domingo, 21 de junio de 2015

Amor Del Corazón: Capítulo 6

Miró a su alrededor. No había electrodomésticos, aparte de un tostador; tampoco había botes ni chismes en la cocina.
—¿Es suficiente la asignación?
—De sobra.
—No pareces tener muchos muebles —dijo despacio.
Ella se echó a reír, encogiéndose de hombros.
—Tenemos suficiente. Sólo somos dos personas y una es muy pequeña.                                            
—Tu bebé.
—Sofía.
Él asintió con la cabeza. Quiso haber ido al hospital cuando recibió su llamada, pero no podía marcharse de Inglaterra en esos momentos. Debería haberle preguntado por el bebé nada más verla. ¿No adoraban las primerizas a sus hijos?
—Muchas felicidades, aunque sean con retraso.
Paula sonrió de oreja a oreja.
—Me dijiste lo mismo por teléfono. Me encantaron las flores y la niña tiene el osito en un rincón de la cuna. Puedes ver a la niña luego, si quieres. Ahora está dormida.
Pedro se frotó la nuca, que se le había quedado agarrotada por dormirse en una mala postura.
Paula se volvió hacia la cocinilla para retirar el hervidor del fuego. Aclaró la tetera, la llenó de agua hirviendo y se volvió para llevarla al salón.
—Deberías haberme despertado —le dijo cuando pasó junto a él.
—He pensado que si te habías quedado dormido tan rápidamente, era porque te hacía falta descansar un rato.
Paula sirvió dos tazas de té y luego se le quedó mirando.
—Como esta es la primera vez que vienes a verme desde el día de la boda, me imagino que tienes algo que decirme. ¿Quieres anular el matrimonio ya?
Él levantó la vista, sorprendido. Se llevó la taza a los labios y dio un sorbo sin apartar los ojos de ella. Colocó la taza en la mesa y sacudió la cabeza.
—No. He venido a pedirte un favor. Y estoy dispuesto a que te merezca la pena hacérmelo.
—¿Qué clase de favor es? —dijo, mirándolo con seriedad.
—Mi abuelo está muy enfermo; los médicos dicen que se está muriendo —dijo Pedro pausadamente.
Aún no podía creérselo. Parecía estar perfectamente antes de marcharse a Inglaterra. Además, siempre había pensado que su abuelo tenía demasiado mal genio para morirse.
—Lo siento —dijo ella.
Pedro arqueó las cejas.
—No le han dado mucho tiempo de vida, Paula. Me lo he llevado a mi casa porque es mucho más grande que la suya o la de mi madre. Tiene una enfermera las veinticuatro horas, pero así no tendrá que estar en el hospital. No puedo hacer nada por él, excepto...
—¿Excepto qué? —dijo Paula al ver que se paraba.
—Paula, cuando nos casamos sabes que lo hice para fastidiar a mi madre y a mi abuelo. Quise hacer lo que me imponían, pero con mis condiciones.
Ella asintió con la cabeza.
—Muchas veces me he preguntado qué pasó cuando les dijiste que te habías casado conmigo. Sé que tu madre estaba furiosa. Me dejó bien claro que yo no era más que una caza fortunas y me prometió que pondría fin a esta farsa.
Pedro cerró los ojos unos instantes.
—Lo siento mucho. No esperaba irme a Londres tan repentinamente. En realidad, tuviste suerte. No sabes cómo se pusieron cuando se lo dije. Después de la ceremonia me fui directamente a casa de mi abuelo en Palm Beach. No estaba sólo él, también estaban mi antigua prometida, Fernanda y mi madre. Se lo conté a los tres a la vez. Fernanda juró que le había arruinado la vida y que también había arruinado mi vida, echándome la perorata de que yo era su gran amor. Mi abuelo me juró que jamás me daría el control de la empresa. Mi madre estaba horrorizada, más por la imposibilidad de aumentar su prestigio social que por otra cosa, creo yo.
Hizo una pausa. Al recordar la escena que le estaba describiendo le pareció como sacada de una mala comedia.
—¿Y tú? —preguntó Paula.
—No paraba de decir palabrotas.
Ella hizo una mueca.
—Vaya situación. Te casaste para hacerte con el control total de la empresa. Me sorprende que no hayas querido anular el matrimonio antes.
—No estoy aquí para anular el matrimonio.
—¿No?
—Conseguí el control de la empresa. Cuando mi abuelo amenazó con excluirme, le puse en evidencia. Soy un director excelente, Paula. Sé que hay otras empresas que me pagarían lo que fuera para que trabajara con ellos. Mi abuelo me enseñó bien el oficio, ¿entiendes? Entonces le dije que no necesitaba su empresa y que encontraría otro trabajo.
—¡Vaya, no había quién te parara!
Pedro se paso muy serio.
—¡No tolero que nadie me dé órdenes!
—Lo tendré en cuenta si alguna vez quisiera emitir una orden —murmuró.
La fatiga que había mostrado al llegar había desaparecido y en ese momento estaba pletórico, seguro de sí mismo, incluso un poco arrogante. Y, además, seguía siendo el hombre más guapo que había visto en su vida.
