viernes, 5 de junio de 2015

Un Juego De Gemelas: Capítulo 2

—¿Especial?
—Sí.
—Me gusta cómo suena eso —probó la crema preparada especialmente para ella—. Está deliciosa.
—No esperaba menos.
—Me sorprende que hayas convencido al chef de probar algo nuevo para ti.
—El dinero lo mueve casi todo.
—¿Incluso al chef más temperamental de Boston?
—Como ves —señaló los dos cuencos de sopa naranja—. Pero no la hizo para mí. La hizo para ti.
—Por petición tuya.
—Sí.
—Porque esta noche es especial.
—Mucho.
Ella no tuvo tiempo de decir nada. Un trío de violinistas se situó cerca de ellos y empezaron a tocar una pieza que siempre había considerado evocadora y relajante al mismo tiempo.
Acto seguido, el maître le ofreció dos docenas de rojas rosas. Ella las aceptó e inhaló su aroma.
—Son preciosas —miró a Pedro.
—¿Tan segura estás de que las envío yo?
—Claro —ella rió, pero su voz sonó ronca. Alzó la tarjeta para leerla. Era pequeña y blanca. Pedro, decía, nada más. Pero la había firmado él mismo, reconocía su letra inclinada.
—Gracias —dijo, con el rostro oculto en las flores. Necesitaba esconderse un momento.
La escena era mucho más romántica de lo que había esperado de él, dada su restringida relación física, y se preguntó si tendría sentimientos por ella que no había detectado. La idea hizo que sintiera un aleteo de excitación en el estómago.
—Es un placer.
El maître se llevó las flores y volvió con ellas en un bello jarrón de cristal. Ella lo miró de reojo varias veces, mientras comía, preguntándose qué significaban. La esperanza y el deseo la convencieron de que esa noche no se dormiría deseando las caricias de Pedro.
Pero cuando retiraron el plato principal, otro de sus favoritos, en la mesa apareció una caja de terciopelo negro y ella se quedó sin aire. No podía ser lo que estaba pensando. Las rosas, los violinistas… De repente, llegó a una conclusión que no se había planteado. Podía ser el preludio de una declaración.
Aunque le costaba creerlo, no se le ocurría otra razón. Un hombre no regalaba un anillo a una mujer sólo para iniciar una aventura.
Él se inclinó sobre la mesa y tomó su mano. Ella se obligó a mirar su fuerte barbilla partida, la nariz recta y los ojos, penetrantes como un rayo láser.
—Paula Chaves, ¿me harías el gran honor de convertirte en mi esposa?
Aunque casi esperaba la pregunta, su aplomo habitual la abandonó y lo miró boquiabierta. Le había pedido que se casara con él, pero no sabía qué sentía por ella. Si la amaba, lo habría dicho antes. O ella lo habría percibido.
Él ladeó la cabeza hacia un lado y enarcó una ceja, animándola a contestar.
—No lo sé —barbotó ella, con un nudo en la garganta. Las palabras sonaron muy fuertes en sus oídos. Le costaba creer que había dicho eso, así. Y por la expresión de Pedro, a él también. Había esperado una respuesta muy distinta.
—Vamos, debes haber estado esperando esto.
—Eh…, no. En serio —se mordió el labio. Quizá había pecado de ingenuidad, pero nunca se le habría ocurrido que un hombre tan dinámico y sensual como él, propondría matrimonio a una mujer con la que no se había acostado—. Esto ha sido toda una sorpresa.
Sonó más torpe que en toda su vida. Llevaba manejando situaciones difíciles desde los seis años, pero nunca se le había declarado un hombre al que deseaba, pero que no sabía que la deseara a ella. Había tenido esa esperanza…, pero ninguna seguridad.
—¿Una sorpresa desagradable? —preguntó él. sin asomo de vulnerabilidad. Sonó más bien exigente, como si quisiera respuestas, y las quisiera ya.
—No desagradable —movió la cabeza para despejarse—. Sólo muy inesperada.
—Llevamos saliendo tres meses.
—Sí —eso ya había quedado claro.
—¿Con exclusividad?
—Sí… es decir, suponía que tú…
—Para mí ha sido con exclusividad.
—Para mí también —reconoció ella, relajándose un poco al oír su respuesta.
—¿Adónde pensabas que se encaminaba esta relación, sino al matrimonio?
—Había pensado que quizá antes… a la cama —replicó ella honestamente. Ni siquiera estaba segura de que fuera una relación. Habían salido, pero…
Él maldijo en griego. Ella reconoció la palabrota por un verano que había pasado estudiando la historia de otras civilizaciones.
—No puedo creer que hayas dicho eso.
—¿Por qué? —lo miró atónita. Para ella era una conclusión perfectamente lógica.
—No cuadra contigo.
—Puede que no me conozcas tan bien como crees —aunque quizá no fuera apropiado discutir esos temas en público, ella no daba tanto valor a las costumbres como la gente creía. O al menos su padre. Para ella la sinceridad era mucho más importante.
