Delfina le apretó la mano y luego se puso de pie.
—Todo el mundo, vámonos.
—¿Quieres comer algo antes de hablar? —le preguntó su madre.
El estómago revuelto hizo que deseara negarse, pero sabía lo importante que era para su madre que se mantuviera sana.
—Tal vez una bandeja.
—Traeré una.
—Trae también comida para Pedro.
—No tengo hambre.
Lo miró con ojos intensos.
—Si yo debo comer, tú también. Tienes pinta de haber perdido más de cinco kilos que no te sobraban.
Su padre rió. Era un sonido agradable, muy infrecuente en los últimos meses.
—Hazle caso, hijo.
—Lo que sea —indicó Pedro con emoción—. Si eso te hace feliz.
Lo miró. No creía que la hiciera feliz, pero… pero…
—Quedaré satisfecha.
—Entonces, comeré.
Esperaron en silencio, inmóviles, hasta que su madre regresó con una bandeja con dos platos y zumo para beber.
—Primero, coman; luego hablen—aconsejó antes de marcharse.
Y eso fue lo que hicieron.
Al terminar, Pedro dejó la bandeja en el suelo. Luego se volvió para mirarla con expresión desolada.
—Tu hermana ha dicho que estuviste a punto de morir… por no comer —ella asintió. El tragó saliva con ojos brillantes—. ¿Por qué? —preguntó con un susurro.
El terror la atravesó. Nadie le había hecho esa pregunta. Todos habían dado por hecho que conocían la respuesta, y ella había permitido que fuera así. De ese modo, no había tenido que mentir. ¿Podría mentirle a él?
Era el padre del bebé. Merecía saberlo. ¿O no? La había rechazado, pero eso no significaba que no tenía derecho a saberlo. Sin embargo, no le había reconocido su culpabilidad a nadie. Ni siquiera al médico de urgencias, aunque estaba seguro de que lo sospechaba.
Pedro esperó sin hablar.
Ella se humedeció los labios.
—Un par de semanas después de llegar de España, empecé a sentir náuseas. Era algo constante, y mi agente quiso que perdiera unos kilos para un anuncio.
—No tenías unos kilos para perder. Se encogió de hombros.
—Era muy fácil dejar de comer cuando la comida me ponía enferma. Tampoco dormía. Los sueños… odiaba despertar en esa soledad.
—Lo siento —emitió un sonido de dolor, y los nudillos se le pusieron blancos.
—¿Pedro?
Él movió la cabeza, tratando de serenarse.
—Estuviste a punto de morir. No podría haberlo soportado, y sé que es culpa mía.
Sonaba como si ese conocimiento lo estuviera matando. Y no era verdad.
—No. Quedamos en que nunca me mentirías. Sólo di por hecho que si era tan especial para mí, también debería serlo para ti.
—Fue especial.
Podría habérselo discutido, pero ya no importaba. Esa parte de su vida había muerto. Hablaría con él porque Delfina tenía razón… necesitaba hacerlo, pero luego él se marcharía, y no quería volver a verlo.
—Sea como fuere, no cuidé de mí. No es tu culpa. Sino mía. Debería haberlo hecho y no lo hice. Mientras conducía a una sesión me quedé dormida al volante. Desperté en urgencias y mi bebé había muerto.
—¿Tu bebé? —preguntó con voz apenas audible, levantándose de donde estaba sentado al pie de la cama para volver a sentarse—. ¿Estabas embarazada? —graznó.
Se preguntó si debería haber suavizado el golpe. Probablemente, aunque no sabía cómo.
—Sí. Y eso que tuvimos mucho cuidado. No sé cómo sucedió, pero así fue, y yo no protegí a mi bebé y jamás me lo perdonaré —reconoció el dolor profundo que atenazaba su corazón.
—La primera vez… no tuvimos tanto cuidado —comentó con una palidez suprema—. Nuestro bebé… está muerto —una lágrima de la que no pareció consciente le cayó por la mejilla—. Tú estuviste a punto de morir. No os protegí a ninguno de los dos —aseveró.
—No era tu tarea —había sido suya y había fracasado.
—Entonces… después de… Después de lo sucedido con el bebé, ¿dejaste de comer?
—Maté de hambre a nuestro bebé… yo merecía morir igual.
—¡No! —la aferró por los hombros con expresión de hombre condenado—. No, Paula. No digas eso… no pienses eso… ¡nunca más!
—No puedo evitar pensarlo —la verdad era así. No te dejaba en paz.
—Debes hacerlo. Está mal. Muy mal. Perdiste al bebé después del accidente, ¿no?
—Sí.
—Si lo hubieras matado de hambre, lo habrías perdido antes… el bebé te agotó las energías cuando no tenías ninguna para dar. Le diste lo último que tenías, y en el proceso estuviste a punto de morir —le cayó otra lágrima que en esa ocasión se secó con gesto impaciente.
—Maté a nuestro bebé.
Cada palabra era un cuchillo cortante en el corazón de Pedro. Desconocía las palabras para convencerla de lo contrario, pero debía intentarlo.
—Bien podrías afirmar que yo lo maté, porque no habrías estado tan angustiada si no hubiera rechazado nuestro amor.
—Nosotros nunca nos dijimos que nos amábamos.
—Pero estaba ahí de todos modos, ¿no?
Ella negó con la cabeza.
Pero sabía que mentía. Paula había amado, y también él, aunque hubiera sido tan estúpido como para no verlo hasta que fue demasiado tarde. Pero no iba a insistir con ese tema en ese momento.
Lo que los ocupaba era más importante.
—No eres responsable de la muerte de nuestro bebé.
—Sí, lo soy. Si hubiera cuidado adecuadamente de mí misma…
—Lo que habrías hecho si yo no te hubiera hecho daño, si hubieras sabido que estabas embarazada cosa que desconocías.
—Debería haberlo sabido.
—No, ¿por qué? Nunca antes habías practicado el sexo… carecías de experiencia con estas cosas. Tenías todos los motivos para creer que las náuseas eran resultado de la tensión. Acababas de descubrir que tu padre no era quien tú creías, tu vida había cambiado de manera irrevocable… yo te abandoné cuando más me necesitabas —¿se perdonaría alguna vez por ello?—. Tu nivel de estrés era extraordinario. Debí haber reconocido el amor cuando me golpeó en la cara, pero no fue así, y tú y nuestro bebé pagastes el precio.
—No… yo… Tú no me amas, Pedro.
—Te amo.
Ella movió la cabeza y casi sonrió.
Pedro ya no podía cambiar el pasado, sólo trabajar en el futuro. Y los dos tenían un futuro. Juntos. Porque separados no eran más que personas a medias.
—Ya no quiero seguir hablando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario