lunes, 8 de junio de 2015

Un Juego De Gemelas: Capítulo 12

Él se movió y la oscuridad tras sus párpados se intensificó, como si estuviera a la sombra de su cuerpo. Después sintió su boca en la suya, devorando, jugando y volviendo a devorar.
Jugó con todos sus sentidos, llevándola al borde y haciéndola volver atrás. Repitiendo el proceso una y otra vez. Pero tenía razón, era demasiado intenso para considerarlo un juego.
Estaba empeñado en demostrarle que encajaban. Que sus cuerpos se complementaban perfectamente, o quizá que podía darle más placer que ningún otro hombre. Ella, retorciéndose bajo él, no lo dudaba.
—¡Pedro! Por favor… —no sabía qué le pedía. Si la culminación final o más placer enloquecedor.
El corazón de Pedro se contrajo al oír su nombre susurrado con tanta desesperación. Pau era tan apasionada… Encajaba con él en todos los sentidos. Y pronto comprendería esa verdad.
—Eres perfecta para mí, pethi mou —dijo, lamiendo el hueco que había entre sus clavículas.
Ella retorció la cabeza en la almohada, pero Pedro sabía que no negaba. Estaba más allá de responder verbalmente. Y él la había llevado a ese estado.
Sintió una oleada de orgullo. No había sido virgen, pero su respuesta era demasiado abrumadora para que hubiera sentido lo mismo con otro hombre. Lo había dicho y él la creía.
En ese aspecto sabía que era el primero para ella y aunque no podía explicarlo lógicamente eso era muy importante para él. Nunca se había considerado posesivo respecto a sus compañeras, pero tampoco le había hecho el amor a ninguna mujer con la intención de compartir con ella el resto de su vida.
Se apartó de sus muslos y le quitó la última prenda que ocultaba su desnudez. No podía ni quería alargarlo más. Era hora de reclamarla. Se puso protección rápidamente.
Abría sus muslos para penetrarla cuando comprendió que también quería ser reclamado. No servía que se limitara a aceptar el matrimonio. Quería que estuviera segura, que deseara más que su cuerpo.
Durante un instante, afloró el niño que había soportado las burlas de otros niños porque no tenía padre. Necesitaba saber que le pertenecía.
—¿Me quieres dentro de tí? —dejó de moverse, de tocarla y esperó. Mirándola.
—Sí, Pedro —los ojos verde azulado se abrieron y lo miraron, brillantes y húmedos de emoción—, sólo a tí… dentro de mí.
Él se preguntó cómo había sabido que necesitaba oír exactamente eso. Ese «sólo». El niño en él, que había decido demostrar a todos que era importante, poderoso y fuerte, sabía que Pedro necesitaba oír «sólo a tí». Ser importante para esa mujer era clave para cicatrizar las heridas que se había negado a admitir desde que se marchó de Grecia.
—Me perteneces, Pau.
—Sí —aceptó ella mirándolo—. Sólo a tí.
La penetró, sintiendo como si fuera la primera vez, que entraba en su hogar. Ella se tensó alrededor de él y alcanzó el clímax con un grito tan primitivo como el de un animal salvaje. Él dejó que su cuerpo disfrutara del placer antes de empezar a moverse, creando y construyendo una nueva tensión con sus rítmicas embestidas.
—Pedro… no puedo… es demasiado.
—Sí puedes, Pau—empezó a rotar la pelvis con cada embestida—. Dame el regalo de tu placer. Hazlo por mí.
Ella echó la cabeza hacia atrás, clavó los talones en el colchón y estalló al mismo tiempo que lo hacía él. Los brazos de él se quedaron sin fuerza para mantener su peso y casi se derrumbó sobre ella.
No pareció importarle, pues susurraba tonterías en su cuello, diciéndolo lo maravilloso, lo buen amante y lo perfecto que era. Incluso le dijo que era bello y, aunque no lo habría admitido en voz alta, le gustó oír esos halagos de su dulce boca.
—Tengo que ocuparme del preservativo —farfulló un rato después.
Ella asintió, sonrió y lo soltó.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por no intentar atraparme.
Se preguntó si lo consideraba tan débil como para recurrir a un truco para ganar. No necesitaba trucos y, no los hubiera utilizado en ningún caso.
Además, ella había admitido que le pertenecía.
Cuando regresó del baño ella estaba acurrucada bajo las sábanas, semiinconsciente.
—Me perteneces, Pau —la rodeó con sus brazos.
—Pedro…
—No lo niegues —la tumbó de espaldas y la miró—. Lo admitiste cuando hicimos el amor.
Ella desvió su mirada aguamarina, después suspiró y volvió a mirarlo.
—No niego que mi cuerpo te pertenece, pero eso no implica que vaya a llevar tu anillo, Pedro.
Parecía a punto de quedarse dormida, pero aun así pensaba con la claridad suficiente para discutir. Él sintió una oleada de frustración al oírla.
—¿Qué implica entonces?
—Que dudo que acepte a otro hombre en mi cama, pero no sé si puedo pasar el resto de mi vida contigo.
Él se irguió y la miró confuso, casi con furia.
—Si no vas a entregarte a otro hombre, ¿cómo puedes rechazarme?
—No lo estoy haciendo. Por favor, créeme. Simplemente… no estoy aceptando.
—Cuestión de semántica.
—No… de verdad. Te dije que necesitaba tiempo.
—Pero después de lo que acabamos de hacer…
