sábado, 27 de junio de 2015

Amor Del Corazón: Capítulo 25

—Hoy me lo he pasado fenomenal —añadió, entrelazando los dedos con los de Paula y agarrando el volante sin soltarle la mano.
—Yo también.
Paula se sintió feliz. Se lo había pasado maravillosamente. Y el quedarse junto a Sofía también había tenido sus ventajas. Cuando Pedro se fue a nadar, Paula aprovechó para admirar su cuerpo sin que él se diera cuenta. Paula se deleitó observándolo, desde los hombros anchos hasta las largas y musculosas piernas. Los recuerdos de aquellos veranos le volvieron a la mente. Recordaba al muchacho larguirucho del que había estado tan enamorada, también cómo solía seguirlo a él y a sus amigos, el coqueteo y las provocaciones. Incluso en aquel entonces había pensado que era especial, pero no podía compararlo con los sentimientos que estaba experimentando en esos momentos.
Dulce se durmió por el camino. Al llegar a la casa Pedro la despertó y fue a sacar a Sofía, que también iba dormida.
—Tú lleva su bolsa y yo llevaré a la niña.
Paula se echó la bolsa al hombro y empezó a subir las escaleras a la entrada de la casa. Tenía el pelo seco y le picaba la piel de la sal. Tenía calor y estaba cansada y lo que más le apetecía era ducharse y cambiarse de ropa.
Pedro abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar a Paula pasar primero. Al hacerlo se quedó de piedra. Ana y Fernanda salían del salón, ambas elegantemente vestidas. Por el contrario, Paula  se sentía sudorosa y desarreglada. Deseaba poder dar media vuelta y echar a correr, pero Pedro estaba justo detrás con Sofía, profundamente dormida apoyada en su hombro.
Ana puso cara de asco, pero al ver a Pedro disimuló.
—Ya estás aquí Pedro. Fernanda estaba a punto de marcharse; me alegro que hayas venido antes de que se fuera.
—Hola, Fernanda —dijo con frialdad.
—¿Un bebé? Vaya, cariño, no es que pegue mucho con la imagen que tengo de ti.
—Dame a Sofía, la llevaré arriba.
Sin decir más Paula se volvió y empezó a subir las escaleras.
—Quédate un poco más, Fernanda—le instó Ana—. ¿Pedro, te apetece tomar algo con nosotras?
Paula se detuvo al llegar arriba y se volvió lo suficiente para ver a Pedro asintiendo con la cabeza.
—¿Claro, por qué no? —dijo.
—¿Claro, por qué no? —Paula lo remedó en voz baja mientras llevaba a su hija a la cuna—. Me apetece mucho más estar contigo Fernanda, tan guapa y tan limpia, que con mi esposa, despeinada y hecha un cangrejo.
Paula entró en la habitación de Sofía con rabia, apretando los dientes. ¡Maldición! Habían pasado una tarde tan estupenda... ¿Por qué no se había marchado Fernanda antes de que volvieran?
Pedro  podría haber dicho que no, le decía una voz en su interior.
Acostó al bebé, fue a buscar una toalla limpia, la humedeció y le limpió la cara a la niña con cuidado. Con lo cansada que estaba a lo mejor no se despertaba hasta después de unas horas.
Paula guardó la ropa del bebé y fue hacia el cuarto de baño, con el transmisor en la mano. Se ducharía y vestiría para cenar e intentaría ignorar el hecho de que Pedro había preferido quedarse con Fernanda que subir con ella a la habitación.
Duchada y vestida, Paula se paseaba por la habitación. Pedro aún no había subido. ¿Cuánto se tardaba en tomar una copa? Aunque no le importaba en realidad lo que hiciera; no tenía ningún poder sobre él. Suspiró y se dio cuenta de que ese era el problema. Se estaba enamorando de un hombre que no sentía lo mismo hacia ella. Una aventura era lo máximo que le había propuesto, nada de compartir sus vidas ni de formar una familia. Y no podía quejarse de nada; se había metido en ese tinglado con los ojos bien abiertos.
