Paula probó una cucharada de la sabrosa sopa.
—¡Está riquísima! —dijo en un intento de cambiar de tema.
Mirta se detuvo a la puerta un instante.
—Muchas gracias, señora Alfonso; se lo diré a Marcela—y salió con una sonrisa triunfal.
—¿Cómo está Roberto? —le preguntó Pedro a su madre.
—Más o menos igual —respondió Ana, que de pronto parecía cansada—. He estado sentada con él esta tarde. Quiso que le leyera el periódico, la sección de economía, claro. Dijo que quería ir al despacho dentro de unas semanas. Pedro, me preocupa tanto su aspecto.
—Madre, pasa todo el tiempo que quieras con Roberto, pero debes aceptar que no va a mejorar. Me gustaría que no fuera así, pero lo es.
Ana suspiró y bajó la vista al plato. A Paula le pareció ver que se le llenaban los ojos de lágrimas y sintió compasión por ella. Sabía lo que significaba no tener padre; Ana tenía suerte de haberlo conservado durante tantos años.
—¿Has acostado a Sofía?—le preguntó Pedro.
—¿Sofía? —repitió Ana, levantando la cabeza.
Paula se preguntó si se habría imaginado esas lágrimas, pues ya no las veía.
—La niña de Paula.
Ana miró a Paula fijamente.
—Entonces tuviste una niña. ¿Fue eso lo que utilizaste para cazar a mi hijo?
—¡Madre!
Paula sacudió la cabeza.
—Yo diría que él se casó conmigo a pesar de mi embarazo, no por ello.
Dirigió una rápida mirada hacia Pedro preguntándose qué le había contado exactamente a su familia.
—Todos nos hemos estado preguntando por qué se casó contigo. Hasta ahora no has jugado bien tus cartas. Has tardado cuatro meses en mudarte.
—Ya les he explicado que Paula no quería mudarse mientras yo estuviera en Londres —dijo Pedro.
—Podrías habértela traído antes de marcharte —respondió Ana, sin dejar de mirar a Paula con recelo. Estaba claro que no la tragaba.
—Mamá...
—Puedo responder yo sola, Pedro. Le agradará el saber que no me he casado con su hijo por dinero, al contrario que su prometida.
No le costaba enfrentarse a esa mujer, probablemente porque en el fondo no le importaba lo que Ana pensara. Estaba representando aquel papel sólo para ayudar a Pedro.
—Fernanda era mucho más apropiada para él que tú. Al menos ella viste con gusto —comentó, mirándole el vestido con desprecio.
Paula se echó a reír. O eso o se ponía a llorar.
—Siento no estar a su altura. En casa ni siquiera me visto para cenar; lo hago con lo que haya llevado puesto durante el día. Y normalmente como en la cocina. No me doy tantos aires como usted, señora Alfonso. Y no aspiro a lo que a usted le parece importante. Tengo a mi hija y la quiero con locura y juntas formamos una familia.
—Y con lo que has visto de la mía hasta ahora no te entran ganas de formar parte de ella, ¿verdad? —añadió Pedro, mirando a su madre de manera harto significativa.
Paula parecía acongojada.
—Lo siento. No era mi intención denigrar a tu familia. Me alegro de tener una familia propia.
Ana retiró el plato de sopa y se sentó muy derecha.
—Le he dado a Pedro todas las ventajas posibles. Aunque su padre nos abandonó, el mío y yo hemos logrado que no le faltara nada.
Paula asintió con la cabeza.
—Si ama a su hijo, yo no soy quién para decir si la manera de demostrar ese amor es buena o mala. Estoy segura de que lo abraza y lo besa, de que le interesan sus sueños y sus metas. Probablemente tengan mucho de qué hablar cuando no hay extraños delante. Quizá debiera comer en mi dormitorio para no molestar.
—¡Basta ya! —dijo Pedro, dando un golpe en la mesa—. Paula, tú eres mi esposa y comerás donde yo como. Si alguien se tiene que llevar una bandeja a su habitación será mi madre. Pero eso no será necesario. Arriba tenemos a un hombre que se está muriendo. ¡Quiero que pase sus últimos días con alegría y haré todo lo que pueda para que así sea! No habrá más comentarios mordaces, más insultos ni más insinuaciones. Las dos os comportaréis cordialmente o por Dios que de lo contrario haré que os arrepintáis.
Paula dejó la cuchara sobre la mesa. Respiró profundamente y miró a Pedro.
—Recordarás, Pedro Alfonso, cuando me dijiste que no permitirías que nadie te diera órdenes. Bien, pues en eso estamos iguales. Yo tampoco permitiré que nadie me imponga sus normas. Estoy aquí por hacerte un favor. Si no te gusta cómo estoy haciendo las cosas, me marcharé.
El la agarró con fuerza de la muñeca.
—No me amenaces. O te cortaré la asignación tan rápidamente que no tendrás ni para desayunar.
