que el oro.
Alejandra Schulz emitió un sollozo.
—¿Qué ocurre, mamá? —Lucía le dio la mano.
—Por favor, no me odies. Lucía. Me lo merezco, lo sé, pero podría soportarlo todo menos eso.
—Nadie va a odiarla, señora Schulz. Solucionaremos esto —dijo Miguel Chaves con voz firme, pero amable. Pau se sintió orgullosa de él.
—Nunca podría odiarte —juró Lucía.
—Antes de que entraras en la habitación, el señor Chaves me hizo una pregunta —Alejandra movió la cabeza, con expresión resignada y firme—. Quería saber… —calló, se recompuso y siguió—. Quería saber por qué le robé a su hija.
—¿Qué? —el impacto de las traumáticas palabras reverberó a través de Lucía por toda la habitación.
Pau sintió el golpe mientras veía a su hermana ponerse rígida. De inmediato, Pedro estuvo junto a ella, rodeándola con sus brazos y sentándola a su lado. La mantuvo apretada contra él mientras Alejandra parpadeaba para dejar de llorar y tomaba aire.
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