Si el anciano Zolezzi estuviera vivo, le diría unas cuantas cosas. Pero si viviera, Ana no habría abandonado Grecia con su hijo. Pau y Pedro no se habrían conocido. Esa idea le produjo escalofríos.
—Sube —invitó, con un suspiro de rendición.
Pedro no había anulado su deseo de estar sola y pensar, lo había hecho su conflicto interior. Quería pasar tiempo con él; anhelaba su presencia como si fuera una droga. Siempre había creído que tenía mucho autocontrol, pero cuando se trataba de Pedro se desvanecía, junto con su instinto de supervivencia.
Y ésa era una de las mejores razones para no responder a su propuesta esa noche.
Él bajó del coche y fue a abrirle la puerta. Siempre un caballero, mucho más que muchos hombres nacidos entre dinero, posición y modales. La ayudó a salir y puso la mano en su espalda. Hacía eso mucho, guiándola hacia donde quería, con un contacto físico posesivo y protector.
Ni en el ascensor apartó la mano. También era habitual… tocarla porque sí, no por necesidad. La tocaba como si ya fuera suya. Otro motivo para que le extrañara que no hubiera intentado hacerle el amor.
Empezaba a entenderlo mejor, pero no estaba segura de que esa comprensión la llevara a aceptarlo.
Subieron en silencio y solos hasta la quinta planta. Ella estaba ensimismada con sus pensamientos y percibía que a Pedro no le molestaba eso.
Él esperó con paciencia a que abriera la puerta del piso y desactivara la alarma. Los cerrojos de la sólida puerta de acero forrada de madera se abrieron con un ruido suave. Entraron.
—Me gusta la seguridad de este lugar.
Ella se rió. A veces tenía la impresión de que Pedro, como su padre veía la seguridad de Denver Mint como mera rutina.
—Elegí el piso en un edificio vigilado para que a papá no le costara tanto la transición cuando me fui de casa. Pero no le pareció suficiente. Su regalo fue instalar un sistema de seguridad de Vitale Security.
—He utilizado esa empresa. Son muy buenos.
—Seguro, y el instalador era guapo para morirse.
—¿Ah, sí? —preguntó Pedro con voz brusca.
—Delicioso —se pasó la lengua por los labios—. Pero demasiado bajo para mí. Vino desde la central de Sicilia. Papá exigió lo mejor.
—Menos mal que he heredado mi altura de algún gen perdido, ¿no?
—Apuesto que ese don lo recibiste de tu padre —dijo ella mirando su metro noventa de altura.
Pedro arrugó la frente, pero no lo negó. Teniendo en cuenta que su madre no pasaba de un metro cincuenta, quizá no pudiera.
—Todos heredamos cosas de nuestros padres, y esperamos que sean las mejores —dijo ella, entrando a la sala—. Mi testarudez viene de mi padre. Pregúntale.
—No necesito hacerlo, he visto la evidencia suficiente —dijo Pedro, sentándose a su lado, en el sofá de cuero amarillo.
Ella rió, encantada de estar con Pedro allí, en ese momento. Se quitó las sandalias, recogió las piernas y ladeó el cuerpo para mirarlo.
Él no sonreía, la observaba como si intentara resolver el rompecabezas de sus gustos.
—Eres muy comprensiva con la necesidad que tiene Miguel de protegerte.
—Lo quiero —suspiró—. Entiendo que como única heredera de un hombre tan rico, soy la candidata típica para un secuestro.
—Pero insistes en vivir sola.
—¡No vivo exactamente sola! —contuvo el deseo de resoplar—. Su equipo de vigilancia tiene el piso contiguo. Me vigilan y vigilan mi piso cuando no estoy.
—¿No sería más sencillo vivir en casa de tu padre?
—Puede, pero aquí tengo más independencia que si viviera en su casa —no lo dijo, pero también era más fácil convencerse de que apenas veía a su padre porque vivían separados, y no porque él no estaba lo bastante interesado como para dedicarle su tiempo—. Además, no quiero que el dinero de mi padre dicte todos los aspectos de mi vida.
—Preferirías vivir sin vigilancia.
—Sí.
—Pero hace concesiones a los sentimientos de Miguel, a su miedo por tí.
—También es una cuestión práctica. ¿No haces tú lo mismo por tu madre?
—Touché —aceptó él, sonriendo. Puso un brazo en el respaldo del sofá y ella percibió que su sutil aroma especiado y varonil la envolvía. Había leído que el sentido olfativo de la mujer estaba más desarrollado que el del hombre, pero era la primera vez que se fijaba en un olor individual. Quizá porque para ella Pedro era único. En todos los sentidos.
Su virilidad y calidez la atraían tanto que se obligó a hablar para no acercarse más a él.
—Apuesto a que te resulta tan difícil encontrar un hueco en tu agenda para las comidas familiares y las excursiones que Ana desea como a mí permitir que mi padre tenga a un grupo de hombres vigilándome.
—Creo que tienes razón, aunque nunca lo había visto así. Sólo sé que desde que era niño decidí darle a mi madre la vida que debería haberle dado mi padre —su expresión denotó que lo sorprendía haber confesado eso tanto como a ella oírlo.
