martes, 30 de junio de 2015

Amor Del Corazón: Capítulo 29

Paula se miró las manos, apretando los puños con rabia. No sabía qué le molestaba más, que Pedro hubiera invitado a cenar a Fernanda o que la encontrara preciosa cuando a ella sólo la había encontrado bonita. Qué patético. ¿Pero qué importaba? En unas semanas sería libre de buscar otra esposa o de retomar su relación con Fernanda.
De repente Paula supo que lo que más deseaba era que la escogiera a ella; a ella y a Sofía. Quería que le dijera a Fernanda que había dejado pasar el tren y que ya había encontrado algo mejor. Tenía a una mujer que lo amaba por sí mismo, no por el dinero que pudiera poner a su disposición.
Pero él no sabía eso. Paula  apretó los labios; no pensaba decirle que lo amaba. Pensaba ceñirse al acuerdo original.
La cena resultó ser bastante agradable. Por una vez Ana se concentró en otra persona y dejó a Paula tranquila, escuchando la conversación y al mismo tiempo libre de participar en lo que la interesara. Fernanda no disimuló su coqueteo con Pedro. Estaba sentada a su derecha, con Ana frente a ella. Paula estaba sentada frente a Pedro, al otro extremo de la mesa. Los tres hablaron de viejas amistades y eventos sociales de los que Paula no tenía idea. Se contentaba con disfrutar de la cocina de Marcela, observar a Pedro y esperar a que la velada terminara.
—Me disgusté mucho al saber que Roberto estaba enfermo —dijo Fernanda.
Paula la miró.
—Ha sido muy duro —contestó Ana; se puso sería un momento—. Estoy tranquila al menos de que pueda estar aquí en lugar de en el hospital. En mi casa no habría habido sitio para él y la enfermera. Gracias a Dios que Pedro se compró una casa tan grande.
—Me gustaría tanto verlo, si crees que no le molestaría. Pedro, sé que estás enfadado por lo que Roberto y yo discutimos pero, de verdad, lo vi como una manera de hacerle feliz mientras yo conseguía lo que deseaba de todo corazón. Al amor de mi vida.
Paula deseaba agarrar cualquier cosa y tirársela.
—Estoy seguro de que a Roberto le encantará verte, Fernanda. Podemos preguntarle a la enfermera. Si no está muy cansado podemos tomar café allí con él.
—Es una idea estupenda; así Roberto será parte del grupo, incluso desde la cama —Fernanda sonrió a Pedro con los ojos llenos de orgullo y devoción.
Paula sintió un dolor por dentro. Respiró profundamente, intentando aliviar la congoja que tenía. Ellos dos mantenían una relación, pero eso también tocaría a su fin y ella volvería a estar sola. Pero de momento seguían juntos y había sido Pedro el que había insistido para que se liara con él; ya era hora de recordárselo.
—¿Pedro, cariño, por qué no le cuentas a Fernanda lo de nuestros planes para comprarnos un barco de vela? —preguntó Paula, sonriendo de oreja a oreja.
Ana la miró con desprecio.
—Qué tontería más grande. Espero que no sea más que uno de los sueños de Paula —dijo, mirando a su nuera con rabia.
Fernanda parecía atenta, sin saber qué creer.
Pedro miró a Paula a los ojos y asintió con la cabeza, con expresión de repente impasible.
—No sabía que hubiéramos planeado hasta el punto de comprarnos un velero.
—¿Bueno y por qué no? Llevas toda la vida queriendo navegar. Ya es hora de relajarte un poco de las tensiones laborales y darte un homenaje —contestó, mirándolo a los ojos.
El corazón le latía a cien por hora, pero al menos él no la había dejado tirada, al menos en parte.
—No sabía que te gustara navegar —dijo Fernanda sorprendida.
—No le gusta. No te hace falta un velero —dijo Ana con severidad.
—A lo mejor a nadie le hace falta uno, pero todo el mundo necesita pintar la vida con arco iris —dijo Paula, pero el mensaje iba dirigido a Pedro—. Además, lo lleva en la sangre. Su padre fue marino. ¿Por qué no iba a querer Pedro seguir sus pasos?
Fernanda miró a Paula con sorpresa.
—No sabía que su padre fuera marino.
Paula sonrió con dulzura, saboreando el momento.
—Como esposa suya que soy, imagino que sé un poco más de Pedro que tú —dijo con suavidad.
—No me gusta el rumbo que ha tomado la conversación —dijo Ana con solemnidad.
—Tienes razón, Ana, es algo prematuro discutir sobre nuestro barco cuando ni siquiera nos lo hemos comprado todavía. ¿Quizá el fin de semana que viene, Pedro? Alguno apropiado para una familia. No quiero que los niños se caigan al agua en alta mar.
—Estoy seguro de que encontraremos un barco que tenga todos estos accesorios de seguridad para los niños —contestó con soltura, mirándola divertido—. Madre, tendrás que venir con nosotros y quizá así puedas darnos alguna sugerencia.
—No le digan nada de esto a Roberto—dijo Ana, ignorando la sugerencia.
—¿Por qué no? —preguntó Roberto.