Alguien llamó suavemente a la puerta.
—¿Sí? —Paula la abrió y vio a Mirta.
—El señor Zolezzi  dice que le gustaría que fuera a hacerle compañía un rato —dijo Mirta.
Y encima eso. No le apetecía pasar más tiempo del estrictamente necesario con el abuelo de Pedro. Sentía un cierto resentimiento hacia aquel hombre y hacia todo lo que representaba. Pero como estaba enfermo, se compadeció de él.
—¿Cuanto falta para cenar? —preguntó Paula, cambiando de tema.
—Más o menos una hora. La madre de Pedro nos ha pedido que retrasemos un poco la cena. Esa tal señorita Alvarez sigue aquí; si no se va pronto tendrán que invitarla a cenar o bien aplazar la cena para más tarde —dijo Mirta con severidad.
Paula asintió. A lo mejor ese era el plan de Fernanda.
—Espera que vaya a por el transmisor del bebé y voy para allá.
—Aquí estás. Pasa, pasa —dijo Roberto desde la cama al ver a Paula pararse a la puerta.
La enfermera Spencer le sonrió y le hizo señas para que entrara.
—Voy a darme una vuelta por el jardín. Si me necesitan que venga a buscarme Mirta —dijo con amabilidad.
—Siéntate, chica. No puedo estirar tanto el cuello. Siéntate —le ordenó Roberto.
Paula  acercó una silla a la cama y se sentó. Observó al anciano con recelo, dándose cuenta de lo frágil que parecía.
—Has estado al sol hoy, se te nota a la legua —dijo.
Por un momento le recordó a Juan el cocinero del café, y el resentimiento pareció ceder un poco más. Con el tiempo, a lo mejor terminaba hasta encariñándose con él.
Asintió con la cabeza y contestó:
—Fuimos a Playa Manley.
Arrugó la nariz con timidez. Tenía la piel tirante y roja; debería de haberse puesto más protector solar. Bueno, al menos a Sofía sí que le había puesto bastante.
—¿Fueron a navegar? —le preguntó.
—No. Sólo estuvimos jugando en la orilla.
—Ah.
—¿Le gustaba a usted navegar? —le preguntó alegremente.
Quizá hubiera sido un aficionado a los barcos de joven. Ella nunca lo había hecho, pero se lo imaginaba muy divertido.
—No, a mí no me iban esas cosas —gruñó.
—Vaya.
La miró de nuevo con aquellos ojos tan llenos de vitalidad que contrastaban con la debilidad de su cuerpo.
—¿Pedro te ha contado algo de su padre?
—Un poco —admitió.
—El chico quería navegar cuando era joven. ¡Pero yo puse fin a esa tontería!
Paula echó la cabeza hacia atrás y lo miró con interés.
—¿Por qué?
—Por su padre. ¿Por qué crees?
—No lo sé. Todo lo que me ha contado Pedro es que su padre se marchó antes de nacer él.
—Yo le soborné, eso fue lo que hice. Se casó con Ana por dinero, pero yo le demostré que no iba a ver un céntimo si no aceptaba mi oferta. Lo agarró y se marchó.
—Qué pena —murmuró Paula.
—¿En? ¿Qué has dicho?
—He dicho qué pena —repitió vocalizando—. Pedro ha echado de menos tener un padre.
El anciano desvió la mirada.
—¿Pedro te ha dicho eso?
—No ha hecho falta, se le nota. No tuvo padre, una madre que no lo deseaba y un abuelo que pensaba que podía darle órdenes como si fuera un lacayo. A mí me parece que eso es tener una infancia bastante dura.
—Bueno, pues nadie te ha preguntado, señorita, con lo que guárdate tus opiniones. A lo mejor debería ofrecerte algo para que te marcharas y veríamos lo que tardabas en aceptarlo —volvió a mirarla intimidándola.
Paula sonrió tristemente y se acomodó en la silla. A ver hasta dónde iba a llegar. Después le diría que ni todo el dinero de la nación sería suficiente. ¡Quizá pensara que el dinero lo compraba todo, pero pronto averiguaría que a ella no se la compraba con dinero!
—Haga su oferta. Ya lo avisaré cuando, se vaya acercando.
—¿Acercando a qué? —dijo Pedro desde la puerta.

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