—Sí. Y mis cejas tienen su forma natural, y peso como mínimo cinco kilos más que tú. No me visto tan a la moda y no me gusta correr —dijo, mencionando el ejercicio predilecto de Paula—. Pero me encantan las películas antiguas, tenemos el mismo número de pie y también prefiero la plata al oro en las joyas.
Su madre emitió un sonido angustiado que reflejó los sentimientos caóticos que estallaban en su interior. Pero años ante una cámara le permitieron mantener a raya su agitación interior.
Tomó la mano de su madre.
—¿Qué sucede, mamá?
—Por favor, no me odies, Paula. Me lo merezco. Lo sé, pero puedo soportar todo menos eso.
La sorpresa le impidió manifestar una negativa. ¿De qué hablaba su madre? ¿Qué estaba reconociendo?
—Jamás podría odiarte —aseveró.
—Antes de que entraras, el señor Schulz formuló una pregunta. Quería… —titubeó, se recobró y continuó—: Quería saber por qué le había robado a su hija.
Paula sintió como si hubiera recibido un golpe mortal.
—¿Qué?
Entonces su madre se puso a hablar, contando una historia que tenía una terrible lógica. Había perdido al bebé que esperaba debido al mismo accidente que le había arrebatado al marido amado. Había caído en una especie de depresión posparto o psicosis temporal. Había estado en el hospital la noche en que la mujer que había dado a luz a Paula y a su hermana había fallecido.
Algo se había roto dentro de ella, y Alejandra Chaves había secuestrado a uno de los bebés, creyendo que era su propia Paula en vez de la hija de la mujer muerta. El señor Schulz asintió, como si entendiera cómo había podido acontecer algo tan terrible.
Paula pensó que tenía que ser un de los hombres más extraordinarios que había conocido No gritaba ni amenazaba ni nada por el estilo.
—No me preguntes cómo logré sacarte del hospital, porque no lo recuerdo. Cuando te tuve en casa, con todas las cosas para un bebé presentes, pensé que eras mi pequeña Paula —la voz se le quebró—. Te quería muchísimo y eras lo único que me quedaba.
Paula le pasó un brazo por los hombros, devolviéndole parte del consuelo que su madre le había ofrecido a lo largo de los años.
—Está bien, mamá —ésta movió la cabeza y continuó hablando. Había vivido y creído la fantasía durante cinco años—. Pero algo te hizo recordar —añadió con gentileza.
—Vi un artículo sobre Miguel Schulz en una revista económica —miró al resto de las personas presentes allí—. Soy analista financiera.
—Lo sabemos —musitó Miguel.
—Claro —volvió a respirar hondo y juntó las manos temblorosas—. El artículo mencionaba la desaparición de su hija, y de pronto lo supe. No recordaba habérmela llevado, pero sí recordé la muerte de mi bebé y supe que la pequeña a la que quería más que a mi vida era de otra persona.
—No entiendo… tú me habrías devuelto. Mamá, te conozco… —su madre jamás le habría arrebatado una hija a un padre en cuanto comprendió la verdad.
—Sí. Lo intenté. Tenía que investigarlo. No podía entregarte a un desconocido, aunque fuera tu padre biológico.
La miró con una expresión que le partió el corazón.
Las palabras que siguieron no encajaban con el hombre que en ese momento era tan amable y compasivo. El cuadro que su madre pintó de Miguel Schulz era de un hombre implacable, un tiburón financiero despiadado y un padre terrible… frío, emocionalmente distante y en absoluto interesado en la hija que le quedaba.
Alejandra miró a Schulz, el padre de Paula, como si no pudiera terminar de creer que era el hombre al que describía, y luego miró de nuevo a Paula.
—Tú eras una niña tan adorable y afectuosa. Te habrías marchitado y muerto bajo ese tipo de cuidados. No pude hacerlo. No pude devolverte. Y él jamás cambió. Lo vigilé y vi cómo enviaba a su hija Delfina a un internado cuando apenas tenía ocho años —se le llenaron los ojos de lágrimas al mirar a Delfina—. Me dolía tanto verte tratada de esa manera. Quería a tu hermana con todo mi corazón y a ti por delegación. No podía cambiar tu vida, pero no podía dejar que tu padre le hiciera lo mismo a Paula.