—No le viene bien disgustarse en estos momentos. Estamos intentando evitar decirle cosas que pudieran molestarlo. No le gustaría nada enterarse de que Pedro va a comprarse un barco.
—Nadie quiere disgustar a Roberto, madre —dijo, mirando a Paula—. Cuando o si me lo compro, ya veremos lo que le decimos.
Se cerró el tema y volvieron a excluir a Paula de la conversación; pero lo cierto era que no le importaba ya. Ya había dicho lo que quería decir y en la mente de todos había unido su persona a la de Pedro. Pasara lo que pasara en el futuro, de momento era suyo.
Pedro pidió que les llevaran el postre a la habitación de Roberto. Mirta asintió con la cabeza y dijo que lo subiría.
Ana se dirigió la primera hacia las escaleras.
—Paula, espera un momento —Pedro la agarró del brazo para detenerla, mientras observaba a Roberto y su madre subiendo por las escaleras.
La miró con dureza.
—¿A qué ha venido todo eso del barco?
Ella sonrió y sacudió la cabeza.
—Sólo quería participar de la conversación un rato.
—¿Por qué me ha dado la impresión de ser como un hueso por el que se pelean dos perros? —le preguntó suavemente, acariciándole el brazo con el dedo pulgar.
—Pues no tengo ni la más mínima idea, Pedro cielo —abrió mucho los ojos e intentó poner cara de inocente mientras le sonreía.
—De repente te has puesto muy cariñosa, ¿no?
Paula se acercó a él, consciente de que Fernanda se había detenido en lo alto de las escaleras y los estaba mirando.
—Pensé que los amantes eran cariñosos —le dijo, invitándolo a besarla.
Y él lo hizo, con tanta fuerza que casi le hizo daño.
—No me gustan los juegos —le dijo, separándose de ella un centímetro.
—Pensé que todo esto era un juego —susurró.
Entrelazó los dedos en la espesura de sus cabellos y abrió los labios para devolverle el beso con toda la sinceridad de sus sentimientos. Cuando por segunda vez se separó de ella, Fernanda se había largado.
—Estás jugando con fuego —le dijo Pedro, volviéndola con delicadeza hacia las escaleras—. Y las niñas que juegan con fuego se queman.
—Y mucho —murmuró Paula.
—Eso es.
—Veremos si te gusta que te ignoren durante toda una cena —dijo, esperando disimular la turbación que seguramente asomaba a su rostro.
—¿Y qué te ha molestado más, que mi madre haya intentado excluirte o que yo no haya hecho ningún esfuerzo por incluirte en la conversación?
Volvió la cabeza un instante, mientras subía las escaleras.
—En realidad sólo quería que tu invitada se enterara de que estaba ahí.
—¿Celosa de Fernanda?
—¿Es que debo estarlo?
—No. Yo me ocuparé de Fernanda. Sólo tienes que recordar que tú eres mi esposa.
—Y que tenemos un lío.
—A mí no se me ha olvidado. ¿A ti sí?
Paula sacudió la cabeza. Su mera presencia la provocaba, su aroma despertaba anhelos en ella, sus caricias eran como una descarga eléctrica, su voz la hipnotizaba y sus labios atizaban el fuego que él había encendido. De pronto no tuvo ganas de postre, deseaba encerrarse con él en el dormitorio y no salir en un mes.
—Ya era hora de que ustedes dos aparecieran —se oyó la voz quejumbrosa de Roberto cuando entraron en su dormitorio.
—Íbamos detrás de mamá y Fernanda—dijo Pedro con naturalidad, acercando una silla a la de Paula y sonriéndole a su abuelo—. Es agradable ver una cara nueva en el grupo de visitantes, ¿no te parece?
—Me alegro de ver a Fernanda aunque me extraña que haya venido después de lo mal que la trataste. Y tienes mucha cara al actuar como si no pasara nada. Tu prometida y tu esposa. Qué bien, ¿eh?
—Bueno Roberto, eso pertenece al pasado. Pedro y yo hemos acordado ser amigos. Y quién sabe, quizá un día lleguemos a ser buenos amigos —dijo Fernanda con dulzura—. ¿Qué tal te encuentras?
—Ahora mismo estoy rendido. Mi bisnieta ha estado aquí un rato. Es una monada, pero hace que me sienta viejo.
Paula se sorprendió. No sabía que Sofía había estado con Roberto otra vez. Mirta se había quedado a cuidarla. ¿La habría llevado ella? ¿Se lo habría pedido el anciano? Quizá su hija le estaba ablandando el corazón.
—Tu bisnieta —repitió Fernanda.
Paula se preguntó si Ana le habría contado la verdad sobre Sofía. Sabía que a Fernanda no iba a hacerle ninguna gracia guardar el secreto si lo sabía. Pero no se atrevería a poner en peligro la salud de Roberto. Con curiosidad, se preguntó qué haría Ana.
—La enfermera Spencer y yo vamos a enseñarle a que me llame abuelo —dijo Roberto con orgullo.
—Tú nunca quisiste que yo te llamara abuelo —comentó Pedro.
—Bueno, cuando tú naciste yo era muy joven. No quería que nada me recordara que estaba haciéndome mayor. Pero, maldita sea, ya soy viejo y si vivo lo suficiente para que Sofía me llame abuelo me moriré contento.

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