sábado, 6 de junio de 2015

Un Juego De Gemelas: Capítulo 4

—No —si lo hacía, tendría que ser «no». Y su corazón, a un tiempo, exigía y rechazaba esa respuesta.
—¿Es por mi pasado?
—No sé bastante de tu pasado para considerarlo siquiera —lo miró—. Y espero que no estés sugiriendo que soy una esnob que sólo se casaría con alguien nacido en el mismo mundo privilegiado que yo.
—No estoy diciendo eso, no. De hecho una de las cosas que me atrae de tí es que te niegues a juzgar a las personas basándote en su origen.
—Me alegro, porque en eso no quiero cambiar.
—¿Pero estás dispuesta a cambiar en otras cosas?
—La gente madura… el cambio es inevitable, pero ese aspecto de mí seguirá conmigo.
—Me alegro.
—Pero estás molesto porque no he aceptado tu propuesta ahora mismo.
—Molesto, no… decepcionado. Pensé que verías las ventajas de un matrimonio entre nosotros.
Estaba decepcionado, pero no dolido. Eso implicaba que sus sentimientos no estaban involucrados. Y era mala señal. Ella se mordió el labio.
—Lo siento. No soy como mi padre y como tú. No tomo decisiones personales basándome en la lógica empresarial.
—¿En qué las basas?
—Sentimientos.
Los labios de él se curvaron con disgusto, como ella esperaba. Su padre y él tenían mucho en común, quizá demasiado. Supuso que su compromiso emocional le importaría tan poco como a su padre.
—Lo sé —bebió agua—. Es una palabra sucia para hombres como tú y como mi padre, pero así vivo mi vida. Tendrás que darme tiempo para pensarlo.
Siguieron unos minutos de silencio.
—Guárdalo en tu bolso —empujó la cajita hacia ella—. Hablaremos de la proposición más adelante.
Ella se preguntó por qué quería que se quedara con el anillo. Tal vez creía que si lo aceptaba le resultaría más difícil decirle que no y devolvérselo. Era lo bastante astuto para considerar todos los ángulos.
—Por favor, quédatelo hasta que te responda.
—Prefiero que te lo quedes tú.
—¿Incluso si te rechazo?
—Pedí que hicieran el anillo para tí. Contestes lo que contestes, es tuyo.
Tras esa frase, incapaz de contener la curiosidad, ella abrió la caja. Era una piedra tallada en cuadrado del mismo color que sus ojos. Azul aguamarina. Había dos diamantes perfectos, uno a cada lado, un poco más pequeños que la piedra central.
—Una belleza —musitó, embargada por la emoción.
—Igual que tú.
—Yo no lo soy —rechazó esas palabras vacías.
—Después de todo lo que hemos dicho sobre la honestidad, ¿crees que mentiría sobre algo así?
—Creo que quieres halagarme, pero tengo espejos. Soy pasable. Deberías ver fotos de mi madre. Ella era una belleza —no dijo que, además, se había llevado el corazón de Miguel Chaves a la tumba consigo.
—Ya conoces el dicho, la belleza depende del ojo que la mire. Para mí eres muy bella, Paula.
—Los falsos halagos no conseguirán que acepte tu propuesta de matrimonio.
—No son falsos —casi gruñó él. Había conseguido enojarlo de nuevo.
—Si tú lo dices.
—Lo digo. Tu belleza es intemporal y muy atractiva para un hombre con mis orígenes.
—No entiendo —se preguntó qué tenían que ver sus orígenes con el tema.
—Eres bondadosa. Compasiva de verdad. Intentas mejorar la vida de aquéllos que han nacido sin tus ventajas. Llevas la preocupación por los demás grabada en el alma. En eso me recuerdas mucho a mi madre. Físicamente eres perfecta. Tus rasgos son suaves y femeninos, tu cuerpo un deleite para mis sentidos, en especial para la vista. Aunque enciendes mi deseo, eres elegante y refinada, incluso con vaqueros y camiseta. Estas cosas son bellas para mí.
Ella no supo qué decir. Era obvio que hablaba con sinceridad y eso hizo que su corazón, que ya estaba junto al abismo del precipicio del amor se lanzara en picado al dulce abismo. Acababa de demostrarle que sí sabía algo sobre la mujer que era bajo la piel, independientemente de la imagen de hija de hombre rico.
—La educación privada y las clases de conducta social hacen maravillas —dijo, intentando quitarle importancia, aunque su corazón se expandía y contraía a tal velocidad que casi se sentía mareada.
—Naciste con esas características, no son algo que se pueda aprender.
—Tú las aprendiste —refutó ella.
—Estoy lejos de ser compasivo y bondadoso.
