martes, 12 de marzo de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 37

—Lo único que espero de ambos es que olvidemos todo menos esto —arrimó su cuerpo contra el de Pedro.

 Él la agarró por la cintura y la levantó hasta que sus bocas quedaron a la misma altura.

 —He estado soñando con esto —murmuró mientras la besaba—. Pero ¿Dónde está tu hermano?

Ella le rodeó la cintura con las piernas.

—¿Gonzalo? Se ha ido a pescar unos días con algunos de nuestros primos. ¿Por qué?

—No quiero que nos interrumpan —la besó de nuevo y le acarició el cabello.

—No hay nadie más que tú y yo —susurró ella.

 Pedro le pellizcó el trasero.

—¿Vamos a seguir hablando?

—Espero que no —dijo ella, antes de que él la besara de forma apasionada. Apretó las piernas alrededor de su cuerpo y él comenzó a caminar hacia la puerta del granero.

—Es demasiado lejos —dijo ella—. Las colchonetas. Junto al espejo.

Él la miró y se dirigió hacia las colchonetas. Estaban apiladas en un montón alto y eran casi tan anchas como una cama. Pedro la dejó en el suelo y se quitó la camiseta. Sin pensarlo, ella le acarició el torso y deslizó la mano hasta su abdomen. Él le agarró la mano y dijo:

—Si sigues así, esto terminará antes de empezar.

Ella comenzó a quitarse el maillot, pero él le retiró las manos. —He soñado con desvestirte —murmuró y le quitó la ropa despacio.

—¿Y con qué más has soñado? —preguntó ella, con piernas temblorosas.

—Con esto —dijo después de descubrir sus senos, y agachó la boca para besárselos.

Ella contuvo un gemido y le agarró los hombros.

—Pedro…

Él la besó en el cuello, y en el rostro. Después, le quitó las medias. Ella cerró los ojos y sintió el cabello de Pedro contra sus pechos. Y su vientre. Se agarró a sus hombros con más fuerza, justo antes de que le flaquearan las piernas.

—También he soñado con esto —le acarició la cintura, las caderas, la parte interior del muslo, el vientre, y más abajo…

 Ella le desabrochó los pantalones.

—Espera —susurró al ver que no dejaba de acariciarla—. Espera…

—He soñado contigo —murmuró él—. Húmeda y bailando para mí.

Paula se separó de él un momento e hizo una pirueta antes de estrecharlo de nuevo contra su cuerpo.

—¿Ese tipo de baile? ¿O este otro? —subió la pierna rozándola contra su muslo y después se la colocó sobre uno de los hombros.

Él gimió y llevó la mano a su entrepierna.

—¿Tú qué crees? —la besó en la pierna e introdujo un dedo en su cuerpo. Después, otro.

Ella se estremeció. Y antes de que pudiera recuperar el sentido, él se estaba moviendo otra vez. Se quitó los pantalones y la tumbó sobre las colchonetas sin dejar de acariciarla, al mismo tiempo que la penetraba con delicadeza.  Ella separó los labios y cubrió las manos de Pedro mientras él la sujetaba por la cadera. Nunca había sentido algo así.

—Paula —la miró con ardor—. Éste es el baile que quiero.

 Como si hubiera estado esperando ese momento, ella echó la cabeza hacia atrás y gritó su nombre mientras alcanzaba el éxtasis. Y supo que en aquel baile, al menos, él la había acompañado en todo momento.


Tiempo después, llegaron a la casa. Puesto que Paula no sabía cuándo llegaría Gonzalo, se dirigieron a su habitación y comenzaron de nuevo. Fue mucho más tarde cuando por fin salieron a buscar comida.

—¿Vas a prepararme gofres otra vez? —preguntó él, apoyado en la encimera y vestido sólo con unos vaqueros.

Ella lo miró.

—¿Vas a hacer algo para merecerlos?

Él se acercó y le desabrochó el batín para dejar sus senos al descubierto.

—Cariño, ya lo he hecho. Tres veces.

Ella lo miró fijamente.

—No recuerdo que te hayas quejado.

Pedro se rió. Después, abrió la nevera y sacó unas uvas.

—Toma. Puedes dármelas de una en una.

 Paula se rió y se ató el batín otra vez.

—En tus sueños.

 —Creo que ya te he contado lo que aparece en mis sueños —le recordó.

Ella le quitó las uvas y las llevó al fregadero para lavarlas.

—Está bien, señor Alfonso —agarró el racimo y lo movió mientras se apoyaba en la puerta—. Veamos de qué pasta estás hecho.

Él la agarró por detrás y la besó en la nuca, robándole las uvas de las manos. Arrancó una y se la metió en la boca.

—Mi padre y Susana van a casarse.

—¡Bromeas! —dijo ella.

—Nos lo han dicho durante la cena.

—Bueno, eso es estupendo, ¿No te parece?

Pedro asintió y la abrazó.

—¿Dónde van a vivir?

—Piensan construirse una casa en algún lugar de por aquí, si encuentran algo que les guste.

 —¿La construirás tú?

—Les he dicho que al menos se la diseñaré.

—Es maravilloso, Pedro. ¿Han puesto fecha para la boda?

—No, pero quieren casarse en los próximos meses. Ninguno encuentra motivos para esperar —metió la mano por debajo de la tela del batín y le acarició el vientre.

Ella lo detuvo antes de que pudiera llegar a un lugar más interesante y se volvió para rodearle el cuello con los brazos.

—Puedo asegurarte que en Weaver se han celebrado bodas estupendas. Estoy segura de que la de Susana y tu padre será una de ésas. Ojalá pudiera estar para verla.

Pero no estaría. Porque después del Día del Trabajo regresaría a Nueva York. Para trabajar en el mismo sitio donde trabajaba su ex novio. No había motivos para que sintiera amargura, pero así era. De pronto, Pedro sintió la necesidad de dejar su huella sobre ella, de asegurarse de que cuando se marchara recordara lo que había dejado atrás.  Le quitó el batín y la tomó en brazos, presionándola contra la pared antes de besarla.

 —Pedro… —susurró ella.

Sí. Deseaba oírla pronunciar su nombre. Sólo su nombre. Y si eso lo convertía en el canalla que sabía que podía ser, no le importaba. Le cubrió los senos con las manos y le acarició los pezones turgentes con el pulgar. Después, se los cubrió con la boca y succionó hasta volverla loca. Entonces, se quitó los vaqueros y la poseyó allí mismo, contra la pared de la cocina.  Pero si pensaba que ella iba a resistirse, se equivocaba. Cuando estaba a punto de perder el control, ella lo miró a los ojos y dijo:

—Sí. No pares.

Él no habría podido parar aunque hubiese querido. Pero no quería.  Paula separó los labios y pestañeó. Agarró los hombros de Pedro con fuerza y continuó moviéndose hasta que gritó su nombre y ambos disfrutaron de un intenso placer. Más tarde, cuando por fin llegaron a la cama de Paula, ella se acurrucó contra su cuerpo y se quedó dormida. Pedro permaneció mirando el techo, agotado. Y asustado. No sólo porque no sabía quién era el que había terminado marcado. Sino porque una vez más era él a quien iban a abandonar.

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