Pau estaba sentada en la playa, mirando el océano mientras el sol se ponía a su espalda. Estaba cansada del vuelo y del viaje en coche desde Barcelona al pequeño pueblo costero que tenía su propio castillo y una playa de piedras, perfecta para tomar el sol.
Ya no había gente allí, todos disfrutaban de la vida nocturna del pueblo. Era extraño estar totalmente sola, no recordaba la última vez que había ido a algún sitio sin ser seguida por sus vigilantes.
Esa mañana se había despertado entre los cálidos brazos de Pedro. Acurrucada contra él y con los ojos cerrados, podía simular que la quería. Cuando él se había despertado, le había hecho el amor… y se había marchado tras decirle que tenía el fin de semana para pensarlo.
Era típico de él poner un límite de tiempo, pero en realidad la asombró que le concediera unos días sin discutir. No acababa de encajar con su carácter.
O tal vez sí. No sabía hasta qué punto lo conocía. Lo amaba, pero eso no implicaba que conociera cómo funcionaba su mente. Su padre nunca le habría dado tiempo a un contrincante para reagruparse. Pedro ni siquiera le había dicho que no tenía nada que temer, sino que esperaba que se diera cuenta ella sola.
—O me aceptas por lo que soy y lo que soy capaz de darte, o no —le había dicho en la puerta, con las manos en su rostro—. Te darás cuenta de que no tienes nada que temer de mí, o dejarás que tus miedos controlen tu futuro. La elección es tuya —la había besado y se había ido.
Ella dudaba que llegaría a la conclusión de que no tenía nada que temer, pero empezaba a darse cuenta de que una vida sin él sería mucho más árida que una vida con él y sin su amor. Aunque parte de su corazón sangraba por la eterna indiferencia de su padre, la parte que amaba a Pedro y creía en las posibilidades de la vida, le decía que la batalla era vivir y que era mejor luchar por el amor que en su contra.
Pedro era cuanto habría deseado en un amante, y mucho más. Amaba… a su madre. Era cariñoso… con ella. Era justo y honorable. Y fantástico. La había impactado muchísimo oírlo decir que nunca podría mentirle a su madre.
Las ideas sobre la integridad de su abuelo habían echado raíces muy profundas en Pedro y eso la impresionaba muchísimo.
A su padre no le costaba mentirle si creía que era por su bien. Pero él no la quería. Quizá nunca había querido a nadie. Tenía la sensación de que perder a su esposa cuando Pau nació le había destrozado el corazón. Pero tal vez se equivocaba. No podía saberlo.
Todos sus abuelos habían muerto para cuando ella tuvo seis años. Lo cierto era que la noche anterior no le había dicho a Pedro la verdad. Sí había sido amada una vez; aún recordaba los cálidos brazos de su abuela materna, cuando era muy pequeña. Y la sonrisa de su abuelo, mirándola como si fuera el sol de su vida. Pero hacía tanto tiempo de eso que lo había olvidado.
Sí recordaba la calidez que sentía cuando estaba con Ana. La mujer griega le hacía preguntarse cómo había sido tener una madre. Y parte de ella anhelaba casarse con Pedro porque sabía que su madre se convertiría en la suya y la amaría de verdad. Pedro, se negaba a aceptar ese sentimiento sin darse cuenta de lo afortunado que era por haber tenido no una, sino dos, personas que lo habían amado en su vida.
Ella lo amaba, pero no sabía si lo bastante como para entregarse al sentimiento libremente, sin esperar lo mismo a cambio. Si era incapaz de eso, quizá su matrimonio no funcionaría. No sabía si era lo bastante fuerte para no amargarse ante un amor no correspondido. Y si no lo era, quizá su amor no era real.
La respuesta a muchas de sus preguntas residía en cómo reaccionaba ante su padre. Escrutó su interior y sintió cierta paz. Porque aunque se sentía frustrada con su padre y a veces su falta de amor le dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir, nunca, nunca jamás lo había odiado. Nunca lo odiaría.
Aunque se parecían mucho, Pedro no era una copia de su padre. Le prestaba mucha más atención que él. Y en cuanto a relaciones familiares, su madre era una prioridad para él. Eso era importante porque Pau no estaba dispuesta a criar a sus hijos sola. Tenía la sensación de que Pedro desearía ser un padre presente para sus hijos. Porque el suyo había faltado.
Se preguntó qué pensaría al comprender que ella se había dado más de un fin de semana para tomar una decisión. Había pedido una semana de vacaciones en el trabajo. había engañado a sus guardaespaldas y había volado a Barcelona. No había tenido ningún destino en mente; había tomado el primer vuelo internacional disponible.
Una vez en Barcelona se había montado en el primer autobús con un asiento libre y así había llegado al pequeño pueblo costero. Era la primera vez que hacía un viaje en autobús y le había gustado.
