—No. Mi cliente me pidió que suspendiera la vigilancia, así que retiré al detective.
Ella se dijo que al menos tenía un punto de partida. Y el nombre del playboy.
—Señor Francisco, ¿podría recomendarme una agencia de detectives que me ayude a encontrar a alguien?
—¿Me está pidiendo una recomendación?
—Sí —casi rió al escuchar su tono incrédulo—. Pedro lo utilizó a usted, así que debe ser el mejor. Debería poder informarme de a quién puedo utilizar si usted no es una opción.
—¿A quién quiere encontrar, señorita Chaves?
—A la pareja que aparece en las fotos que sacó. Específicamente, a la mujer.
—Ninguna agencia que yo recomiende se inventará a una segunda mujer para sacarla del apuro.
—No estoy en ningún apuro. De hecho, gracias a usted… me he librado de lo peor. Así que tengo dos cosas que agradecerle señor Francisco.
—Llámame Francisco a secas —gruñó él—. ¿Qué dos cosas?
—Si no te hubieras equivocado, Pedro nunca me habría contado que tenía un trato de negocios con mi padre y que iban a usarme como carta de cambio. Me habría casado con él. Ésa es la primera. Y porque conseguiste esas fotos ahora sé que tengo una hermana y dónde empezar a buscarla. Si no estuvieras en Nueva York y no estuviera segura de que todos los hombres son un desperdicio genético, hasta sentiría la tentación de besarte.
Pedro miró las fotos de Pau y el otro hombre. Cuando las había recibido, sólo había echado un vistazo para asimilar lo que veía y después se había negado a estudiarlas. Había pretendido borrar las fotos del ordenador después de imprimirlas, pero no lo había hecho.
Había ido a decirle a Pau que todo había terminado. Y en ese momento miraba las fotos como un perro apaleado, estudiando cada detalle. Pau parecía mucho más delgada, y no debería. Supuestamente la cámara añadía kilos. Y tenía las cejas distintas.
Intentó recordar cómo estaba cuando la había visto. No le había parecido distinta. Pero había estado muy afectado.
No le gustaba admitirlo, igual que odiaba no poder dejar de mirar las fotos de su mujer con otro hombre. Era su mujer, Pau le pertenecía. Pero si se había acostado con otro no era suya. Tal y como habían quedado las cosas cuando lo echó de su casa, no era suya. Él había estado de acuerdo.
Había sido su orgullo lo que le había hecho marcharse en vez de exigirle explicaciones que ella no parecía dispuesta a dar. Aunque ninguna explicación bastaría. Se daba asco por siquiera querer saber. Por querer entender lo ocurrido.
Pero no podía olvidar que ella había vuelto dispuesta a casarse con él. ¿Por qué? No tenía sentido que hubiera buscado sexo con otro hombre si quería casarse. No era por dinero, ni por su posición social. Eso a Pau no le importaba, o eso había creído.
También la había creído incapaz de serle infiel.
No estaban casados, pero cuando ella lo había admitido en su cuerpo, se había convertido en suya. Arrugó una de las fotos; pensar en ella con otro hombre lo atormentaba en sentidos que se negaba a admitir. No debería sentirse así. Si ella quería a otro tenía que aceptarlo igual que aceptaba un negocio fallido.
Sin embargo, su relación no era un trato de negocios. Era mucho más, y se lo había dicho.
Volvió a mirar las fotos. Su instinto le decía que algo fallaba. Supuso que simplemente no quería ver a su mujer con otro hombre. Pero el cuerpo de Pau, sobre todo en la foto de la playa, parecía distinto. Sonó el teléfono.
—Alfonso—contestó.
—Pedro, soy Francisco.
—¿Sí?
—Acabo de recibir una extraña llamada de tu prometida.
—No estamos comprometidos —decirlo en voz alta le hizo sentirse vacío.
—Eso dijo ella.
—¿Estaba enfadada contigo?
—No. Me dio las gracias.
—¿Eso no te pareció raro? —a él se lo parecía. No se imaginaba a Pau agradeciéndole a Francisco haber expuesto su aventura con el playboy español.
—No cuando se explicó. Parece pensar que su padre y tú la han utilizado de mala manera.
Pedro emitió un sonido indiferente que sabía que Francisco entendería sin más.