Paula tiró pero no pudo apartar la mano. Lo miró a los ojos.
—Tengo algo de dinero ahorrado y soy muy capaz de conseguir un empleo para mantener a mi hija. No necesito tu dinero.
—¿Entonces por qué estás aquí?
—Porque nunca conocí a mi abuelo y aunque no quiera al tuyo, comprendo tu deseo de querer hacer que sus últimos días sean felices. Es más de lo que consiguió Pablo.
—¿Quién es Pablo? —preguntó Ana.
—Lo estás haciendo por dinero —dijo Pedro despacio, mirándola con dureza.
—No, Pedro. Lo estoy haciendo por tí.
La miró a los ojos hasta que Paula se sintió mareada. El resto de la habitación pareció desaparecer tras un velo grisáceo mientras ella seguía mirándolo. Jamás se había sentido tan en consonancia con otra persona, y encima con uno que era casi un extraño. Pablo y ella habían sido un par de amigos que se casaron. La tremenda atracción física que sentía hacia Pedro no la había sentido con Pablo. La aterrorizaba y a la vez le llenaba de júbilo.
—¿Quién es Pablo? —volvió a preguntar Ana.
—¿Qué sacas tú de todo esto? —Pedro le preguntó a Paula, ignorando por completo a su madre.
—La oportunidad de devolverte el favor que me has hecho al ayudarme durante estos meses pasados. Gracias a ti he podido pasar cada minuto junto a mi bebé. Ha sido maravilloso y no podría haber sido igual si tú no me hubieras mantenido.
Pedro se miró la mano que le agarraba de la muñeca. La soltó despacio y fue deslizando la palma de la mano hasta dejarla sobre la mano de Paula. La levantó y depositó un beso sobre los nudillos, después la dejó sobre la mesa y la soltó.
—Qué romántico —dijo Ana con sarcasmo.
En ese momento entró Mirta con una fuente de carne asada en una mano y otra de pescado en la otra.
Paula estaba ansiosa por poder subir y ver si Sofía estaba bien. Aún le quedaba llevar su ropa a otra habitación y preguntarle a Pedro qué quería que hiciera durante el día mientras él estaba trabajando.
Y todavía no había visto a Roberto Zolezzi.
Le preocupaba su propia reacción al tener frente a frente al hombre cuya empresa había causado la muerte de Pablo. Pero cuando Pedro le tomó de la mano, entrelazó los dedos con los suyos y la condujo hasta la habitación del abuelo, se olvidó de la rabia que la consumía al pensar en él. Casi hasta se olvidó de sí misma.
A Paula le gustaba esa manera de agarrarla, como si fueran amantes. Por un momento deseó que todo aquello fuera verdad y que no le estuvieran mintiendo a aquel viejo moribundo. Roberto Zolezzi siempre había sido un hombre alto y robusto, tan alto como Pedro, pensaba Paula mientras se acercaba a la cama, un poco a la zaga de su marido. Sintió gran compasión al contemplar la ajada figura tumbada casi inmóvil sobre una cama demasiado grande.
—¿Roberto? —dijo Pedro en voz baja.
La enfermera movió un poco la pantalla de la lámpara pero con cuidado de que al enfermo no le diera la luz directamente en los ojos.
—Ya era hora de que vinieras, chico. Que ahora dirijas tú la compañía no quiere decir que no me tengas al tanto de lo que pasa. Y cuando tengas problemas, me necesitarás para sacarte las castañas del fuego.
—Lo tengo todo controlado. Quería presentarte a Paula.
Roberto volvió la cabeza y escudriñó la sombría habitación.
—¿A quién?
—A mi esposa, Paula—Pedro la llevó suavemente hacia delante y le puso una mano sobre el hombro, como para asegurarse de que no saldría corriendo.
—¿Cómo está, señor Zolezzi? —dijo en voz baja.
—¡Vaya! ¡La camarera! Finalmente te la has traído a casa.
Paula hizo una mueca. No le gustaba que le colgaran etiquetas.
—En realidad, la universitaria, si lo que quiere es colgarme una etiqueta —dijo Paula con firmeza—. ¿Por qué los miembros de esta familia se agarran a mi empleo como camarera? También trabajaba en una librería.
—Me apuesto a que no has vuelto a trabajar desde que te casaste con Pedro. Maldito imbécil —dijo Roberto, mirando a su nieto—. Te lo dije entonces y te lo vuelvo a repetir: eres un maldito imbécil.
—Estoy contento. Pensé que te gustaría verme feliz. Llevas años dándome la lata para que me casara y por fin lo hice.
—Fernanda Alvarez te hubiera ido mejor.
—No, les habría ido mejor a mamá y a ti.
—¿Entonces esta joven es la gran pasión que te hizo echar todo por la borda? —preguntó Roberto, mirando a Paula con detenimiento.
—Lo del teatro parece cosa de familia —murmuró Paula, echándole una rápida mirada a la enfermera.
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