miércoles, 17 de junio de 2015

Un Juego De Gemelas Parte 2: Capítulo 21

Y lo fue. Se mantuvieron próximos a la costa para disfrutar de las vistas espectaculares, lo que, al mismo tiempo, les brindó mucha intimidad. A bordo iba una pequeña tripulación que se ocupaba de todo, como si se alojaran en un hotel exclusivo. Pero mejor.
Paula  pasó mucho tiempo de la siguiente semana con una sonrisa en la cara.
Regresaban al puerto cuando Pedro se le acercó hasta donde se hallaba junto a la barandilla. El sol cálido le acariciaba la piel junto con una brisa que hacía que el cabello flotara alrededor de su cara.
Un brazo fuerte le rodeó la cintura.
—Estamos cerca de casa.
—¿Cuánto queda hasta que lleguemos?
—Un par de horas, puede que menos.
—Entonces, ¿nuestro idilio se ha acabado?
—Sí, o está próximo —le besó la cabeza—. Tenemos que hablar.
Ella giró en sus brazos.
—Aún no. No quiero discutir del futuro todavía. Nos quedan dos horas antes de que se agote nuestro tiempo especial.
Las dos horas se extendieron hasta la noche, cuando decidieron cenar en el yate y luego hacer el amor y dormir en el barco atracado.
La mañana siguiente todo se aceleró… Pedro tenía negocios que habían estado esperando su retorno, y Paula debía hacer las maletas para el vuelo de la tarde. El plan era que Pedro la llevara al aeropuerto, pero tuvo que asistir a una reunión de muy alto nivel y no pudo dejarla.
Su móvil sonó mientras aguardaba para embarcar. La mitad del pasaje ya había subido al avión.
—¿Hola? —contestó.
—Paula, soy Pedro.
—No pensé que pudieras llamar antes de que tuviera que irme.
—Salí de la sala de juntas con la excusa de que necesitaba una pausa biológica.
Ella rió.
—Gracias.
—Ya te echo de menos.
—Yo también.
—Aún no hemos hablado del futuro. Hay algo que he de decirte.
—¿Sí?
—Me marcho a Praga dentro de una semana.
—Vaya —siempre había querido conocer la República Checa—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Es para un proyecto a largo plazo.
—Comprendo —suponía que no era muy diferente que él viviera en España. Los vuelos para las visitas serían más largos, nada más. Anunciaron la última llamada para embarcar—. He de irme, Pedro.
El soltó algo parecido a un juramento.
—Estaba pensando en ir a California la semana próxima.
De pronto ella se sintió tan ligera como el aire.
—Eso me gustaría.
—Te veré entonces.
—Estupendo —cortó con una sonrisa y corrió hacia puerta de embarque.
Su madre estaba en el aeropuerto para recogerla. Todo el trayecto a casa hablaron de Pedro.
—Cariño, me alegro tanto de verte feliz.
—Es maravilloso, mamá. No sé cómo vamos a establecer nuestra relación a larga distancia… en particular porque estará en Praga durante una temporada, pero el esfuerzo vale la pena. No pensaba que te pudieras enamorar tan deprisa, pero lo he hecho.
—¿Se lo has dicho?
—No. Supongo que me da un poco de miedo que no sea real, y él no ha dicho nada.
Su madre asintió y le guiñó un ojo en gesto de complicidad.
—A los hombres a menudo les resulta difícil expresar verbalmente sus sentimientos.
—¿A papá le pasó eso?
—No. De hecho, él se movió demasiado deprisa para mí. Se declaró en nuestra segunda cita, y yo no acepté durante casi los dos meses siguientes. Era cautelosa —su rostro mostró un viejo dolor—. Si hubiera sabido el poco tiempo del que dispondríamos juntos, lo habría arrastrado hasta un juez de paz en nuestra primera cita.
—Pensé en eso cuando decidí… arriesgarme, bueno… aceptar la intimidad con  Pedro. No fue algo consciente, pero experimenté la impresión de que debía agarrar el momento.
—Me alegro de que lo hicieras, cariño.
—Yo también.
Se alegró aún más cuando  Pedro la llamó más tarde ese mismo día para asegurarse de que había llegado bien. Para él era casi de madruga. Hablaron de lo que haría en Praga y de la exposición de baúles por la que ella había regresado a California.
—Necesitas descansar, querida —le dijo Pedro—. Te llamaré para comunicarte cuándo estaré en California.
