—Haré cuanto pueda por convencerte.
—Pensé que no querías seducirme.
—Recordarte el placer que compartimos anoche no puede considerarse una seducción.
—¿Y tu plan es recordármelo?
—Y tentarte con lo que podría ser esta noche.
Por suerte para su libido, ya desbocada, el hervidor de agua silbó y ella se concentró en preparar un té de hierbas que no les quitaría el sueño. Tenía la sensación de que Pedro se ocuparía de eso.
—¿Has pensado alguna vez en buscar a tu padre? —preguntó ella, cuando estuvieron sentados a la mesa de la cocina.
—Supongo que habría sido mucho esperar que mi madre no aprovechara la oportunidad para sacar el tema mientras estaba en el despacho —dijo Pedro, tenso—. ¿Te contó la triste historia de cómo mi abuelo dio una paliza a Horacio Alfonso y lo echó de la isla?
—Eres muy agudo —dijo ella con una sonrisa, aunque temía por su expresión que no sería fácil mantener una conversación relajada—. Supongo que no estarías escuchando a escondidas, ¿verdad?
—No —él suspiró y tomó un sorbo de té—. Pero es una historia que ha intentado contarme varias veces.
—No es una historia. Ella no se inventaría algo así.
—No dudo que mi abuelo hiciera lo que dice, pero ¿qué cambias eso? Mi padre fue demasiado débil para volver por ella. Punto y final.
—Lo intentó.
—¿También te habló de la carta? —él sonó dolido.
—Sí.
—Mira, leí esa carta y no era la misiva de un amor que se muriera por ella. Había finalizado su carrera universitaria y proponía que se vieran… por los viejos tiempos. No mencionaba el amor que ella insiste en que ambos sentían. Decía algo de suponer que se habría casado porque las chicas griegas se casaban antes que las americanas, o una tontería similar.
—¿Creías que iba a abrir su corazón en una carta a una mujer que ni siquiera sabía que seguía soltera?
—Si su amor era tan grande como mi madre alega, lo habría hecho —dijo Pedro con voz dura.
—¿Lo habrías hecho tú? —insistió ella.
—No creo en esa clase de amor.
—Lo sé, pero incluso si creyeras, dudo que ofrecieras tu corazón sin saber qué posibilidades tenías.
Eso pareció darle algo que pensar.
—¿Qué sentido tiene esta conversación?
—Creo que deberías buscar a tu padre, si no por ti, por ella.
—¿Crees que no tengo en cuenta sus sentimientos cuando me niego a buscarlo? —Pedro apartó el té y se recostó en la silla. Se pasó la mano por el rostro, como si estuviera cansado—. Dime, ¿qué crees que sentiría mi dulce madre si descubriera que mi padre se casó poco después de graduarse y tiene una esposa e hijos a los que adora?
—¿Es así? —ella se preguntó si Pedro lo había investigado ya, sin airear el resultado.
—No lo sé, de eso se trata. En este caso, la ignorancia es lo mejor. Al menos para mi madre.
—Si está casado, no tendrías por qué decírselo.
—Yo no… no podría mentirle a mi madre.
—¿Pero sería tan grave mentir por omisión para protegerla? ¿No sería mejor para ti saber la verdad?
—Quiero a mi madre. Ocultarle esa información estaría mal. Y no quiero arriesgarme a que sufra más.
Pau se dijo que era imposible no querer a un hombre como ése.
—¿Y si te equivocas?
—Él la habría buscado. Han pasado mucho años.
—¿Qué me dices de ti? ¿No quieres conocerlo?
—Abandonó a mi madre, y a mí aunque desconocía mi existencia. No quiero a ese hombre en mi vida.
—Tu abuelo los separó.
—Sólo hubo una carta, Pau, no diez, cinco o dos. Una. Se rindió tras un solo intento.
—Creo que te equivocas.
—Y yo creo que preferiría hablar del sabor de tus pezones y de cómo se endurecen bajo mi lengua.
Atónita, lo miró boquiabierta. Él le lanzó una mirada ardiente y malvada. Parecía un poco fuera de lugar en la cocina, pero… no. La terrenal sensualidad de ese hombre encajaba con ella.
Sus sorprendentes y descaradas palabras la habían excitado. Se lamió los labios, que sabían a miel y té.
—La gente no suele mencionar esas cosas.
—Pero a mí me gusta decirte lo dulce que sabes, y lo agradable que es sentirte dentro de mi boca.
—A veces eres muy… básico —casi gimió ella.
Él se inclinó y pasó los nudillos por encima de un pezón, muy erecto. Pau jadeó. Él sonrió; obviamente disfrutaba de la reacción que provocaba en ella.
—Creo que a pesar de tu decorosa imagen pública, lo primitivo te excita. Te gusta que diga esas cosas.
