Ella tragó saliva, sintiendo un extraño calor por todo el brazo. Por un instante sólo fue consciente de su femineidad, del tumulto de sentimientos que Pedro Alfonso había provocado siempre en ella, todavía presentes después de todos aquellos años.
Asintió y retiró la mano. Le sirvió el café con manos temblorosas, reflejando el nerviosismo que se adueñaba de ella cuando él la rozaba.
Ya no era una adolescente enamoradiza. Tenía responsabilidades, obligaciones. Además, si no había conseguido gustarle cuando eran niños, difícilmente podía hacerlo en ese momento.
—Tienes pinta de estar cansada —dijo él.
—Si terminaras, podría cerrar e irme a casa —contestó, echándole otra mirada.
Él la miró a los ojos fijamente.
—Primero deja que te proponga un trato.
—¿Un trato?
Paula sabía que estaba demasiado cansada para pensar con lucidez, pero no imaginaba qué tipo de trato podría hacer con Pedro Alfonso.
—¿Qué te parecería dejar este empleo, seguir con tus estudios y no tener que preocuparte por el dinero en el futuro inmediato?
—¿Y qué tengo que hacer? ¿Vender a mi primogénito?
Instintivamente se cubrió el vientre con ambas manos, como si quisiera resguardarlo de aquel hombre.
—No. Solamente casarte.
—¿Casarme?
Abrió mucho los ojos. ¿Lo habría entendido bien?
—¿Y con quién tendría que casarme? —preguntó, recelando instantáneamente.
—Tendrías que casarte conmigo.
Paula lo miró anonadada.
—No lo dirás en serio —dijo muy despacio.
—Muy en serio.
El brillo de sus ojos la avisó que sería peligroso contrariarlo. Aquel no era el arrogante muchacho de la playa, sino ya un hombre de unos treinta años, atractivo y peligroso.
—¿Has bebido? —le preguntó recelosa.
—Un poco, pero no estoy bebido, si es eso lo que piensas. Estoy furioso y con ganas de vengarme, pero no borracho —murmuró.
La miró a los ojos con intensidad.
—Piensa en el trato que te ofrezco. Yo te daría la cantidad suficiente para que te pudieras permitir cualquier cosa que quisieras. Podrías dejar de trabajar y quedarte en casa con el bebé. Te daría todo lo que necesitaras.
—¿Y a cambio, qué tendría que darte yo?
No pensó que le interesara ella como esposa, o de ningún otro modo. Estaba de más de ocho meses, hinchada y sus bonitos cabellos rubios habían perdido los rizos naturales y se veían lacios. Sabía que tenía ojeras; se las veía todas las mañanas en el espejo cuando se arrastraba de la cama para acudir a su otro empleo. ¿Y por qué ella? Con su atractivo, su posición social y su dinero podría encontrar a muchas mujeres que no dejarían pasar la oportunidad de casarse con él.
—Si me caso contigo tendré una esposa —dijo con pesar.
—No lo entiendo —estaba demasiado cansada para pensar a derechas.
—Quiero casarme, elegir mi propia esposa. Y te he elegido a tí.
—No sabes nada de mí.
—Paula, pasamos varios veranos juntos en el mismo lugar. Tú me seguiste como un perrito durante dos veranos. Conocía a tus padres y sé que no estás casada. Eso es todo lo que me hace falta saber. Yo necesito una esposa y a ti no te vendría mal tener un marido. Sería sólo platónico. Y me ocuparía de que no te faltara dinero y así te daría tiempo para estar con el bebé.
—Dame tiempo para pensármelo —contestó.
Su propia contestación la horrorizó, pero no se echó atrás. Seguramente Pedro había estado bebiendo más de lo que quería reconocer. Después de dormir la mona, se olvidaría de esa noche. Si lo tranquilizaba se iría pronto y sin problemas.
Pedro la miró detenidamente y asintió con la cabeza.
—Me doy cuenta de que la idea te resulta extraña; también mi madre y mi abuelo se quedarán sorprendidos. ¡Maldita sea, elegiré yo sólo a la mujer con la que me voy a casar aunque sea lo último que haga! Volveré mañana por la noche a por una respuesta. Piénsatelo. No te exigiré nada ni esperaré que tú me exijas a mí. La única diferencia es que estaríamos casados y que tú no tendrías que trabajar por la noche.
—Eso no parece mucho. Sobre todo si vas a ser tú el que nos mantenga. Los bebés no cuestan poco dinero.
Por un instante se dejó llevar por la imaginación. Qué sueño más tentador el no tener que volver a preocuparse por el dinero, poder quedarse en casa con el bebé durante los primeros meses y no sentirse aterrorizada pensando en dónde iban a vivir y qué iban a comer.
—Créeme, es suficiente. ¿Quieres referencias u otra cosa que te ayude a tomar una decisión?
Paula sonrió y sacudió la cabeza.
—No, nada de eso me hará falta.
Seguramente no volvería a verlo, pero al menos esa noche le seguiría la corriente.
—Piénsatelo. Mañana vendré a que me des una respuesta —dijo Pedro, poniéndose de pie.
Sacó unos cuantos billetes de un billetero y los tiró descuidadamente sobre la mesa.
—Gracias por el café y la tarta, Paula.
Lo observó desconcertada mientras salía por la puerta.
—Voy a cerrar la puerta con llave, Juan —dijo, aún algo aturdida por lo ocurrido.
Cerró la puerta, recogió sus libros y fue a la cocina a ponerse el abrigo. No hacía más que darle vueltas a la extraña proposición.
—Te acompañaré un poco —dijo Juan, poniéndose un grueso abrigo de paño— y te llevaré los libros. ¿Te falta mucho para terminar el trimestre? —preguntó el viejo, que a su manera se preocupaba de Paula.
—Mañana tengo el último examen. No voy a continuar al trimestre que viene.
En aproximadamente un mes daría a luz su bebé e iba a necesitar todo el dinero que pudiera ganar.
—Algún día conseguirás licenciarte. Eres una chica muy trabajadora, eso lo sé.
Paula sonrió y le echó el brazo al tiempo que echaban a andar hacia la parada de autobús.
—¿Quién era el tipo que entró a última hora?
—Alguien que conocía de cuando era pequeña. Pedro Alfonso—dijo Paula—. Hace años que no lo veía.
—¿Ha venido a verte?
—No, la realidad es que al principio no me reconoció. Pero lo más extraño es que...
Vaciló, sin saber si repetir en voz alta la extraña proposición de Pedro.
—¿Qué? —preguntó Juan, mirándola en la oscuridad de la noche.
—Me pidió que me casara con él.
—Bien hecho.
—Juan, ni siquiera lo conoces.
—No, pero sé que estarías mejor casada y en casa por las noches con el bebé que trabajando hasta estas horas en el café. ¿Te gusta el tipo?
—Sí, a lo mejor. En realidad, hace doce años que no lo veía.
—Quizá lleve todos estos años perdidamente enamorado de tí.
Paula se echó a reír.
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