Una hora y media después, se incorporó de donde había estado trabajando en la mesa de centro del salón y se estiró. Había delegado todas las responsabilidades que había podido sin abandonar ningún proyecto y había enviado algunos correos que habría hecho luego desde la oficina.
Estaba apagando el ordenador cuando un ligero sonido a su izquierda captó su atención. Alzó la vista.
Paula se hallaba a cierta distancia del sofá, el cabello dorado revuelto alrededor de las facciones suavizadas por el sueño, las curvas de su cuerpo acentuadas por el camisón de seda. Sonrió.
—Hola.
Se reclinó contra el respaldo del sofá y extendió las piernas. Como se pusiera a una distancia en que pudiera tocarla, iba a hacerlo… y mucho más.
—Hola. ¿Qué haces levantada?
Ella se encogió de hombros.
—Desperté y no estabas. Decidí encontrarte —miró el ordenador portátil cerrado—. ¿Trabajando?
—Sí.
—¿No podías dormir, o esas cosas no podían esperar?
—Un poco de ambas, pero, principalmente, la tentación de dormir junto a ti y no tocarte se hizo demasiado grande.
Ella sonrió y fue a sentarse a su lado, envolviéndolo con su fragancia femenina. Se acurrucó en el sofá y apoyó una mano en su torso.
—¿Qué te parece esto como tentación?
El gimió.
—No esperaba esa vena sádica.
—No es mi intención hacerte daño.
—Pero me estás tentando… sabiendo que no puedo ir hasta el final. Algunos incluso lo catalogarían como algo cruel —aunque a él le parecía condenadamente delicioso.
—¿Sabes? Puede que fuera virgen hace menos de veinticuatro horas, pero no soy ignorante —frotó la cara contra su pecho y emitió un sonido ronroneante—. Hay cosas que podemos hacer que no requieres una penetración.
—¿Has hecho esas cosas? —demandó, preguntándose por qué le molestaba tanto la idea de que las hubiera hecho, cuando no debería.
—No, pero he leído al respecto.
—¿Lo has leído?
—La respuesta de mi madre a la educación sexual. Libros.
—¿Y qué leíste en los libros? —la sola idea de que se lo contara lo inflamó. Había mantenido una semierección desde que la había llevado de vuelta al ático, de modo que hizo falta poco para montar a tienda de campaña en sus calzoncillos de seda.
Ella subió las manos por su torso hasta posar una uña sobre una tetilla dura.
—Preferiría mostrártelo.
—Yo preferiría oír cómo me lo cuentas. ¿Eres demasiado tímida?
Lo miró.
—Tal vez.
—¿Te ayudaría si empezara yo?
—Tú no puedes contarme sobre lo que yo he leído.
—Pero sí sobre lo que yo sé —sonrió.
—Sí —la palabra salió como un suspiro—. Y puedes contarme por qué no sugeriste las otras maneras de tocarte.
—Temía no poder detenerme en el límite que ha de mantenerse para que tu cuerpo se recupere.
—Ohhhh… me gusta ser una tentación tan grande para ti.
—A mí también me gusta que seas semejante tentación.
Ella rió con un sonido musical y dulce. Y extremadamente sexy.
—Bueno, ¿vas a empezar?
—¿Lo convertimos en un juego? ¿Yo digo algo y luego tú?
—Hummmm… Creo que podemos hacerlo aún más interesante.
—¿Más interesante?
Decididamente, su pequeña ex virgen estaba llena de sorpresas.
—Así es —lo estudió unos segundos con el labio inferior entre los dientes—. De acuerdo, ¿qué te parece si tú me cuentas algo que pueda hacer para darte placer y yo lo hago?
—¿Y luego tú me contarás algo que te dé placer a ti y que se supone que yo haré? —le gusta mucho la idea del juego.
—Sí —se ruborizó mucho; se sentía mucho más cómoda con la primera parte del juego.
—Un hombre tiene muchas zonas de su cuerpo que le proporcionan placer, aunque tendemos a concentramos en un órgano específico.
—Hummmm, sí… quizá deberíamos añadir otra regla… tienes que darme al menos otras tres opciones antes de dirigirme a tocar tu… hum… —se humedeció los labios y clavó la vista en el regazo de Pedro—. Ahí abajo.
Contuvo una carcajada ante la incomodidad manifestada por Paula. Le resultó casi conmovedora, y quiso que ella así lo interpretara.
—Estoy de acuerdo, pero tú no puedes estar más de tres turnos sin dirigirme a tocarte en alguna parte entre tus piernas.
Ella cerró los ojos, pero asintió.
—De acuerdo. Trato hecho.
Entonces se miraron en silencio mientras la expectación crecía entre ambos.
El le tomó la mano y la apoyó en la parte interior de su muslo.
—Tócame ahí y me harás llorar de placer.
—¿Cómo?
—Como tú quieras.
Comenzó acariciándolo levemente a través de la seda de los calzoncillos, trazando el contorno de sus músculos y provocándole escalofríos. Hizo falta todo su autocontrol para no cerrar las piernas y atraparle la mano al acercarse a su sexo. Emitió un sonido estrangulado y se obligó a dejar los muslos abiertos.
Lo miró a los ojos con sus propias pupilas dilatadas por el placer.
—No estás llorando.
Rió.
—Fue una manera de hablar. Pero, créeme, estás consiguiendo la reacción deseada.
Ella entrecerró los ojos y se quedó quieta. Luego incrementó la presión del contacto, masajeándole el muslo a través del calzoncillo, causando una sensación más estimulante que la que Pedro habría imaginado. Cada caricia parecía un rayo directo hacia su entrepierna, palpitando a través del asta erguida de su erección con estimulante placer.
Cuando se detuvo, tuvo que respirar hondo y soltar el aliento antes de poder hablar.
—Ahora es tu turno.
—No he terminado.
—¿Qué?
—Aún estoy aprendiendo esta técnica de acariciar el muslo.
—La tienes dominada —insistió él. Como continuara, iba a perder la cabeza. O a llorar de verdad.
Pero ella movió la cabeza e introdujo la mano en el interior de la pierna de los calzoncillos para tocarle la piel.
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