Sintiendo su mano grande y cálida en la parte baja de la espalda, Pau permitió que Pedro la guiara dentro del exclusivo restaurante de Boston. En verano Boston era una ciudad húmeda y calurosa, y el súbito frío del aire acondicionado hizo que se estremeciera y que sus pezones se tensaran bajo el corpiño de seda negra de su vestido.
Más que incomodidad, sintió el placer sensual que siempre la dominaba en compañía de ese hombre.
Había marcado su primer encuentro y no había disminuido desde entonces, haciéndola desear explorar una parte de su personalidad que solía ignorar: su sexualidad femenina. Utilizaba ropa más sexy que en el pasado y disfrutaba con cada breve y posesivo roce de sus dedos sobre la piel.
Esa noche llevaba un vestido de Armani que le encantaba porque era elegante y sexy al mismo tiempo. El diseño sin mangas y el cuello caído dejaba sus brazos y una buena porción de escote y espalda al descubierto, pero la falda le llegaba discretamente por debajo de las rodillas. La seda negra se pegaba a sus curvas y el fino material no suponía ninguna barrera para sentir la mano de él en la espalda. Ese mínimo contacto hacía que sus nervios se desataran.
Se concentró en mantener una fachada de indiferencia ante él y el resto de los clientes, pero no pudo evitar desear que estuvieran en un lugar más privado. Un sitio donde pudiera atreverse a preguntarle por qué nunca había buscado más intimidad, cuando sus besos de buenas noches rezumaban pasión a duras penas contenida. Una pasión que deseaba explorar.
Reconoció varios rostros mientras el maître los conducía a su mesa. Aunque sólo fuera una vez, le habría gustado ir a un restaurante que no fuese de los aceptados por la gente de su clase. Pero Pedro Alfonso exigía lo mejor. En todo.
Por eso, a veces se preguntaba qué hacía con ella.
Había nacido en un mundo al que él había llegado trabajando sin descanso, pero era lo único que podía ofrecerle. Con metro setenta y siete de estatura, curvas pequeñas, rasgos normales y pelo rubio oscuro, no era especialmente bella; no se esforzaba por cultivar los contactos que otros se matarían por tener; aborrecía los estándares propios de la riqueza y solía negarse a mantenerlos. Su trabajo como asesora laboral del estado no era en absoluto glamuroso. Sus clientes nunca estarían en ninguna lista de Quién es quién y, a decir verdad, ella tampoco. Ya no.
Su padre consideraba su carrera un desperdicio de su exclusiva educación, pero le daba igual. Ella también pensaba que la obsesión de su padre por su empresa era un desperdicio. Y odiaba que ocupara el primer lugar en su vida, la empresa ante todo.
El maître los llevó a la mesa habitual de Pedro. Su ubicación era índice de la importancia de Pedro, algo que su padre habría dado por hecho, pero que él aún no. Sus ojos marrón oscuro chispeaban satisfechos un instante con detalles como ése, como si realmente le importaran.
Ésa era otra razón por la que no encajaban. A ella esas cosas le daban igual. Quizá porque había crecido en ese ambiente, pero la emocionaba mucho más conseguir un empleo, una recomendación o educación adicional para uno de sus clientes.
Aceptaba cada una de las invitaciones de Pedro porque el hombre la cautivaba, pero no entendía por qué seguía invitándola. Sobre todo si no quería acostarse con ella. No daba la impresión de ser un hombre célibe, pero tal vez ella se engañaba.
Pedro la ayudó a sentarse, aunque solía ser responsabilidad del maître. Ella no sabía si actuaba así porque era griego o por su instinto de posesión, pero sabía que no sería ella quien pusiera término a la relación. Esos pequeños detalles, como ayudarla a sentarse, hacían que se sintiera especial.
También exhibían una parte de su carácter que la atraía. Él no se doblegaba a los dictados del mundo en el que vivía, hacía las cosas a su manera. A su lado se sentía realmente viva por primera vez en veinticuatro años.
Observó, con intensidad voraz que intentó disimular, cómo él acomodaba su metro noventa de envergadura en la silla. El cabello negro y rizado enmarcaba unos rasgos cincelados que podría haber admirado toda la noche. Su musculoso cuerpo llenaba la chaqueta de forma poco habitual en los ejecutivos.
Lucía unas uñas cuidadas e impecables, pero sus manos eran grandes y marcadas por pequeñas cicatrices que denotaban un origen muy distinto al de ella.
El maître se marchó sin dejarles la carta, pero Pedro no hizo ningún comentario. Estaba demasiado ocupado mirándola, captando el deseo que ella se esforzaba por ocultar.
—Yo no estoy en el menú, pethi mou —sus dientes blancos resplandecieron y su sonrisa se tornó depredadora—. Pero podría estarlo.
—Promesas, promesas… —bromeó ella con descaro, aunque notó que el rubor teñía sus mejillas.
Sin embargo, su cuerpo no sentía vergüenza. Estaba demasiado ocupado reaccionando a su broma como si fuera una caricia. Sintió calor en el bajo vientre y sus senos se tensaron con la necesidad de ser tocados. Los pezones, ya tensos, se agrandaron.
