Paula sabía que el resto de su familia no tardaría mucho en ir a verla. Por un lado, era como si hubiese anunciado su llegada por megáfono en el centro del pueblo, ya que la noche de su llegada había pasado por Colbys Bar & Grill. Y aunque había hablado con la mayor parte de su familia por teléfono para asegurarles que se las arreglaba bien sola, pronto empezaron a llegar visitas. Primero sus abuelos para llevarle café y bollos de canela que habían comprado en el trayecto desde el Double-C.
Gloria y Alberto Clay no era los abuelos de Paula. Paula los recordaba casados desde siempre, pero sabía que antes de su matrimonio Alberto ya había criado a cinco hijos y Gloria había criado a Alejandra y a Mariela, su hermana gemela. Para los Clay, la familia era la familia. Y el amor, el amor. Así de sencillo. Así que Paula se calló y no protestó cuando Gloria, que era una enfermera retirada, hizo comentarios acerca de su rodilla, ni tampoco cuando Alberto, la acusó de haberse comido un bollo entero. Espaguetis la noche anterior. Y un bollo de canela esa mañana. Tendría que entrenar durante horas para calmar su conciencia.
Después, antes de que Gloria y Alberto se marcharan, Sabrina Scalise, una de las primas de Paula, apareció con sus tres hijos. La casa se fue llenando de gente a medida que avanzaba la mañana. Y aunque Paula se alegraba de verlos a todos, no podía evitar echar de menos el ruido de las herramientas que Pedro había estado utilizando el día anterior. Esa mañana no había pasado por allí. ¿Debido a cómo habían reaccionado cuando él le llevó los espaguetis? ¿O por algo que no tenía nada que ver con ella?
—Entonces nos veremos mañana por la noche en el Colbys? —dijo Sabrina desde la puerta, mientras vigilaba a Valentina y a Karen, sus hijas de trece años, que estaban en el jardín cuidando de su hermano Bruno, que sólo tenía cuatro—. Una noche de chicas —ya había quedado con el resto de sus primas para verse en el pueblo—. Nos pondremos al día de todo y beberemos hasta que nos tengan que llevar a casa. ¿Les parece bien?
—Estupendo —Paula contestó con una sonrisa a la vez que miraba hacia el camino en busca de una camioneta de color azul oscuro.
—¿Estás segura de que no quieres que vengamos a buscarte?
—He venido conduciendo desde Nueva York — le recordó Paula—. Creo que podré llegar al pueblo desde aquí.
—Y no puedo creer que hayas alquilado un coche para venir —contestó Sabrina—. Habría sido más rápido venir conduciendo.
Paula se encogió de hombros.
—Me gusta conducir —no era que no le gustara volar, pero había pensado que le sentaría bien conducir durante horas para poder pensar y olvidarse de lo que dejaba atrás.
Por un lado, había tenido éxito. Ya era capaz de pensar en el cerdo canalla sin desear romper algo. Su cara, por ejemplo. Por otro lado, no había conseguido nada. Porque seguía sin saber qué iba a hacer con su vida si no podía continuar siendo bailarina.
—Nos veremos mañana por la noche —contestó Sabrina, negando con la cabeza como si no pudiera comprender la decisión de Paula.
Paula asintió, esperó a que metiera a los niños en el coche y los despidió con la mano. Después, permaneció un rato mirando a ver si aparecía Pedro. Al cabo de un rato decidió que aquello era ridículo y se marchó de allí. Por la mañana se había vestido con la ropa de entrenar. Después de pasar la noche en el sofá con la rodilla en alto se encontraba mucho mejor y había sido capaz de subir por las escaleras sin casi dificultad. Llenó una botella de agua, agarró el teléfono móvil y se dirigió al granero que estaba cerca de la casa. Allí era donde su padre había montado un pequeño gimnasio para que hiciera la rehabilitación cuando tenía doce años y ni siquiera podía caminar. Todo el equipo seguía allí, junto a la pista de baile portátil que había instalado ella diez años antes. Había un equipo de música viejo, mantas y toallas. Al sacar una, percibió que olían a limpio, lo que probablemente significaba que Alejandra seguía utilizando aquel espacio como lugar de entrenamiento. Encendió el equipo de música, metió un CD de los que había en la estantería y estiró una manta frente al espejo que cubría la pared. Entonces, se puso a trabajar con música new age.
Era la música lo que llamó su atención. En concreto, fue lo que llamó la atención de Abril y Pedro no pudo ignorarla porque suponía que algo tenía que ver con la bailarina. De algún modo dudaba que Miguel Chaves fuera el que estaba escuchando música clásica. Había tenido una mañana muy ocupada y, además, la monitora del campamento de verano al que asistía Paula se había puesto enferma y había cancelado las actividades. Horacio tenía una reunión en Alcohólicos Anónimos en Braden y después tenía que ir a Cheyenne a recoger a Nicolás que llegaba en avión desde Princeton. En cuanto Pedro paró la camioneta junto a la casa, Abril salió con Bugsy, el conejo, en la mano.
—¿Qué es eso? —preguntó girando la cabeza en dirección a la música.
—Parece música —agarró la bolsa de libros y juguetes que había llevado para que estuviera entretenida y sacó la caja de herramientas—. Vamos —le acarició la cabeza—. Estoy trabajando en la parte trasera de la casa.
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