—De acuerdo —gruñó, irritada por primera vez desde que tenía uso de memoria por la intrusión de tener que hacer lo mejor para su carrera.
Al día siguiente se ejercitaba con el afán de despejar la mente y estirar las extremidades después de un día duro de pruebas y más pruebas de vestuario cuando sonó el timbre. Su madre no le había dicho que esperara a alguien, pero podía tratarse de un vecino. Unas voces procedentes del salón atrajeron su atención y decidió investigar.
Se detuvo en el umbral, tratando de asimilar la escena que tenía delante. Su madre estaba sentada en el sofá con un hombre atractivo que tenía aproximadamente la misma edad. Le pasaba un brazo por los hombros y ella lloraba.
Paula jamás había visto llorar a Alejandra Chaves, mucho menos dejar que un hombre la tocara. No se movió cuando su madre habló con voz trémula.
—Sabía que llegaría este día, pero no dejaba de esperar que no fuera así. No he sido justa, lo sé. He sido muy egoísta.
El hombre le dedicó a su madre una mirada llena de dolor propio y compasión.
—Dígame por qué se llevó a mi hija.
Todo en el interior de Paula se paralizó. ¿De qué hablaba ese hombre y por qué su madre no le decía que estaba loco?
—Yo… —comenzó su madre, pero no fue más lejos.
Alejandra estaba a punto de desmoronarse; Paula pudo verlo y no iba a permitirlo. Su madre odiaba perder la ecuanimidad, en especial delante de desconocidos.
—Mamá, ¿qué está pasando?
Un movimiento a su izquierda captó su atención. Ahí había otra mujer de edad similar a la de ella. El corazón le dio un vuelco al comprobar que se trataba una imagen casi perfecta de sí misma. Un hombre alto y de pelo oscuro se hallaba de pie detrás de su «doble», con postura evidentemente protectora.
Unos ojos idénticos a los suyos en color y forma brillaban con lágrimas.
—Paula…
—¿Quién eres? —preguntó Paula, profundamente molesta porque esa desconocida pareciera estar al corriente de su identidad mientras ella se encontraba en la ignorancia, aunque no lo reflejó.
—Soy…
Pero igual que la madre de Paula, esa mujer no daba la impresión de saber qué decir, y también calló.
—Es tu hermana —anunció su madre.
Su madre, que no tenía más hijos que ella.
—¿Mi hermana? —movió la cabeza—. No. No es posible. No diste a luz a gemelas. Lo comprobé. Siempre sentí como si faltara algo, ¿sabes? —divagaba, pero… nada tenía sentido—. Así que lo comprobé y no había otra partida de nacimiento. Yo fui el único bebé nacido de Alejandra y Leonardo Chaves.
El hombre joven dijo:
—Señorita Chaves, tal vez debería sentarse.
—¿Quién es usted? —demandó Paula, apartándose de él.
—Soy el novio de su hermana, Hernán Paz.
—¿El magnate de la industria naviera?
—¿Lee la sección de economía y finanzas?
—A veces. Cuando estoy aburrida en una sesión —¿por qué le hacía preguntas tan mundanas cuando todo su mundo se estaba fragmentando a su alrededor?—. Y usted es Miguel Schulz —le dijo al hombre sentado junto a su madre.
¿Quiénes eran esas personas? Lo sabía, claro pero ¿quiénes eran en relación con ella? ¿Qué hacían en su casa, hablando con su madre?
El hombre mayor se puso de pie.
—Soy… —carraspeó—. Sí, soy Miguel Schulz.
Su madre se irguió, se secó las lágrimas y luego las manos sobre los vaqueros, extendiendo los brazos como tantas veces había hecho cuando Paula necesitaba consuelo.
—Ven aquí, cariño. He de decirte algo.
Reacia a rechazar a su madre cuando se la veía en esa evidente angustia emocional, fue lentamente hacia ella. El señor Schulz se apartó y fue a sentarse en un sillón junto al sofá. Paula dejó que su madre la hiciera sentar junto a ella.
Miró a la mujer que su madre había dicho que era su hermana.
—Eres igual que yo.
—Casi —se encogió de hombros.
Ella mejor que nadie estaba preparada para catalogar una lista de diferencias superficiales.
—Tienes el pelo más oscuro. No lo resaltas en absoluto.
—No.
—También está más corto.

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