Francisco llamó para decirle que no había datos de cómo Lucía había ido a vivir con Alejandra Schulz.
—Si no es la secuestradora, no tengo ni idea de cómo se convirtió en la madre de su hermana.
Según sus investigaciones, todo apuntaba a que Alejandra era tan buena madre como Ana. Dolía pensar que todo había empezado con un secuestro. No podía imaginarse lo que sentiría su hermana al descubrirlo. En cuanto colgó, marcó el número de Pedro. Él maldijo en griego al oír las noticias.
—Lo siento mucho, agape mou. No permitiremos que esta situación destroce sus vidas —lo dijo con tanta confianza que ella lo creyó.
—¿Qué voy a hacer ahora?
—Empezaremos contándoselo a tu padre.
—¿Nosotros?
—Por supuesto. No pensarás que voy a dejar que te ocupes de todo esto sola, ¿verdad?
Ella no tenía derecho a solicitar su ayuda, dado que había roto el compromiso, pero no lo rechazó.
—Gracias.
Sentado en su sillón favorito, su padre palideció al oír lo que había descubierto Francisco hasta el momento.
—Así que esta mujer… Alejandra Schulz… probablemente secuestró a mi hija y la crió como si fuera el bebé que había perdido dos meses antes.
—Sí, eso creemos —contestó Pedro, rodeando a Pau con un brazo.
Ella aceptó su brazo y su respuesta. Temblaba de preocupación por si su padre sufría otro infarto.
—Su esposo murió en el trágico accidente de coche que le provocó el parto prematuro. Francisco opina que la similitud de las circunstancias en nuestro nacimiento puede haber provocado el secuestro.
—¿Pero ha sido una buena madre? —preguntó su padre con voz ronca.
—Por lo que ha descubierto Francisco, ejemplar en todos lo sentidos. Adora a su hija. Vive para ella —Pau intentó ocultar la añoranza de su voz.
Era incorrecto envidiarle a su hermana una vida llena de amor. Pero no podía evitar preguntarse cómo habría sido ser criada por una persona que la considerase más que un mero apéndice en su vida.
—Creo que primero deberíamos hablar con Alejandra Schulz—dijo Pedro.
—Estoy de acuerdo —su padre suspiró—. Sin duda lleva más de dos décadas viviendo con el miedo de ser descubierta. Tenemos que hablar con ella.
Pau había llegado a la misma conclusión.
—Será horrible para todos. No conozco a la mujer, pero me da lástima. Aunque se llevara a Lucía, parece una mujer decente que quiere a su hija —tomó aire y siguió—. No quiero que intervengan las autoridades. Esto ya será bastante difícil sin ellos.
—Descubriremos qué ocurrió… por qué se llevó a mi hija… y después ya veremos —asintió su padre.
—Estás siendo mucho más comprensivo de lo que esperaba —Pau sentía un gran alivio por cómo se había tomado la noticia y por su tolerancia.
—No puedo olvidar que le dio a Lucía el amor que yo te negué a tí —sus ojos se ensombrecieron con dolor y culpabilidad—. Quizá habrías estado mejor si se os hubiera llevado a las dos.
Pau no supo qué decir. No podía negar que había pensado lo mismo. Hasta que su padre se había vuelto «humano», había dudado que perderla le hubiera dolido especialmente. Sabía que no debía pensar así, pero había pasado la mayor parte de su vida creyendo que si desaparecía su padre sólo sentiría que había fallado en el cumplimiento de sus responsabilidades. Empezaba a creer que era más que eso para él, pero veinticuatro años no desaparecían de un día para otro. Decidió guiarse por su corazón y lo abrazó.
—No lamento que me criaras tú —dijo.
Eso, al menos, no era mentira. Quería a su padre, siempre lo había querido.
—Eres un alma gentil, Paula Chaves. Te pareces mucho a tu madre —le devolvió el abrazo con firmeza—. No la merecía a ella ni te merezco a tí.
—Es posible —concedió ella con una sonrisa. Volvió junto a Pedro—. Pero no podrás librarte de mí.
—Mañana volaremos a California a ver a Alejandra Schulz—decidió su padre.
—Iré con ustedes—afirmó Pedro.
—Te lo agradezco —dijo Pau, anhelaba su apoyo.
—Entonces, decidido —besó su mejilla con ternura.
Tomaron el avión privado de Pedro que los llevaría hasta un pequeño aeropuerto cercano al pueblo donde vivía Alejandra Schulz. Pau le preguntó a su padre por qué utilizaban el avión de Pedro en vez del suyo, pero su padre dijo que Pedro lo prefería así. Mientras los dos hombres trabajaban, Pau miraba una de las revistas de moda que tenía fotos de su hermana.
Hawk le había dado mucha información sobre su carrera profesional. Pau había pasado innumerables horas preguntándose qué ocultaba su bella mirada agua marina. Era curioso que en su hermana los mismos ojos parecieran exóticos y misteriosos.