—Un mes después de nuestra boda, y probablemente por las negociaciones que estaba haciendo en Londres, mi abuelo Roberto  cedió. Fui nombrado director general de las empresas; recibí la noticia por fax.
—Te felicito.
Él vaciló, mirándola con sospecha.
—¿Qué pasa? —añadió Paula al ver la cara que ponía.
Pedro respiró profundamente y siguió hablando.
—Nada. Hacerme cargo de la empresa significó el reconciliarme con mi abuelo. Hasta que no me enteré de su enfermedad y lo organicé todo para volver a casa esta semana no me di cuenta de que fue su salud lo que le hizo cambiar de opinión, no mi matrimonio o cualquier intento de reconciliación. Cuando le dio el primer infarto hace tres meses se dio cuenta de que ya no podía controlar la compañía. Al darme el mando, lo hizo totalmente, pero me dijo que no le gustaba nuestra situación.
—¿Es por eso por lo que has vuelto a casa?
—No. Cerré el negocio en Londres. Volví como había planeado y me enteré de la gravedad de su enfermedad al llegar. Se negó a que nadie me lo contara mientras estuviera fuera. Mi secretaria se encargó de sacarlo del hospital y llevarlo a mi casa, de contratar enfermeras y de consultar con especialistas.
Se frotó los ojos lentamente.
—Tiene suerte de tenerte a ti —dijo Paula.
—¿Qué les ocurrió a tus padres, Paula?
—Murieron en un accidente de avión poco después del último verano que pasamos en la playa. La única hermana que tenía mi madre me educó hasta que cumplí los dieciocho. Luego se fue a vivir a Tasmania. Unos años más tarde murió. Llevaba enferma una temporada y eso hizo que quisiera marcharse de Sidney. Siempre había deseado vivir en Tasmania y supo que tenía que irse allí antes de que fuera demasiado tarde.
—¿Y la familia de tu marido?
—Pablo era huérfano desde que era un bebé. No tenía ningún pariente. Cuida de tu abuelo, Pedro; tienes suerte de que haya vivido tanto tiempo.
—Quiero hacer que el poco tiempo que le queda sea feliz.
—Es comprensible.
—Todavía necesito que me hagas un favor, Paula.
—Pídeme lo que quieras —afirmó, preguntándose qué iría a pedirle; ella tenía tan poco que ofrecer.
—Quiero que vengas a casa conmigo, en calidad de esposa y que finjamos ser un matrimonio feliz para llenar de alegría los últimos días de un hombre que se está muriendo.
A Pedro le entraron ganas de echarse a reír al ver la cara que ponía. Su expresión pasó de la incredulidad más absoluta a la perplejidad total.
—¿Vivir contigo? —dijo con un hilo de voz.
Eso no era parte del acuerdo inicial. El corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Vivir con Pedro? ¿Verlo a diario? Por un instante recordó aquellos viejos sueños en los que Pedro era su príncipe azul. No había esperado que se hicieran realidad de ese modo.
—Tú y el bebé; mi casa es muy grande. He puesto al abuelo Roberto en uno de los dormitorios. Siempre tiene a una enfermera con él, con lo cual no tienes que ocuparte de nada en ese sentido. Sólo quiero que estés allí, quizá que charles con él de vez en cuando y le digas lo mucho que me amas. Ya sabes, ese tipo de cosas; es decir, todo lo que está detrás del matrimonio. Quiero hacerle creer que somos felices. No será por mucho tiempo.
—¿Te has vuelto loco? Nosotros acordamos que no tendríamos nada que ver el uno con el otro. Tú pusiste esas condiciones. ¿Ahora quieres que finja ser tu amante esposa? Jamás lo creerán.
—Eres mi esposa. Sólo quiero que representes un papel. Además, dije que estuvimos enamorados en la adolescencia; entonces pensarán que hemos avivado la llama de aquel amor.
—No puedo creerme todo esto.
—Acordamos que una vez divorciados tú te irás con las manos vacías. Estoy dispuesto a cambiar eso y a abrir una cuenta de ahorro para ti y tu hija. Serás libre para volverte a casar si lo deseas, pero el dinero no volverá a ser un problema para ti. Sólo te pido que vengas conmigo a vivir y representes un papel hasta que muera mi abuelo.
—¿Crees que el dinero lo compra todo? —le preguntó, entrecerrando los ojos y arrugando el entrecejo.
—El dinero compra casi todo. Yo compré mi matrimonio, ¿no es así? —dijo con ironía.
Al oír eso se recostó sobre el respaldo con brusquedad. De momento Pedro creyó que se iba a echar a llorar, pero Paula no apartó la mirada de él.
—Quiero la anulación del matrimonio —dijo con firmeza.
—Todavía no. Primero tienes que ayudarme.
Creyó que iba a aprovechar la oportunidad de conseguir más dinero. ¿Qué le pasaba a Paula?
—No pienso engañar a nadie.
—Ya lo hicimos.
—No, sólo nos casamos; eso es todo lo que tú querías. Dijiste que no habría más.
—Las cosas han cambiado.

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