Y era obvio que él no la conocía tan bien si lo asombraba que tuviera la temeridad de hablar de sexo. Casarse con un hombre que sabía tan poco de su persona real no era atractivo. Si no hubiera sido él no habría tenido ningún interés.
—Sí te conozco —insistió él.
—No sexualmente —protestó ella, exasperada.
—Lo bastante para saber que somos compatibles.
—¿Sólo porque hemos compartido algunos besos?
—Hemos compartido más que besos —su mirada ardiente le recordó cuánto más.
Pero aunque habían llegado lejos, él siempre se había detenido. Excepto una vez. La primera que se besaron las cosas casi se les habían ido de las manos. Asustada por una emoción que no estaba acostumbrada a sentir, fue ella quien se detuvo. Desde entonces él había hecho más que besarla, pero nunca había dejado que la pasión se desatara tanto y nunca le había hecho el amor hasta el final.
—Es cierto, pero el hecho de que no hayamos llegado hasta el final me hace preguntarme si somos tan compatibles en ese sentido como crees.
—¿Por qué te preguntas eso? Es obvio que me deseas —el acento griego se intensificaba cuando estaba molesto. Ella lo había notado cuando le había oído discutir sobre negocios, pero nunca había ocurrido entre ellos dos.
En realidad, le gustó saber que podía enfadarlo. Necesitaba saber que podía afectarlo, porque él sin duda la afectaba a ella. Pero habría preferido que reaccionara con otra clase de emoción.
—Sí —admitió—. Te deseo, pero no estoy segura de que tú me desees a mí. Y no viviré con un hombre que calme sus pasiones fuera del lecho matrimonial.
—¿Quién dice que yo haría eso? —exigió él, con un acento tan marcado que ella tuvo que concentrarse para entenderlo.
—¿Quién dice que no lo harías?
—Lo digo yo.
—Quiero creerte, pero…
—No hay pero. Mi honor no se cuestiona.
—No hablaba de honor. Hablaba de hacer el amor.
—Has sugerido la posibilidad de que violara los votos matrimoniales… eso es una cuestión de honor personal que yo no me tomo a la ligera.
A ella le alegró oír eso, pero no solventaba la duda que la atenazaba. Él estaba asociado con su padre y se preguntó cuánto tenía eso que ver con la propuesta matrimonial. No creía que Pedro  no le confesara su amor por timidez. Era un hombre demasiado seguro de sí mismo… si sentía algo por ella, lo habría dicho. Decidió que la única forma de saber si la declaración era parte de un acuerdo empresarial o estrictamente personal era preguntar sin tapujos. Pedro no era un hombre que respondiera a sutilezas.
—¿Me deseas por mí misma, y no porque sea la hija de mi padre?
—Yo diría que eso es obvio —él arrugó la frente.
Tal vez lo fuera para él, pero no para ella. Cuando la besaba no ocultaba la pasión que sentía, pero nunca se dejaba llevar. Eso la confundía una barbaridad.
—Si fuera obvio, no lo preguntaría.
—Sí que te deseo —su voz bajó una octava, convirtiéndose en un ronroneo sexual—. Mucho.
—Eso… eso está bien —ella se lamió los labios.
—Pero para mí el compromiso está antes…, después hacer el amor.
Ella dudaba que él fuera virgen, pero por lo visto seguía el estándar de algunos hombres con respecto a la mujer que querían convertir en su esposa.
—Tienes unas ideas muy anticuadas.
—Sí. No me avergüenzo de ellas. Nací en un pueblo griego tradicional. Puede que no acepte todas las normas de mi abuelo, pero su influencia persiste.
—Pedro—dijo ella, buscando un tema menos volátil para sus emociones—. Nunca hablas de tu pasado. No sé si tu padre ha muerto, o si tus padres se divorciaron, ni por qué nunca hablas de él, pero tu abuelo surge en algunas conversaciones. Sé que falleció… al menos —farfulló—, pero no sé por qué tu madre y tú vivís en América. No sé mucho de tí.
—Y, sobre todo, no sabes cómo soy en la cama.
—Pedro—siseó ella, sonrojándose.
—Puedo ser vulgar, sí. Es por ese pasado del que tampoco sabes. Pero de ese pasado también recibí la creencia de que un hombre no se acuesta con una virgen a no ser que esté comprometido, y preferiblemente casado, con ella.
—¿Eso te lo enseñó su abuelo?
—Me lo repitió cada día mientras vivió. Sólo un hombre carente de honor haría algo así.
—Entiendo —tuvo la sensación de que había mucho más trasfondo que debería explorar, pero antes era fundamental dejar algo muy claro—. Sin embargo, entre nosotros eso no tiene cabida, porque no soy virgen.
—Claro que lo eres.

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