Había elegido un hotel antiguo, de los que aún tenían ventiladores de techo en vez de aire acondicionado. Era una habitación pequeña, pero limpia y con un encanto que no solía encontrar en los elegantes hoteles que frecuentaba. Le gustaba.
Igual que estar sentada en la playa como si fuera cualquiera, no la hija de un magnate. Pero eso no podía durar. Antes o después tendría que volver.
Había huido de Boston. De Pedro. De sus propios sentimientos. De su decisión, a su pesar, ya inevitable. Sobre todo desde que había permitido a Pedro poseer su cuerpo. Él tenía razón. Una vez se hubo entregado a él, no había opción.
No podía pensar en un futuro sin él. Por estupidez o valentía, se había arriesgado… y rendido.
Sabía que el sexo no significaba lo mismo para los hombres que para las mujeres. Independientemente de su doloroso pasado, los medios de comunicación clamaban esa realidad. Saberlo no la había salvado. Si sólo hubiera sido su cuerpo lo que entraba en juego, habría dado igual. Pero una vez que se involucró su corazón, perdió la partida.
Iba a casarse con Pedro. La alternativa… una vida sin él y sin el amor de madre que le otorgaría Hera era impensable.
Su corazón latió esperanzado cuando aceptó la decisión. Pedro no era su padre. Amaba a su madre y eso significaba que conocía el sentimiento. Tenía miedo del amor, igual que ella temía el vacío de una vida sin él. Le enseñaría que el amor no siempre era doloroso, sino que podía ser una gran bendición. Lo había visto en la vida de otras personas y sabía que sería igual para ella cuando lo obtuviera.
Ambos podían justificar sus miedos, pero él podía aprender algo nuevo y estaba dispuesta a arriesgarse.
Dudaba que él tuviera menos coraje que ella.
Pau pasó el resto de la semana en España, echando de menos a Pedro, pero disfrutando de su libertad. El equipo de seguridad no encontró su paradero hasta el jueves. Regresó a Barcelona en un coche con chófer y voló a casa el viernes, en primera clase.
—Alfonso al habla —dijo Pedro, contestando al móvil.
—Pedro, soy Francisco.
—¿La has encontrado?
—Sí.
—¿Dónde? —preguntó, inquieto por algo que notó en la voz de su interlocutor.
—Está en España.
—Dijo que necesitaba tiempo para pensar. Por lo visto también necesitaba distancia.
—Y otras cosas.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Mira tu máquina de fax.
Pedro se puso en pie de un salto y fue hacia la máquina. Había dos hojas en la bandeja. La primera tenía el logo de la empresa de Francisco.
La segunda era una foto de un periódico sensacionalista. Obviamente no una portada, sino un artículo de relleno. Mostraba a Pau vestida mucho más provocativamente que de costumbre. Estaba con un atractivo hombre moreno junto a una mesa de casino. El hombre tenía un brazo sobre sus hombros y su mirada era posesiva. Pedro se quedó sin aire.
—Vuelve al ordenador. Te he enviado más fotos en un archivo encriptado.
Francisco debía haber adivinado que ya había visto la hoja que proclamaba que un conocido playboy tenía un nuevo juguete, una mujer «misteriosa». Evidentemente, desconocían la identidad de Pau. Considerando que ella evitaba todo tipo de publicidad, no era extraño. Y si el playboy era tan rico como parecía, su nombre no saldría a la luz.
Pedro comprobó que tenía un correo electrónico de Francisco. Utilizó la contraseña que habían convenido y una foto apareció en pantalla. Pau y el hombre besándose en la playa. Avanzó por la página y vio fotos cada vez más incriminatorias. La última había sido tomada a través de una ventana, y la pareja estaba en la cama… ambos desnudos.
—Destruye los originales —ladró.
—Eso está hecho.
—Gracias, Francisco.
—Lo siento, Pedro.
Pedro asintió y colgó él teléfono, comprendiendo de repente que Francisco no había visto el movimiento. El dolor de la traición lo taladró mientras intentaba aceptar la evidencia que tenía ante sí. Pau se había acostado con otro hombre.
Masculló una fea palabrota en griego.
Había creído que era una mujer íntegra. La había creído cuando le dijo que lo amaba. Se preguntó si había decidido tener una última aventura antes del matrimonio. No podía aceptar eso. No quería casarse con una mujer infiel.
Pensó que el dolor que sentía provenía de su decepción. No tenía que ver con un corazón lacerado. Hacía tiempo que su corazón no sangraba.
Miguel Chaves lo llamó una hora después.
—El equipo de seguridad la ha localizado.
—¿En España? —no sabía por qué lo preguntaba cuando tenía la evidencia antes sus narices.
—Sí. Hoy vuela de vuelta a casa.
—Gracias.
—Entonces, ¿sigue en pie lo de la fusión?
—Lo discutiremos después de que haya hablado con Pau —no sabía por qué le parecía importante decirle a ella que su relación había acabado antes de decírselo a su padre.
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