—No estoy de acuerdo —ella había visto cómo trataba a su madre—, pero no me refería a eso.
—¿A qué entonces?
—A encajar en la sociedad que nos rodea —indicó el restaurante con un gesto de la mano.
—Yo no encajo.
—Sí que lo haces.
Pero, en cierto sentido, él tenía razón. Llevaba el traje hecho a medida como si hubiera nacido en él, pero lo rodeaba un aura de poder que provenía del trabajo duro y el empeño, no de haber nacido rico. Estaba su leve acento griego y su forma directa de hablar. Eran indicios de un hombre hecho a sí mismo, no nacido en ese mundo.
Pero ella tampoco encajaba perfectamente. Todas sus idiosincrasias nacían en su interior y sólo se notaban tras un examen detallado. En eso se parecían.
—Háblame de tu infancia.
—¿Por qué? —los ojos de él se agrandaron.
—Quiero saber.
—¿Y si no quiero hablar? —tensó la mandíbula.
—Haré que te investiguen —sonrió al ver su expresión de asombro. Después él se echó a reír y rió con él, enamorándose aún más.
—Nací en Grecia.
—Eso lo sabía —se burló ella.
—Vivimos allí, con mi abuelo, hasta que cumplí diez años.
—¿Vivimos?
—Mi madre, su única hija, y yo
—¿Dónde estaba tu padre?
—Desaparecido y no tanto.
—¿Qué quiere decir desaparecido y no tanto? —un día antes ella habría respetado las barreras que percibía en él, pero un día antes no le había propuesto matrimonio.
—Era un turista americano de apellido Alfonso. Sólo estuvo en la isla un par de días. Cuando mi madre descubrió que estaba embarazada, hacía tiempo que se había ido. Mi abuelo contrató unos abogados y se encargó de que llevara el apellido de mi padre para evitar el escándalo —Pedro no sonó condenatorio, al menos respecto a su madre.
—Eso debe haber sido muy difícil para ella.
—Sí. Pero podría haber sido peor. Mi abuelo no la echó de casa, a pesar de la vergüenza que le acarreó su embarazo. Nos apoyó a ambos los años siguientes.
Ella se preguntó a qué precio. Era obvio que Pedro no había salido de aquel hogar sin cicatrices.
—¿Y tu abuela?
—Había muerto el año anterior. El abuelo solía decir que era una suerte, porque la vergüenza la habría matado.
—Suena como un hombre duro.
—Lo era. En ciertos sentidos. Pero quería a mi madre y se ocupó de ella aunque lo sucedido iba en contra de todos sus principios.
—Era muy joven —Ana Zolezzi debía haber sido una adolescente cuando tuvo a Pedro, pues apenas aparentaba cuarenta años. Debía tener algunos más, pero Pau no podía aventurar cuántos.
—Tenía dieciséis años. El abuelo la perdonó, pero nunca perdonó al hombre que la dejó embarazada.
—¿Eso de: «Sólo un hombre sin honor tomaría la virginidad de una mujer con la que no está casado»?
—Sí. Y la sangre de ese hombre corre por mis venas.
Ella se preguntó si su abuelo también le había repetido eso pero no lo dijo.
—No puedes saber que no la habría apoyado, si hubiera sabido lo del embarazo, quiero decir.
—Sabía que era virgen, pero la dejó. Nunca volvió. No le importaba.
—Tal vez. Seguramente no era mucho mayor que ella. Podría haber razones por las que no volvió.
—Sí. Que era un adolescente irresponsable que no debería haberse abierto la bragueta si no estaba dispuesto a afrontar las consecuencias.
—Como has dicho, era un adolescente. Probablemente ni se le ocurrió que hubiera consecuencias.
—La ignorancia no cambia el resultado final.
—No. Pero me cuesta creer que el hombre que te engendró careciera de sentido de la responsabilidad.
—Eso lo he heredado de mi abuelo y de mi madre.
—No sabes lo que heredaste de tu padre…, porque no lo conoces —discutió ella. Le parecía importante hacerle comprender que no todo en la vida era blanco o negro como le había inculcado su abuelo.
—¿Qué? ¿Temes que transmita mi mala sangre?
—Odio ese dicho. Es injusto. Incluso si él hubiera sido un desalmado, no influiría en quién eres tú hoy.
—No todo el mundo ve las cosas así.
—Lo sé, pero yo tengo razón.
—Veo que no soy la única persona arrogante sentada a la mesa.
—Saber cuándo tengo razón no es arrogancia —arguyó ella.
—Tendré que recordar esa defensa —él sonrió.
—Por cierto, me alegro de que tu padre se abriera la bragueta, y seguro que tu madre también.

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