jueves, 24 de enero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 5

Con el cortacésped en marcha pasó junto a la pila de madera y herramientas y cortó la hierba que se extendía hasta la valla del picadero donde había montado a caballo por primera vez cuando era una niña. Sólo cuando llegó a la valla y dió la vuelta bajó la pierna que llevaba extendida. Levantó el sombrero para saludar a Pedro, se lo puso de nuevo y continuó cortando la hierba. Por desgracia, el dolor que sentía en la pierna le indicaba que pagaría por el gesto de chulería que había mostrado ante Pedro Alfonso. Como siempre, su orgullo había influido en su caída. Y esa vez, por culpa de un atractivo desconocido que llevaba una alianza en la mano y una mirada de vacío en los ojos.

EL calor de la tarde se había vuelto abrasador. Pedro estacionó la camioneta frente a su casa poco antes de la hora de cenar. Le apetecía darse una ducha de agua fría, tomarse una cerveza y ver la programación deportiva. Aunque estaba muy cansado, guardó las herramientas bajo llave antes de entrar en su casa. Sus vecinos más cercanos eran los Buchanan y estaban a unos ocho kilómetros de distancia. Pero era difícil perder las viejas costumbres. En Denver, si un hombre quería perder sus herramientas, o cualquier cosa que apreciara, lo único que tenía que hacer era dejarlas fuera durante la noche.  Se dirigió a la entrada lateral de la casa, pasando por delante del porche y de la puerta principal que apenas había utilizado desde que se mudó allí. Habría prescindido de todas las pertenencias que tenía en Denver si hubiera podido evitar la pérdida de lo que más le había importado en la vida.  Su esposa.  Cuando entró en la casa, su padre, que tenía sesenta años, levantó la vista del fogón. Horacio llevaba una toalla enrollada en la cintura y removía el contenido de una olla con una cuchara de madera. Era una imagen a la que Pedro todavía le costaba acostumbrarse porque, desde que era pequeño, si Horacio estaba en casa lo único que podía crear eran problemas. Problemas alimentados por el alcohol.

 —Abril está en el comedor —dijo el padre—. Estaba esperando a que regresaras como si fuera un pajarillo para enseñarte lo que ha hecho hoy en el campamento de verano.

Pedro trató de ignorar el sentimiento de culpa que experimentaba al hablar de su hija. Era algo que sentía cada vez que se separaba de su pequeña desde que su madre falleció. Daba igual que tuviera un buen motivo para hacerlo. Que supiera que ella se quedaba contenta al cuidado de Horacio, que resultó ser mucho mejor abuelo que padre, o en el colegio o en el campamento de verano.

Abril y Nicolás eran lo único que le quedaba de Brenda. Su hija merecía criarse con un padre y una madre, tal y como Pedro y Brenda habían planeado desde que se emparejaron en el instituto. Ella merecía lo que Nicolás, su hijo, había tenido. El amor de una madre. «Maldita sea».

Pedro odiaba el mes de julio. El resto del año podía arreglárselas sin ahogarse en el dolor que no conseguía superar. Pero ese mes de julio ni siquiera la idea de que Nicolás regresara a casa el fin de semana para celebrar su veintiún cumpleaños era suficiente para hacerlo más soportable.

 —¿Qué hay en la olla?

—Salsa marinara. El otro día ví la receta en el canal de cocina. He decidido probarla. La serviré con pasta.

 —Suena bien.

—Ya lo veremos —dijo Horacio—. Ya sabemos que si no está rica Nicolás me lo dirá claramente cuando llegue mañana por la noche —gesticuló con la cuchara y manchó la encimera de granito con la salsa—. No te olvides de Abril.

Como si pudiera hacerlo. Pedro se dirigió al comedor.  Su hija estaba sentada en una silla con dos guías de teléfono bajo el trasero para poder llegar mejor a la mesa. Tenía la cabeza agachada sobre unos papeles y, al oír los pasos de Pedro, volvió la cabeza para mirarlo. Él percibió timidez en sus ojos.

—Hola, cariño. ¿Qué estás dibujando?

—Dibujos —se inclinó hacia la mesa como si quisiera esconder lo que había querido enseñarle.

Desde el momento en que perdió a Brenda, Pedro había echado de menos a su esposa. Pero cuando más la echaba de menos era cuando despertaba por la mañana y pensaba, durante un segundo, que su vida seguía completa y que al volver la cabeza la encontraría a su lado. Y en momentos como aquél, cuando estaba con Abril y deseaba que Brenda estuviera allí para ayudarlo a ser el tipo de padre que su hija merecía tener.

 —¿Qué tipo de dibujos? —preguntó mientras se sentaba a su lado.

Ella se encogió de hombros. Llevaba una blusa de color rosa con flores y, durante un instante, la imagen de Paula Chaves apareció en su cabeza. Paula también iba vestida de rosa aquella mañana. Y aquella tarde, cuando conducía el maldito cortacésped.

—¿Puedo verlos? —tocó la esquina de uno de los dibujos.

—Supongo —dijo Abril con un susurro.

Era algo que no sólo hacía con él. El año anterior la profesora del colegio le había dicho que estaban intentando que Abril hablara más alto en clase.

—¿Eres tú? —señaló la figura que estaba en el centro de la página y que tenía el cabello castaño y un vestido rosa muy grande. Detrás había una casa y, en la esquina, un sol enorme.

—Ajá —mostrando un poco más de entusiasmo, Abril apoyó los codos en la mesa y se echó hacia delante.

—Teníamos que dibujar lo que queremos ser cuando seamos mayores —contó—. Camila Pope sólo hizo un dibujo, pero yo dibujé tres.

Camila era la amiga de Abril del jardín de infancia. Y había sido la madre de Camila la que sugirió que a Abril fuera al campamento de verano.

 —¿Por qué tres?

—Porque todavía no sé lo que quiero ser.

—Me parece normal —dijo él. Podría mirar cientos de dibujos al día si con eso conseguía que su hija le hablara—. ¿Y en este dibujo qué eres?

 Ella lo miró extrañada, como si él tuviera que haberlo averiguado.

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