miércoles, 24 de junio de 2015

Amor Del Corazón: Capítulo 20

Paula dudó unos instantes cuando a la noche siguiente se puso el vestido que se había comprado para la fiesta. Se había pasado la mañana del viernes arreglándose el pelo y maquillándose. Los zapatos de tacón alto le hacían juego con el azul oscuro del vestido y las medias de nailon le hicieron sentirse bastante elegante. El vestido era ideal, a no ser que planeara estar a cierta distancia de Pedro. Por delante daba la impresión de ser un vestido bastante recatado, pero sólo hasta que se volvía de espaldas. El escote era sumamente provocativo. Se sentía muy sexy con él puesto; jamás había llevado un vestido tan insinuante.
Pero estaba introduciéndose en un terreno totalmente nuevo para ella y necesitaba todo el apoyo posible.
Paula tenía que bajar. Pedro le había dicho que el coche estaría preparado a las ocho menos diez. Lo que menos deseaba era hacerle esperar o darle a Ana una excusa para que soltara uno de sus mordaces comentarios. Pero llegado el momento, no estuvo segura de si podría o no hacerlo. Una cosa era que la dependienta le dijera lo bien que le quedaba el vestido y otra bajar y ver a Pedro.                
Tragó saliva y respiró profundamente. No era más que un vestido.
Cuando Paula llegó al inicio de las escaleras, Pedro estaba hablando con Ana en el vestíbulo. Respiró hondo y empezó a descender con suavidad, con los ojos fijos en Pedro. Él levantó la vista y la miró de forma enigmática mientras seguía bajando. Llevaba puesto el mismo esmoquin que la primera noche que lo vio en el café. Lo había visto con vaqueros y camisetas, con traje y también sin camisa. Pero con el esmoquin estaba guapísimo.
Esperó que le gustara el vestido que había elegido para aquella velada. No tenía intención alguna de avergonzarlo. Cuando llegó abajo, el corazón empezó a latirle a toda prisa. Los sentimientos que la invadieron le daban miedo y no quería que se intensificaran.
Ana se volvió y frunció la boca y Paula pensó que debía avisarla que le saldrían arrugas si no dejaba de hacer ese gesto; pero sabía que a Ana le molestaría el comentario.        
Al llegar abajo Paula sonrió temblorosa.
—Espero no haberlos hecho esperar.
—José lleva cinco minutos esperando fuera —le espetó Ana.
 Elegantemente vestida con un traje plateado hasta los pies y el pelo recogido en un elaborado moño, Ana era el ejemplo perfecto de una de esas personas que figuran mucho en sociedad. Llevaba diamantes al cuello y pendientes a juego, que brillaban cuando movía las manos.
—Pero normalmente siempre está listo unos minutos antes de lo previsto, ¿no? —dijo Pedro con soltura.
Paula sonrió, agradeciendo sus palabras.
—¿Sofía está dormida? —le preguntó mientras cruzaban el vestíbulo.
—Sí, ha...
—¡Santo Dios, no puedes ponerte ese vestido! —gritó Ana horrorizada cuando Paula pasó delante de ella—. ¡Es de lo más escandaloso!
Paula se volvió y miró a Pedro con mirada interrogante. De nuevo le invadieron las dudas. ¿Sería eso cierto?
—Sube a cambiarte inmediatamente —le ordenó Ana.
—Madre —Pedro habló con tranquilidad, pero había un claro trasfondo de severidad en su voz—. Tu comentario está fuera de lugar. Paula no es una chiquilla para que le des órdenes y aunque lo fuera no es hija tuya. El vestido es más que apropiado. Sabes que en este acto veremos algunos modelos de lo más extravagantes. El vestido de Paula no tiene nada de malo.
Pedro estudió el vestido desde todos los ángulos y esbozó una sonrisa.
—Creo que está preciosa —se acercó a Paula para que sólo ella pudiera oírlo—. ¡Y tremendamente sexy!
Paula le sonrió emocionada.
—Apenas si tiene espalda —dijo Ana, con los ojos como platos.
—Es un vestido muy escotado, pero yo no diría tanto como que no tiene espalda —respondió Pedro—. Debería haberte comprado un collar o algo para acompañarlo; o quizá unos pendientes de diamantes.
Paula sacudió la cabeza.
—El vestido está bien sin ponerme nada y no me gustan mucho las joyas. Ya tengo mi anillo de bodas.
Levantó la mano al decirlo y Pedro la agarró, apretándosela un instante y mirándola fijamente a los ojos. ¿Estaría recordando las promesas que había repetido en la cama esa mañana?
Ana estaba furiosa y a Paula se le cayó el alma a los pies. Lo que menos falta le hacía en ese momento eran las discrepancias de aquella mujer. Pero a Pedro  le había gustado el vestido, y eso era suficiente. Deseó que pudieran ir los dos solos y no tener que escuchar las críticas de Ana al menos una noche.
—Sólo con llevarla a la fiesta y presentarla como tu esposa ya vas a causar un gran revuelo. Me pongo enferma sólo de pensar en los comentarios que levantará vestida así —dijo Ana con altivez.
—Creo que podré soportarlo, madre. Como bien has dicho antes, creo que José está esperándonos. Las damas primero.
Pedro se sentó en medio de las dos mujeres. Paula  hizo lo posible por no pensar en las palabras de Ana y se distrajo mirando por la ventanilla mientras José cruzaba el Harbor Bridge. Las luces de Sidney brillaban en la suave luz del crepúsculo. El cielo estaba despejado y pronto lleno de estrellas, que proporcionarían un marco incomparable a la ciudad.
Las aceras del Hotel Intercontinental estaban abarrotadas de mirones, que observaban la entrada en el hotel de las elegantes y modernas personalidades. El salón era inmenso. Brillantes lámparas de araña iluminaban la escena y los coloridos atuendos, las joyas y los trajes de etiqueta llenaban el salón. Había una orquesta tocando y algunas parejas bailaban ya sobre el enorme espacio central. A la izquierda había mesas y sillas para sentarse. A la derecha largas mesas repletas de canapés alineadas junto a las paredes. Los camareros circulaban entre los invitados, que se apiñaban en pequeños grupos, charlando o contemplando a los que bailaban.
—Allí están los Taylor, creo que iré a saludarlos —dijo Ana.
—José volverá a las once a recogerte —dijo Pedro.
Ana lo miró.
—¿No van a volver conmigo?
—Ya veremos cómo nos lo pasamos antes de comprometernos. Si no volvemos contigo, José puede venir a recogernos más tarde.
Ana ignoró a Paula, diciendo que buscaría a Pedro antes de marcharse y seguidamente dándose media vuelta en dirección a donde estaban sus amigos.
Paula deseó poder gritar dando gracias, pero optó por ser prudente.
—A veces es una cruz —dijo Pedro.
—Es tu madre —replicó Paula con diplomacia.
—¿Te apetece beber algo?
—No me importaría tomarme un vino.

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