—Sí —cerró la puerta y fue hacia el ropero de donde sacó un bonito vestido rosa—. Hoy me he comprado unos cuantos vestidos para cenar, y otro que creo que me irá muy bien para la fiesta de mañana.
Pedro se puso los calzoncillos y los pantalones antes de volverse. Ella se había vuelto de espaldas prudentemente y examinaba el vestido como si fuera la primera vez que lo viera.
—Estoy visible, si eso es lo que te preocupa.
—No —dijo aclarándose la voz—. Quiero decir, he compartido una misma habitación con un hombre antes.
—Yo no; quiero decir, no he compartido habitación antes —dijo Pedro, mientras se ponía una camisa limpia.
—¿Nunca? —se dio media vuelta—. Yo creía que tú...
Se hizo silencio y a Pedro le picó la curiosidad.
—¿Pensaste que yo qué?
—Nada. Supuse que lo habrías hecho en el colegio o algo así.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada.
—¿Te refieres a acostarme con mujeres?
—Bueno, tienes más de treinta años. No creo que hayas sido un santo toda tu vida. Y hace cuatro meses estabas prometido.
—¿Te acostabas con tu marido antes de casarse?
—No. Pero eso no es asunto tuyo.
—A lo mejor quiero que lo sea —dijo en tono ronco y sensual.
—Eso no puedes decidirlo tú. Soy yo la que decido qué cosas quiero que la gente sepa de mí.
—Soy tu marido —esbozó una medio sonrisa.
Se la veía tan indefensa, aunque a la vez resuelta, junto a la puerta abierta del ropero y el vestido rosa colocado delante como si fuera un escudo.
—Santo cielo, qué excusa más pobre; este matrimonio es sólo en el papel.
—Eso podría cambiar.
Pedro la miraba fascinado mientras el color encendía sus mejillas. Deseaba acercarse a ella, estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que ambos perdieran la noción de la realidad. Pero ya la había asustado una vez ese día. Paciencia, se dijo.
—Voy a meterme en el baño si has terminado.
Con el vestido en la mano, Paula fue hacia el cuarto de baño con rapidez. Pedro oyó cómo cerraba la puerta con firmeza y el ruido del pestillo. ¡Era tímida! Algo sorprendente para una mujer que ya había estado casada.
Aunque lo más sorprendente era que cada vez tenía más ganas de estar con ella. Había vuelto del trabajo temprano y le decepcionó que ella no estuviera esperándolo. El rato que pasó con ella y la niña en el jardín había sido algo diferente, especial. Llevaba unos cuantos años en esa casa, poseía muebles de calidad, un servicio amable, sin embargo, no era más que un lugar donde comer, dormir y recibir a invitados de vez en cuando. Ese día, por primera vez, había sentido que su casa era un hogar. Se había sentido relajado y satisfecho, y todo gracias a Paula y al bebé.
Al ir a ver a Roberto se había sentido mejor que nunca. El viejo estaba encantado con el bebé e insistió que la pusiera un rato en la cama junto a él. Después de estar un rato con Sofía, Roberto tenía ya mejor aspecto. ¿Podría producir tanta felicidad la mera presencia de un niño?
—Es maravilloso tener un hijo, Pedro. Espero que tengas más de uno —le había dicho Roberto antes de quedarse dormido.
Por primera vez en su vida Pedro se preguntó si tendría alguna vez niños. Se le había pasado la tontería con Fernanda Alvarez. Tenía treinta y dos años y no había conocido a otra mujer con la que quisiera pasar el resto de sus días. Si no encontraba una pronto, sería demasiado mayor para tener un hijo, demasiado inflexible.
Esa noche en la mesa Paula pensó que o bien las cenas resultaban cada día menos pesadas o bien que se estaba acostumbrando a Ana. Llevaba puesto el vestido rosa que tanto le había gustado al verlo en la tienda. El rato que había estado en el jardín se le había pegado un poco el sol. Estaba contenta con su aspecto y ni siquiera el comentario poco entusiasta de Ana acerca de su vestido logró perturbarla.
La forma en que Pedro la miró cuando entró en el salón le hizo sentirse de maravilla. Recordando las palabras que él le había dicho en el jardín y que tuvieron el embriagador efecto del vino, Paula estaba más que satisfecha con el resultado de sus compras. Se sentía emocionada al pensar qué le parecería a Pedro el vestido que había comprado para el baile.
Claro, todavía tenía que pasar aquella noche. Sólo de pensar en que iba a volver a compartir la cama con un hombre que le había dicho que la deseaba le ponía los nervios de punta. ¿Podría aguantar metida en la cama a su lado sabiendo lo que quería él sin hacer nada?
