—Bueno, no lo es. ¿Estás insinuando que no me quieres porque soy virgen? —jamás había previsto eso, pero debería haberlo hecho. Pedro ya había mencionado que por lo general buscaba mujeres que sabían desempeñarse en el dormitorio, o al menos era lo que había dado a entender.
—No Yo… —calló y la miró un poco más—. ¿Por qué eres virgen? —algo indefinible ardió en sus facciones.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Te has estado reservando para el matrimonio?
—Ése es un concepto realmente arcaico —aunque no estaba del todo en contra de él—. Jamás he deseado a otro hombre lo suficiente como para hacer el amor con él, para permitirle entrar en mi vida de ese modo.
—Quiero hacer el amor contigo, una y otra vez. Si quieres la verdad, siento como si me faltara el aire por el deseo que me embarga.
No sonó especialmente feliz, pero Paula lo entendió. Era abrumador desear a alguien de esa manera, incluso para un hombre como Pedro.
—Yo también te deseo así.
El asintió.
—Pero no hacemos promesas para el futuro.
—Claro que no —sólo se conocían desde hacía un par de días. Sin importar lo poderosa que fuera la atracción física ni lo bien que estuvieran juntos, no se conocían lo bastante como para empezar a hablar de compromisos a largo plazo.
Aunque en lo más hondo de su ser sabía que estaba enamorada de ese hombre, se hallaba más preparada para compartir su cuerpo que ese conocimiento. Simplemente, resultaba demasiado increíble. Todo ese asunto del amor a primera vista era un mito. Tenía que serlo, pero sentía algo por él que iba más allá del deseo físico y se originaba en la región del corazón.
No obstante, no estaba más predispuesta que él a establecer un compromiso de por vida. Probablemente, menos. Su carrera empezaba a despegar. Era el peor momento posible para tomarse un descanso en pos de ambiciones personales. Sin embargo, disponían de dos semanas y quién sabía qué podría resolver después de eso.
La expresión de él reflejó un alivio inconfundible
—Me haces un gran honor al permitirme ser tu primer amante.
—No creo que tenga elección.
—Conozco el sentimiento. Yo también lo experimento. Quiero tocarte ahora… descubrir los secretos de tu cuerpo.
—Pero el chofer…
—Podría cerrar la ventanilla de la cabina, aunque eso te avergonzaría, ¿verdad?
—Sí.
—No tengo intención de avergonzarte.
—Bien —pero se sintió tentada.
Pareció pasar una eternidad hasta que llegaron al ático. Una vez allí, el ama de llaves ya se había marchado.
—Llamé desde el coche para indicarle que se ocupara de un par de cosas antes de irse temprano —explicó Pedro.
—Mientras yo hablaba con mi madre.
—Sí —alargó la mano—. Ven.
Tras un instante de vacilación, aceptó la mano y le permitió conducirla al dormitorio, donde un cubo con hielo enfriaba una botella de champán junto a la cama. La habitación se hallaba sumida en unas sombras íntimas que proyectaban las cortinas contra el sol de la tarde, estableciendo una atmósfera tan romántica como la que aportaría unas velas.
Durante largo rato se miraron.
Pedro notó que temblaba y le pasó las manos por los brazos.
—Es la hora.
—Sí —no sintió trepidación… no había espacio para nada que no fuera el anhelo que sabía que sólo él podía saciar.
El corazón le latía deprisa y sintió la sangre correr por sus venas, con el embriagador licor del estímulo encendiendo cada célula hasta que sintió el torrente de la necesidad apoderarse de todo su cuerpo. Podía oír su propia respiración jadeante como si estuviera amplificada. Tenía el pecho contraído por la excitación, pero eso no era nada comparado con la sensación de una descarga eléctrica que sacudía cada una de sus terminaciones nerviosas.
Se sentía tan viva con Pedro.
Los colores eran más brillantes, el aire más penetrante, los olores más intensos.
Pedro Alfonso provocaba en ella todo un abanico de emociones que ni siquiera había sabido que existían. Al menos para ella. Emociones que en realidad jamás había querido y que en ese momento hacían que se preguntara cómo había podido ser tan miope al pensar que podría vivir sin ellas.
Eso era glorioso. Asombroso. La vida.
Con manos gentiles él la acercó, pero su cara contaba otra historia. Su expresión era feroz en su intensidad, otra prueba del macho primitivo que acechaba debajo de la fachada del magnate. Sus ojos oscuros indicaban que su apetito era tan poderoso como el de ella. Quizá más. Después de todo, sabía por experiencia lo bueno que podía resultar ese acto.
¿O no?
Le había dicho que ella era diferente. Quizá su intimidad también sería única y especial para él. Rezó para que así fuera. Necesitaba que fuera así, poca cordura que le quedaba le decía que no lo esperara. Ese tipo de deseos pertenecían al mundo de cuentos de hadas.
—Haré que sea perfecto para ti, querida —dijo los labios a simples centímetros de los de ella.
—Estás tan seguro —musitó Paula.
—No me cabe duda —emitió un sonido sexy desde el fondo de su garganta y la besó, reclamando absoluta posesión.