No era precisamente virgen, pero nunca había respondido físicamente como lo hacía ante él.
Él se rió, pero no negó que no tenía planes de cumplir su amenaza. Aunque llevaban saliendo tres meses, nunca había querido que llegaran al acto final y había ignorado los sutiles comentarios de ella.
—¿Cómo fue la negociación con los grandes almacenes? —preguntó ella, conteniendo su decepción.
Su padre y él se habían unido para intentar que uno de los mayores minoristas del mundo utilizara los recursos de sus empresas navieras y la red de importación—exportación de Pedro.
—Es pan comido.
A ella le gustaba oírle utilizar frases hechas con su leve acento griego. A diferencia de otros empresarios extranjeros, Pedro no hablaba con el perfecto acento británico adquirido a base de estudio. Él le había contado que había aprendido inglés después de instalarse en Estados Unidos, cuando era niño. Su madre aún tenía un acento muy marcado, que a veces dificultaba la comprensión.
—Me alegro, y seguro que papá esta encantado.
—Sí, pero no estamos aquí para hablar de negocios.
—¿No?
—Sabes que no.
—No discutiré —ella rió suavemente—. Desde que empezamos a salir, sé más del negocio de mi padre que nunca, y todo gracias a ti. No suelo ser la mejor candidata para ese tipo de conversaciones.
—Pero eres la mejor candidata para otras cosas.
Ella se preguntó si bromeaba de nuevo sobre el tema sexual, que estaba segura que no pondría en práctica, o si se refería a otra cosa. Lo miró confusa, pero él sonrió enigmáticamente y calló.
El camarero llegó a la mesa y sirvió dos copas del vino favorito de Pedro. A ella también le gustaba y eso no la sorprendió, pero sí que Pedro dijera que podían servir la cena, sin preguntarle qué quería. Nunca antes había hecho eso. Por lo visto, había encargado los platos antes de llegar al restaurante.
Esa impresión se confirmó cuando el camarero llegó unos segundos después con el aperitivo.
—Mi favorito —dijo ella, olisqueando con gusto las gambas acompañadas de mantequilla al ajo y tres quesos al gratén.
—Lo sé —él puso una gamba en un trocito de pan, le puso mantequilla, comprobó que tenía la cantidad justa de queso fundido y se lo ofreció—. Te conozco muy bien, Paula.
—¿Tú crees?
—Después de tres meses, ¿lo dudas?
—Depende de lo que quieras decir. Creo que sabes mucho sobre mí, pero no estoy segura de que me conozcas —su padre habría pedido la misma entrada para ella, pero eso no implicaba que la conociera. Desde el punto de vista de Pau, su padre no deseaba conocerla más que superficialmente. Deseó que Pedro fuera distinto.
—¿Hay diferencia entre las dos cosas?
—Sí.
—Si la noche de hoy va como espero, tendré mucho tiempo para comprender qué quieres decir.
—¿Y cómo esperas que vaya la noche? —se preguntó si él por fin iba a hacerle el amor. Y si estaba preparada para ello. Rió internamente. Más que preparada, estaba desesperada. La posibilidad de acostarse con él por fin le creaba un caos mental que resultaba ridículo. Deseaba a ese hombre, y aunque no iba a decírselo, tampoco iba a engañarse a sí misma.
—Permíteme que desvele mis planes paso a paso.
Ella debería haber adivinado que tenía algún plan. Era típico de él. En eso le recordaba a su padre. Sin llegar a disgustarla, la preocupaba un poco que sus planes fueran tan fríos y calculadores como los de él.
—Desde luego. No se me ocurriría interponerme a tu agenda.
—¿Estás burlándote de mí? —tomó un sorbo de vino y sus ojos oscuros chispearon amenazadores.
—Puede, un poco. Lo tuyo no es la espontaneidad.
—Me conoces bien.
—Lo normal después de salir tres meses.
—Lo suficiente.
—¿No vas a probar las gambas? —preguntó ella, pensando que había un significado oculto en las palabras de él, pero sin saber cuál era.
—Supongo que sí, pero el verdadero placer es verte a ti comerlas.
—Como quieras —ella acababa de tomar un bocado y había cerrado los ojos con placer. Era divino.
—Te aseguro que estoy disfrutando mucho de mi aperitivo.
Sólo había gambas en la mesa, que él no comía, así que tardó un segundo en entenderlo. Cuando lo hizo, abrió los ojos. La estaba mirando con un brillo depredador en los ojos, muy oscuro.
Ella tomó aire, intentando calmar el latido acelerado de su pulso. Cuando ese hombre se lanzaba, no ocultaba nada. Deseó que el tiempo volara. Esa noche no la dejaría con un beso apasionado que la volvería loca de deseo. No con esa mirada en los ojos.
—El chef debe estar probando cosas nuevas —dijo, cuando llegó una crema de calabaza y nueces que ella nunca había tomado allí.
—Por petición mía.
—Has encargado todo con antelación. ¿Por qué?
—Esta noche es especial, quiero que cada detalle sea perfecto.
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