—Me pidió que le recomendara una agencia de detectives para ayudarla a encontrar a alguien.
—¿A quién?
—A la mujer de la foto.
—¿Alega que no es ella? —Pedro se quedó helado.
—Sí.
—¿Y quiere que encuentres a la otra mujer?
—Al principio, no. Me pidió que le recomendara a alguien. Pero si la mujer de las fotos no es tu prometida, mi detective cometió un error. Eso sería culpa de mi agencia. No me gustan los errores, Pedro.
—Lo sé. Por eso sólo los contrató a ustedes—hizo una pausa—. ¿Vas a buscar a la mujer?
—Sí, pero quería tener la cortesía de avisarte.
—Te lo agradezco.
—¿Pedro?
—¿Sí?
—Lo siento.
Pedro sabía que al otro hombre le costaba decirlo. Tanto Francisco como él odiaban equivocarse y tener que admitirlo. Pero las palabras significaban más. Francisco no le pediría disculpas si no estuviera convencido de que Pau decía la verdad. Si la creía, ella había demostrado que no era la mujer de las fotos.
Sintió un alivio tan intenso que casi perdió la voz.
—¿Quién dice Pau que es la mujer?
—Su hermana gemela, secuestrada en el hospital pocas horas después de su nacimiento. No había pistas y la bebé se esfumó. Nunca se pidió recompensa.
Pedro tardó varios segundos en asimilar esa información, tan inesperada.
—No sabía que Pau tenía una hermana.
—Ella tampoco.
—¿Su padre no se lo dijo?
—No. Y me parece que ahora mismo él está en su lista negra.
—Junto conmigo.
—Eso me temo.
Pedro maldijo, pero aun así se sintió mucho más ligero. Pau no había compartido la cama con otro hombre. Era suya.
—¿Cómo lo descubrió?
—Sabía que ella no era la mujer de las fotos.
—¿Y dedujo que tenía una gemela?
—No. Intentó convencerse de que era una especie de doble, pero como su instinto le decía lo contrario investigó su partida de nacimiento.
—¿Y descubrió que había nacido otro bebé?
—Sí. He comprobado los registros y los artículos de periódico sobre el secuestro, y también que la señorita Chaves estaba alojada en un pequeño hotel en un pueblecito costero al sur de Barcelona cuando mi agente seguía a su gemela y a García
—Entiendo. ¿Qué probabilidades había de que las dos estuvieran en España al mismo tiempo?
—Muy escasas; pero en este trabajo uno aprende a aceptar que esas cosas ocurren. Más de lo que la gente cree.
—Yo lo creo.
—A ella le dolió mucho.
—¿A Pau? ¿Qué le dolió?
—Estar tan cerca de su hermana desconocida y no haberse encontrado con ella.
—No dudo que está dolida por muchas cosas.
El silencio de Francisco confirmó su opinión.
—¿Has hablado ya con Chaves? —preguntó Pedro.
—Es la siguiente llamada de mi lista.
—Tenme al tanto de lo que descubras.
—No puedo. Te he llamado por cortesía, pero en este caso mi cliente es Paula Chaves.
—Entendido.
Pedro marcó el numero de Pau. No le sorprendió que no contestara. Su teléfono tenía identificador de llamadas. Lo intentó tres veces más hasta decir que su mejor alternativa era hacer lo que habían acordado que no volvería a suceder… ir a su casa.
Él había cambiado de opinión, pero dudaba que fuera el caso de ella. No iba a ser fácil. Le había dicho que no quería volver a verlo, y muy en serio.
Iba a su piso cuando sonó su móvil. Era Francisco.
—¿Qué ocurre? —preguntó sin más preámbulo.
—Llamé a Miguel Chaves y descubrí que lo han llevado al hospital privado más cercano. Lo encontraron en el suelo de su despacho hace dos horas.
—¿Ha llamado alguien a Pau?
—No contesta al teléfono.
—Voy de camino a su casa en este momento.
—Bien. Dile que estoy buscando a su hermana.
—Lo haré.
Volvió a llamar a Pau, pero no hubo respuesta. Llamó a su madre; la conversación fue tan difícil como la que anticipaba con la mujer a quien quería volver a reclamar como suya.
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