Se frotó los suyos, deseando poder dormir un rato y sabiendo que no lo conseguiría. Su cerebro no podía parar. Había mantenido muy bien el frente estoico, aunque por dentro estaba a punto derrumbarse. Pero los Chaves no se derrumbaban. Además, su padre y su hermana la necesitaban en ese momento.
Llevaban menos de una hora volando y Pau bostezaba por quinta vez cuando, sin previo aviso, se sintió que la levantaban del asiento.
—¿Qué haces? —se agarró a Pedro, atónita.
—Necesitas descansar —la miró con expresión de enfado—. ¿Has dormido alguna noche entera desde el día que regresaste de España?
—No —admitió ella—. Pero tampoco dormiré ahora.
—Ya lo veremos.
—No puedo —ella sonrió contra su pecho—. En serio, Pedro. Tengo demasiadas cosas en la cabeza.
Él ignoró sus palabras y la llevó al diminuto dormitorio que había al fondo del avión.
—Esto está muy bien. El avión de mi padre no tiene habitación —comentó Pau.
—Lo sé. Por eso hemos utilizado el mío.
—¿Por el dormitorio?
—Sí. No estás durmiendo bien. Es obvio para cualquiera que tenga ojos en la cara. Quería que descansaras cómodamente durante el vuelo.
—Gracias —susurró Pau, con un nudo en la garganta. No estaba acostumbrada a que la mimasen.
—De nada —la tumbó en la cama y colocó su cabeza sobre una mullida almohada—. ¿Cómoda?
—Mmm… sí.
—Bien —se sentó a los pies de la cama y le quitó los zapatos y los calcetines. No se detuvo ahí. Un segundo después desabrochó sus pantalones de seda negra y empezó a bajárselos.
—¿Qué haces? —siseó ella, agarrando sus muñecas—. No puedes desnudarme —musitó, aunque era improbable que su padre la oyera con la puerta cerrada.
—No puedes dormir vestida. Relájate, pethi mou. Yo cuidaré de tí.
—No voy a dormirme —protestó ella—. No tiene sentido desnudarme.
—Estarás más cómoda —liberó sus muñecas y terminó de quitarle los pantalones. Los colgó en un diminuto armario—. ¿No estás mejor así?
Pau lo miró boquiabierta. Estaba allí tumbada, en blusa y bragas, preguntándose qué haría a continuación. No tardó en descubrirlo. Se sentó a su lado y empezó a desabotonarle la blusa.
—Creo que me dejaré la blusa puesta —dijo, levantándose de un salto—. De hecho, debería ponerme los pantalones y salir a reunirme con papá.
La mirada de él le dejó claro que iba a desnudarse y meterse en la cama, lo quisiera o no. Cruzó los brazos sobre el pecho.
—No me gusta que me den órdenes, Pedro.
—A mí no me gusta ver a mi mujer a punto del colapso por agotamiento —dijo él, apoyándose contra la puerta e impidiéndole salir.
—No soy tu mujer.
—Estamos enfadados —se acercó a ella—. Lo acepto. Pero eres mía.
—No —susurró ella, aunque le sonó a mentira.
—Igual que yo soy tuyo.
Las palabras la acariciaron en lo más profundo. Movió la cabeza, incapaz de negar con la voz los sentimientos de su corazón.
—Entonces, ¿no te importaría que me acostara con otra mujer? —puso las manos sobre sus hombros.
—No seas grosero —dijo ella con tono distante.
—No me mientas —contraatacó él con censura.
—No tengo ningún derecho a impedir que te acuestes con otra mujer —tragó saliva, deseando que no estuviera tan cerca, o que no la afectara tanto.
—Te doy ese derecho —la besó brevemente, pero con firmeza—. Te doy ese derecho —repitió.
Ella no pudo decir palabra. Era incapaz de rechazar el derecho, pero aceptarlo tenía demasiadas connotaciones que no estaba preparada para asumir. Echó la cabeza hacia atrás y lo besó con suavidad.
—Llegaremos a solucionarlo —prometió él. Cerró los ojos, tomó aire y volvió a abrirlos—. Ahora deja que me ocupe de ti.
Volvió a alzarla en brazos y a depositarla en la cama, con cuidado, pero con una expresión implacable que le exigía que descansara.
Después, con ternura infinita, terminó de desabrocharle la blusa y se la quitó. La colgó en el armario junto con su propia chaqueta. Ella se sentó y rodeó sus rodillas con los brazos, pero no protestó cuando él siguió desvistiéndose, sin dejar de mirarla a los ojos. Ya en calzoncillos, volvió a la cama.
—¿Pedro? —ella se lamió los labios.
—A mí también me iría bien una siesta, Pau. He dormido mal desde que te fuiste de Boston. Descansaremos juntos. No haremos más… de momento.
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