Tenía razón, pero ningún otro hombre de los que conocía se habría atrevido a decirle algo así. Pedro era diferente. Tal vez por eso la atraía tanto. Se rebelaba contra los moldes que le imponía su vida… igual que intentaba hacer ella. O creía intentar hacer.
—¿Te parezco decorosa? —miró el sencillo traje de seda color crudo que había elegido para cenar con su madre. Era ajustado, pero no sexy. La chaqueta ocultaba su escote y la falda le llegaba a las rodillas—. ¿Crees que soy demasiado conservadora al vestir?
—Tu estilo es perfecto para ti. Pau. Me gusta saber que el resto del mundo te mira y ve a una mujer elegante, mientras yo sé que bajo la fachada hay un cuerpo hecho para mí, que responde al mío con una pasión desinhibida que me enloquece —siguió acariciando su pezón—. Y a veces te vistes de forma más provocativa de lo que pretendes.
—¿No crees que lo hago para provocarte? —apenas podía respirar, y menos pensar, sintiendo sus caricias y el tono sensual y erótico de su voz.
—Dudo que tengas la más mínima idea de lo sexy que me parecen tus trajes, o prendas como el vestido que llevabas anoche.
—¿Por qué lo dices? —la noche anterior había elegido un vestido sexy a propósito. Y él no lo sabía.
—Si lo supieras, nunca habrías cuestionado la pasión que existe entre nosotros.
—¿Tenía que leerte la mente? —pensó que el cerebro masculino era un misterio, y más el de Pedro.
—Espero que ahora tengas mejor base para sacar tus conclusiones —encogió los hombros y sonrió.
—Supongo que así es —agarró su muñeca para detener la caricia que la estaba derritiendo—. Noté tu pasión antes… contenida —farfulló—, pero pensé que me equivocaba cuando no actuaste.
—¿Y ahora?
Ella tomó aire. Sentía los senos tensos contra el encaje del sujetador e inspirar provocó un roce que la excitó aun más. Contuvo un gemido y cerró los ojos.
—Admito que en ese sentido encajamos muy bien.
Se preguntó si era tan bueno con todas las mujeres con las que había estado. Para ella la noche anterior había sido una experiencia única, pero quizá él siempre disfrutaba igual cuando hacía el amor. Deseaba creer lo contrario, pero darle importancia al sexo ya le había roto el corazón una vez. No lo repetiría.
Él se levantó, rodeó la mesa y fue a ponerla en pie. Estaban tan cerca que sentía el calor de su cuerpo, pero él único punto de contacto eran sus manos en sus codos.
—Vamos a encajar bien otra vez, ¿quieres? —sugirió él, acariciando la zona interior de sus codos con los pulgares.
—¿Hemos terminado de hablar de tu padre?
—Sí —tomó su rostro entre las manos—. Creo que hemos terminado de hablar, punto.
—Supongo que podré soportarlo —musitó ella. Su cuerpo clamaba por sus caricias, pero luchó un poco. No quería entregarse tan fácilmente.
Pero su intención se desintegró con el primer contacto de sus labios. Fue como si una corriente eléctrica la recorriera de arriba abajo, haciendo que su boca se abriera, pidiendo más.
Él no dudó en capturar y poseer su boca, invitándola a compartir la sensación, a hacerla mutua. Y ella también quería eso; necesitaba saber que lo marcaba como suyo, igual que le hacía él.
Se preguntó cómo había aprendido a hacer el amor utilizando simplemente los labios. Se dijo que quizá fuera un don de nacimiento, Pedro era especial. Pero sabía que era para no sentir celos de las mujeres que habían estado allí antes que ella.
—¿Pedro?
—¿Hum? —mordisqueó su cuello y ella se estremeció de placer.
—¿Eso que piensas de no practicar el sexo con vírgenes hasta casarte o estar a punto de hacerlo? —no sabía cómo era capaz de hablar con coherencia.
—Pau mou —rió contra su cuello—. ¿Puedes hacer preguntas ahora? Debo estar haciendo algo mal.
—No —jadeó ella, sintiendo su lengua entre las clavículas—. De eso se trata. Lo haces muy bien. Me preguntaba cómo aprendiste todo esto.
—Sabes de maravilla —capturó su boca con los labios—. Me cuesta creer que me preguntes algo así.
—Es que… No sé si tu abuelo y tú pensabais que estaba bien practicar el sexo con mujeres experimentadas. Me parece un doble juego y además, está el tema de tu virginidad.
—Puedo asegurarte que no soy virgen.
—¿Pero no te preocupó practicar el sexo cuando lo eras? La primera vez. ¿O ibas a casarte con la mujer y algo fue mal? —no le gustó pensar en él comprometido con otra persona.
—Tocado —rió él—. Soy culpable de doble juego.
—Explícamelo.
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