—Lo entiendo —repuso la gemela de Paula con sinceridad—. Me alegro de que mi hermana escapara de tener una infancia como la mía. Me alegro de que estuviera usted para quererla.
Paula no podía aceptar eso y no comprendía cómo lo aceptaba Delfina.
—Pero ella me necesitaba. Si me hubieras devuelto, nos habríamos tenido la una a la otra.
—Pensé en eso, pero no fui capaz de sacrificar tu felicidad por la de ella —su madre enterró la cara entre las manos y comenzó a llorar—. Lo siento.
El hombre que acababa de descubrir que era su padre se sentó del otro lado de la mujer que siempre había creído su madre. Simplemente la abrazó. Paula no pudo evitar quererlo en ese instante. Sin importar la clase de padre que hubiera sido para Delfina, estaba siendo lo que tanto su madre como ella necesitaban en esas circunstancias.
—Si mi padre biológico era tan horrible, ¿por qué ahora no la amenaza con enviarla a la cárcel o le grita? —le preguntó a Delfina.
—Estuvo a punto de morir hace un par de semanas y eso lo cambió. Creo que al final me quiere de verdad y sé que te va a querer a ti.
Su hermana aún estaba insegura del amor de su padre. Eso debía doler mucho.
—Pero ¿y mamá? —no pudo evitar preguntar.
—A tu madre no le va a pasar nada. Papá no le quiere hacer daño y yo tampoco. Yo sólo quiero conocerte. También me gustará conocerla a ella, si me deja. Fue una buena madre para ti. Cuidó de ti y, después de oír su historia, estoy convencida de que no hizo nada con mala voluntad.
—¿Eres real? —quedó impresionada con la compasión de esa mujer que era su hermana—. Nadie reacciona de esa manera ante algo así.
Hernán rió, abrazando a su novia.
—Delfina es una mujer especial.
—Me alegro —su control se resquebrajó durante un segundo al pensar cómo había crecido su hermana, y le tembló el mentón, pero consiguió controlarlo—. No quiero que mi madre sufra —reiteró.
—No lo haré —afirmó su padre con convicción—. Se comportó mejor que yo con mi hija. Dejé de buscarte al año. No tengo excusa para eso. Fui un pésimo padre para tu hermana, pero ella me quiso a pesar de todo.
—Hay padres peores que lo que fuiste tú, mucho peores —dijo Delfina.
Paula quiso abrazarla.
—Gracias, cariño —dijo Miguel—, pero cuando recuerdo las veces que tus ojos, tan parecidos a los de tu madre, me suplicaban que mostrara un destello de afecto sin que yo lo hiciera… Jamás me lo perdonaré.
—Realmente fuiste un canalla —musitó Paula.
Él se sobresaltó.
—Sí. Lo fui y agradezco al cielo que Delfina jamás se rindiera conmigo. He visto los errores cometidos. Quiero compensarlos. Creo que ahora podemos construir una familia. Todos, si están dispuestos.
—No dejaré a mi madre fuera.
—Igual que Delfina , yo también apreciaría la oportunidad de conocerla.
Al oír eso, su madre se apartó de los brazos de él y se secó la cara.
—He estado tan aterrorizada durante años. No puedo creer que las cosas se desarrollen de esta manera.
—No habría sido así… hace unas semanas.
—Menos mal que no me encontraste entonces —dijo paula con absoluta franqueza.
A partir de ese momento, la visita continuó de forma más positiva. Delfina habló poco, pero Paula no la culpó de ello. Todo era tan extraño. Acababan de volver su mundo del revés y le costaba no mostrar el dolor que la desgarraba. Su madre no lo necesitaba, desde luego, pero tampoco quería compartirlo con ninguno de ellos.
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