¿Qué iba a hacer? No tenía dinero. No tenía una residencia permanente. No tenía familia. No, no podía criar sola a ese bebé… Tendría que decírselo a Pepe esa noche, pero la idea la aterraba. ¿Cómo reaccionaría cuando supiera que estaba embarazada?
Pedro estaba de un humor de perros cuando llegó al edificio en Midtown Manhattan que albergaba la sede de su corporación empresarial Liontari Inc.
–Buenos días, señor Alfonso –lo saludó el conserje.
–Buenos días, señor –lo saludó la recepcionista.
Varios empleados más lo saludaron también mientras cruzaba el enorme vestíbulo, pero se apartaban rápidamente al ver su expresión iracunda. Hasta su chófer, José, que lo había recogido después de que se despidiese de Paula, había sido lo bastante juicioso como para no intentar darle palique durante el trayecto. Estaba furioso consigo mismo porque no había sido capaz de decirle a Paula su verdadero nombre. Había cedido a la tentación de posponer su confesión; se había convencido de que si le suplicara que lo perdonase, en su mansión, solos los dos, después de haberle hecho el amor una última vez, tal vez… Pero ahora tendría que confesarle su verdadera identidad en medio de una fiesta, rodeado de la gente poderosa y cruel a la que daba el nombre de «Amigos». Además, ¿En serio creía que, independientemente del momento o el contexto en que le contara la verdad, Paula sería capaz de perdonarle por lo que había hecho?
A solas en su ascensor privado, Pedro apretó los dientes y pulsó el botón del ático. Paula era distinta a todas las mujeres que había conocido: No ocultaba nada; sus emociones se traslucían en su rostro. Incluso había sido virgen antes de su primera noche juntos, cosa que jamás habría creído posible con lo atractiva que era. Había sido un error haberla buscado, aunque tampoco podría haber imaginado entonces que acabarían acostándose. Sobre todo después de que él hubiera enviado al padre de Paula a prisión. Un año atrás su abogado había oído que un marchante de arte de poca monta, Miguel Chaves, había conseguido hacerse con el cuadro Afrodita con pájaros, un Picasso que él llevaba buscando desesperadamente más de veinte años. Su abogado había concertado una cita con el marchante en su bufete, pero nada más ver el cuadro él había sabido que era falso. Lo había enfurecido tanto aquel engaño, que le había ordenado a su abogado que demandase al marchante por intento de estafa. Más adelante había descubierto que aquel hombre había estado vendiendo falsificaciones de pintores poco importantes durante años. Su error había sido querer jugar en la liga de los falsificadores de grandes artistas con aquel Picasso y tratar de vendérselo precisamente a él. El juicio al viejo marchante había causado un auténtico revuelo en Nueva York cuando se había sabido que él era el demandante, aunque ni siquiera había asistido. Solo había sentido remordimientos cuando el juicio hubo terminado y su abogado le habló de la hija del marchante, que no había faltado un solo día, sentada siempre detrás de su padre, y de cómo, tras el veredicto de seis años de cárcel, lo había abrazado y llorado amargamente. Era evidente que había creído en su inocencia hasta el final.
Hacía unos meses, al enterarse de que el marchante había muerto en prisión, una extraña sensación de culpa se había apoderado de él, y no había sido capaz de sacudírsela de encima. Por eso el mes anterior había ido a la cafetería de Brooklyn donde trabajaba de camarera su hija, para asegurarse de que estaba bien y dejarle una propina anónima de diez mil dólares. Sin embargo, mientras la bonita morena le servía café y huevos revueltos con beicon, se habían puesto a hablar de arte, cine y literatura y lo había sorprendido lo divertida y amable que era. Se había quedado un buen rato y había acabado preguntándole si le apetecía que se vieran cuando terminara su turno. Y encima le había mentido. Bueno, no exactamente: le había dicho que se llamaba Pepe Horacio, pero Pepe era el diminutivo que había usado con él su niñera, y Horacio era su segundo nombre, por su padre. Su intención nunca había sido seducirla, pero había sido incapaz de resistirse al deseo que despertaba en él, algo que no le había ocurrido con ninguna otra mujer. Sin embargo, tenía que hacerse a la idea de que iba a perderla, porque eso era lo que iba a ocurrir cuando le dijera la verdad, se dijo mientras entraba en su despacho.
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