Las rodillas de ella amenazaron con ceder y se apoyó contra Pedro, quien le rodeó la cintura con un brazo. Todo en él era duro y fuerte, haciendo que Paula se sintiera a salvo e increíblemente sensual moldeada a ese cuerpo. Le acarició el torso y le devolvió el beso.
Sus tetillas eran como diminutos capullos duros como rocas bajo la fina tela de la camisa y gimió cuando se los rozó con las yemas de los dedos. Los propios pechos y pezones de Paula se abultaron y anhelaron que los acariciara. Como si le leyera la mente, interpuso entre ellos la mano libre para masajearle las curvas a través del algodón delicado del vestido negro de Dolce & Gabanna.
No se había puesto sujetador por las finas tiras del vestido. La falta de una barrera adicional entre los dedos que la acariciaban y su piel sensibilizada incrementó la intensidad del placer. Al rato, gemía contra los labios de Pedro y se pegaba a él, tratando de encontrar una posición que apaciguara la anhelante necesidad que crecía dentro de ella.
La alzó, pegándola contra su torso, y como por voluntad propia los brazos de ella le rodearon el cuello. Comenzó a besárselo, y él se quedó quieto. Le plantó un beso con la boca abierta debajo del mentón y lo probó con la lengua. Sabía salado e increíblemente masculino.
Le besó la extensión de la mandíbula, mordisqueándole la curva dura, disfrutando de su poderosa masculinidad.
Luego pasó al lóbulo de la oreja, que también mordisqueó antes de lamerlo, encantada con el sonido de excitación feroz que salió de las profundidades del torso de Pedro. De pronto se puso en movimiento y con rapidez cruzó la habitación, sin detenerse hasta llegar a la cama de tamaño extragrande que dominaba la zona.
La recostó con una fuerza controlada por la ternura y dio un paso atrás mientras se quitaba la chaqueta del traje. Los músculos ondularon bajo la ceñida camisa a medida, y Paula quiso alargar los brazos para tocarlos. Pero se hallaba demasiado lejos.
Lo observó con ávido interés mientras se desnudaba con una economía de movimientos que hablaba de impaciencia y total comodidad con su desnudez. Había visto a muchos modelos masculinos en diversos estados de desnudez. Había posado con ellos para la cámara en posturas íntimas, pero nunca el cuerpo desnudo o casi desnudo de un hombre había hecho que el suyo llorara.
La humedad se acumuló en ese lugar secreto entre sus piernas y lo sintió profundo. No era algo sólo sexual, sino exquisito. Como encontrarse con una cascada oculta en el bosque… algo secreto y hermosamente exuberante. No haber experimentado jamás esa reacción con otro hombre hizo que la respuesta de su cuerpo fuera más especial e íntima.
Además del deseo físico, también las emociones la anegaron hasta que sintió como si se ahogara en un tsunami de necesidad. Una piel sedosa que nunca había conocido el tacto de un hombre palpitaba con la agónica rapacidad del anhelo del contacto de Pedro. El se quitó los calzoncillos y la lanza se liberó. La piel era ligeramente más oscura que el resto del cuerpo tensa sobre una erección de tamaño impresionante.
Nunca antes había visto a un hombre con una plena excitación. Resultaba un poco intimidatorio y al mismo tiempo increíblemente estimulante. A pesar del hormigueo que le recorrió la espalda, su cuerpo inexperto instintivamente supo lo que anhelaba, haciendo que ondulara en la cama en indefenso deseo.
Los ojos de Pedro parecían completamente negros, y se acarició a sí mismo con una sensualidad natural que potenció el deseo que carcomía las entrañas de Paula.
—Eres asombrosamente sexy, cariño.
—Y no te cuento tú —se atrevió a responder ella.
Pedro sonrió con una expresión llena de promesa.
—Eres la mujer más seductora con la que he tenido el privilegio de hacer el amor.
—Bromeas.
—No.
—Pero has estado con un montón de mujeres.
—No exactamente.
—Todas más experimentadas que yo.
—Eres tú a quien encuentro cautivadora, tesoro mío.
Ella movió la cabeza, tratando de despejar los pensamientos brumosos por el deseo.
—Siempre me consideré un poco asexuada —reconoció en voz baja.
La miró con incredulidad.
—Me excitas tanto, que me cuesta mucho no tomarte ahora mismo. Pero eres muy inocente y no quiero lastimarte.
—Razón por la que no puedo verme como la mujer más seductora con la que has estado.
Como ya he dicho, es la mujer Paula Chaves quien me resulta tan estimulante, no tu grado de experiencia o carencia de ella —se subió a la cama, con una rodilla junto a la cadera de ella, la otra insinuada entre sus piernas al tiempo que le subía mucho la falda—. Aunque dicha carencia me está resultando sorprendentemente excitante.
—Oh.
—¿Sabes lo que me cuesta creer?
—¿Qué? —preguntó con aprensión.
—Que jamás hayas hecho el amor con otro hombre.
—Jamás me interesó —de ahí su creencia en su propia falta de apetencias sexuales.
—Pero ahora mismo, a pesar de lo virgen que eres, anhelas probarlo.
Tenía razón, y el conocimiento ni siquiera la abochornó.
—Imagino que sólo esperaba al hombre adecuado.
—¿Y ése soy yo? —se inclinó para besarle el cuello.
—¿Necesitas que lo diga?
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