Era un hombre muy privado y ella pensó que compartir tanto de sí mismo había sido muy especial. Rozó su brazo con la mano y le sonrió.
—Debes haber superado tu objetivo con creces.
—¿Eso crees?
A ella la emocionó que sonara dubitativo, cuando era algo tan obvio que no cabía duda alguna.
—Dudo que tu padre sea un rico magnate y estoy segura de que no lo fue en su adolescencia. Has superado todo lo que él podría haber hecho, incluso si se hubiera quedado con ella.
—Es posible que tengas razón —la satisfacción de su voz hizo que Pau comprendiera algo más sobre el enigmático hombre que quería casarse con ella.
Tenía cosas que probarse a sí mismo… a su abuelo… y al padre que nunca había conocido.
—¿Quieres café, o una copa? —preguntó, recordando sus obligaciones como anfitriona.
—No, gracias.
—Ha sido idea tuya subir —le recordó ella, que había sentido un escalofrío al escuchar su negativa.
—Para poner fin a una de tus dudas con respecto al matrimonio, no porque quisiera beber nada.
—¿Vas a poner fin a una duda? ¿De qué manera?
Él se inclinó hacia delante, invadiendo su espacio personal, quemándola con su calor e hipnotizándola con sus ojos oscuros como la noche.
—Adivínalo.
—¿Y lo de la integridad y evitar el sexo antes de la boda? —había pretendido sonar sarcástica, pero sonó jadeante y deseosa. Se maldijo por ello.
—Pretendo casarme contigo. Sólo tienes que fijar la fecha —lo dijo de tal modo que igual le habría dado encogerse de hombros. Y ella comprendió que pensaba casarse con ella. No tenía la esperanza ni el deseo de… Tenía un plan y sabía que ganaría.
—¿Está bien seducir a una virgen si piensas casarte con ella? —de nuevo, su voz sonó demasiado deseosa.
—Has dicho que no eras virgen —su tono no indicó que eso le importara.
—Y no me creíste.
—No tienes razón para mentir.
—No, no la tengo —pero aun así había dudado de ella. Por los informes de los vigilantes de su padre y de su propio detective. Y debería haberla creído.
Sus pensamientos se desataron como un torbellino, pero la cercanía de él empezó a ganar la batalla.
—Si fuera virgen, ¿estarías planeando seducirme fríamente?
Eso hizo que él sonriera como un depredador, lo que no la tranquilizó en absoluto.
—Te aseguro que no habrá nada de frío en ello.
—Espera, verás, me cuesta entender cómo vas a… —su cerebro tuvo un cortocircuito cuando él posó la mano en su hombro.
—¿Decías? —acarició su clavícula con el pulgar.
—¿Decía? —musitó ella.
—¿Decías? —acercó los labios a su boca.
—Estaba diciendo… —intentó aferrarse a la realidad—. Tú…, yo…
—Tú, yo, ¿qué? —repitió él, con voz teñida de risueña y triunfal masculinidad. Eso aguijoneó el orgullo y la memoria de Pau, que se alejó de su boca.
—Sigo sin ver cómo vas a convencerme de tu pasión acariciándome como lo haces. Se parece mucho a ofrecerle a un posible cliente una garantía adicional —pensó que había dicho algo brillante, dado el estado caótico de su mente. Pero a él no pareció impresionarlo su argumento.
—Te prometo que no te veo como a un cliente.
Ella no estaba tan segura. Una vez expresada, la idea había echado raíces en su mente.
—Te deseo —él se acercó un poco—. Cuando te haya tenido, será imposible que ignores la verdad de ese deseo, pethi mou.
—Estás demasiado seguro de tí mismo —cruzó los brazos sobre el pecho e hizo algo que no iba con ella: frunció los labios en un mohín. Y se sintió bien.
Él sonrió como si esa reacción le pareciera encantadora y deslizó un dedo por su brazo hasta llegar al otro. Ella sintió una oleada de calor y placer.
—Creo que lo que realmente te molesta es que esté tan seguro de tí —dijo él, deteniendo el dedo peligrosamente cerca de uno de sus senos.
Ella intuyó que tenía razón. No pudo pensarlo mucho, porque él capturó su boca posesivamente. No fue un beso tentativo, ni un preludio de seducción. Fue pura pasión desatada, que estalló en una lluvia de estrellas de colores que desdibujó su cerebro.
Y cayó en picado tal y como había previsto; sin un quejido de protesta. Sin intentar siquiera apartarlo. Y no podía alegar que sus manos estaban atrapadas porque él le descruzó los brazos para acercarse más.
Se habría avergonzado si no estuviera disfrutando tanto del beso. Nunca se había sentido tan bien como cuando él la besaba. Desde la primera vez. Su sitio estaba entre sus brazos. No sabía si él sentía lo mismo, pero anhelaba el contacto.
Quizá él lo percibía y por eso estaba tan seguro de sí mismo. Pero eso no explicaba por qué quería casarse con ella.
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