—Ha sido maravilloso, Pedro —puso un dedo sobre sus labios para silenciarlo—. La experiencia más especial de mi vida. Por favor, no la arruines discutiendo —sus ojos brillaron con una vulnerabilidad a la que él no podía enfrentarse.
Mordisqueó su dedo con gentileza y ella lo apartó.
—No soy yo el que discute aquí.
Se preguntó si todas las mujeres eran tan difíciles de entender o si se trataba sólo de ello. La única mujer que le había importado antes era su madre y esa relación no se parecía nada a la que tenía con Pau.
—No estoy discutiendo —sus ojos de mar brillaron con emociones que él no podía identificar—. Tengo miedo, Pedro. No quiero que me hagan daño.
—Yo no te haré daño.
—Sí me lo harás. No puedes evitarlo —sus párpados cayeron, agotados, pero las palabras siguieron fluyendo, como si estuvieran grabadas en su mente—. No me amas. Eso me causará dolor. Tengo que decidir si será un dolor peor que el de dejarte marchar.
—Por todos los cielos —él no creía lo que escuchaba—. No te haré daño.
—No podrás evitarlo —repitió ella con tristeza. Eso lo enfureció, no había necesidad de entristecerse.
—Dime lo que necesitas y me aseguraré de proporcionártelo —para él era así de sencillo y no comprendía que ella no lo viera claro.
—No puedes.
—Puedo hacerlo todo.
—Sé que lo crees, pero no es verdad —sus labios se curvaron con una sonrisa melancólica. No puedes darme lo más importante de todo.
—¿Qué es lo más importante?
—Tu amor.
Él se sintió como si le hubiera dado una patada en el pecho, sin saber por qué.
—Puedo darte todo lo que necesitas —sabía que era verdad—. Si quieres afecto, te lo daré. Si quieres compañía, también. No te negaré nada.
Ella cerró los ojos, pero vio la humedad en ellos y se sintió impotente, algo a lo que no estaba acostumbrado y que no le gustaba en absoluto.
—Todo menos lo que llevo toda la vida sin tener —se puso de costado, dándole la espalda—. Todo lo que me ofreces debería provenir del amor, pero me lo darás si lo pido. Hay una diferencia, aunque tú no la veas. Yo la conozco muy bien.
—Explícate —puso una mano en su hombro, intentando reconfortarle y apagar el dolor que percibía.
—Mi padre se siente responsable de mí, pero no me quiere. Lo comprendí muy pequeña. Nunca me ha querido. Todo lo ha hecho por obligación. Ahora tú me dices que harás lo mismo… me darás lo que necesite por tu responsabilidad como esposo mío —se volvió hacia él, que vio el dolor de su voz reflejado en sus ojos húmedos—. Nunca he tenido a nadie que me quisiera. Ningún pariente desde que mis abuelos murieron. Ninguna amistad de toda la vida. Vivir sin amor es muy solitario, Pedro. No quiero esa soledad en mi matrimonio.
Él no supo qué decir. Siempre había tenido el amor de su madre, y también el de su abuelo, a su manera, hasta que murió. Pero Pedro nunca había valorado el amor porque lo consideraba causante de demasiado dolor.
Pau decía que la carencia de él era igual de dolorosa, pero se equivocaba en lo relativo a la soledad.
—¿Te sientes sola ahora, Pau?
Ella no contestó, pero sus ojos reflejaron soledad, en lo más profundo de su alma. Incluso después de haber hecho el amor de forma tan maravillosa. Él no lo entendía. Se sentía más conectado con ella que con ninguna otra persona, ¿cómo podía no sentirlo ella?
—No quiero pasar el resto de mi vida esperando que la gente que amo me devuelva ese amor.
—¿Estás diciendo que me amas, Pau?
—Sí —susurró. Las lágrimas desbordaron sus ojos.
Dos días antes habría pensado que si se enamoraba sería más fácil convencerla para que se casara con él. Pero ahora sabía que eso la haría pensárselo más. Tenía miedo de sufrir. Porque él no la quería.
Sintió una opresión en el pecho que le quitó el aire. Conocía el dolor. En ese momento se sentía dolido. Por ella, pero también por sí mismo.
Su inseguridad abría sus antiguas heridas. Recuerdos que aún lo asaltaban. Toda su infancia había sido rechazado por ser el hijo bastardo de una griega y de su amante americano. A pesar de ser él mejor en deportes y estudios, sus compañeros e incluso sus profesores lo habían considerado inferior por no llevar el apellido de su padre.
Nunca había conseguido sentirse plenamente aceptado, ni siquiera por su abuelo. Y no podía forzar a Pau a aceptarlo, ni siquiera quería hacer el esfuerzo. Necesitaba tomar la decisión por sí misma.
Se preguntó si su amor sería como el de su abuelo: atemperado por expectativas y necesidades que Pedro tenía pocas posibilidades de satisfacer. O si sería como el de su madre, incondicional y abierto a aceptarlo tal y como era. Tenía la consciencia suficiente para saber que aunque no necesitaba su amor, si lo tenía, quería que estuviera teñido de aceptación.
No dijo nada. No tenía palabras y no quería herirla aún más. No podía decirle que la amaba y le parecía erróneo agradecerle algo que no estaba seguro de que no fuera a herirlo, como solía hacer el amor.
En vez de hablar, la besó. Besos suaves y amables que duraron hasta que ella dejó de llorar y se dejó vencer por el sueño, rodeándolo con sus brazos y con la cabeza apoyada en su hombro.

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