¿Qué pasaría si, estando dormida, se acurrucaba junto a él? ¿La apartaría o lo tomaría como una invitación? A lo mejor debería volver a dormir en el suelo, o encontrar otro dormitorio.
Cobarde, le dijo una voz dentro de ella. Él le había prometido que no se lanzaría encima de ella.
Echaba de menos la amistad y el compañerismo de un hombre, el cuerpo de un hombre a su lado por las noches, las caricias y la ternura. Pero Pedro no la amaba y no sería lo mismo que había tenido con Pablo.
Quizá fuera aún mejor, pensó.
¡Qué deslealtad hacia Pablo! Le había gustado hacer el amor con él y él había sido el único con el que lo había hecho en su vida. Miró a Pedro, pensando que seguramente tendría más experiencia.
—¿Quieres que te traiga algo? —le preguntó Pedro.
—No, lo siento... Es que estaba distraída.
Paula se sintió como una tonta y apartó los ojos de Pedro. Al hacerlo, se encontró con la mordaz mirada de Ana.
—¿Va a ir a ese baile de beneficiencia de mañana por la noche? —le preguntó Paula, ocurriéndosele de repente la idea.
Quizá no iban a ir Pedro y ella solos; quizá fuera un compromiso de toda la familia.
—Sí. No quería ir, pero mi padre quiere que le cuente lo que pase allí, así que me estaré un rato.
—José puede llevarnos; así si quieres volver a casa antes que nosotros él te puede traer —dijo Pedro con naturalidad.
—¿Se ha comprado Paula un vestido nuevo? —preguntó Ana, arqueando una ceja como si no creyera que Paula pudiera arreglárselas sola ante tal empresa.
Molesta por la falta de educación de Ana, Paula se defendió.
—Me lo he comprado.
—¿Es apropiado para la ocasión?
—Creo que sé perfectamente cómo vestirme para un acto así.
—Quizá sea mejor que le eche un vistazo después —dijo Ana con despreciativa elegancia.
—Quizá un día las ranas críen pelo —murmuró Paula, mirándola con rabia; alzó la cabeza y habló en tono más alto—. Cuando me lo ponga mañana por la noche, si Pedro no lo cree apropiado, me quedaré en casa.
—Estoy seguro de que mi madre sólo quería ayudar —dijo Pedro.
—Estoy segura —respondió Paula, sin dejar de mirar a Ana a los ojos.
Ni por un momento creyó que Ana hubiera querido ayudarla.
Furiosa aún por la actitud de su suegra, Paula se retiró temprano esa noche. La rabia que sentía hacia Ana le hizo olvidar temporalmente su preocupación en cuanto a compartir cama con Pedro.
—Lo que menos falta me hace ahora es sentir una atracción sexual que pueda volverme loca —murmuró Paula junto a la cama, mientras se descalzaba.
Se bajó la cremallera del vestido, parte de su alegría por llevar un vestido nuevo había sido enturbiada por los comentarios de Ana. ¡Cómo si no fuera capaz de elegir su propia ropa! ¿Es que aquella mujer nunca se había relajado ni se lo había pasado bien?
Con el camisón puesto ya, Paula se puso una bata y salió al pasillo para comprobar si Sofía estaba bien. El bebé dormía como un angelito. Paula le acarició las suaves mejillas y sintió como le iba invadiendo aquel sentimiento de amor hacia su hija que amenazaba con hacerla llorar. ¡Sofía significaba tanto para ella!
—Ojalá tu padre pudiera verte, niña mía —susurró.
Cuando Paula se despertó a la mañana siguiente, se sintió diferente. Abrió los ojos lentamente y se encontró con los oscuros ojos de Pedro.
—Buenos días —dijo, con el codo apoyado en la cama.
Se veía que acababa de despertarse. Tenía una fina marca de dormir en la mejilla y el pelo alborotado; estaba desnudo de cintura para arriba y la sábana le cubría el resto. Paula sintió el calor de su cuerpo.
Observó maravillada aquel torso musculoso y ligeramente cubierto de oscuro vello. Tenía los pezones morenos y planos, sobre el pecho bronceado. Paula lo miró, sintiéndose turbada y excitada.
—Buenos días —contestó.
Se humedeció los labios y deseó poder taparse la cabeza con la sábana hasta que él se hubiera marchado a trabajar.
—¿Me he despertado yo temprano o eres tú el que te has despertado tarde?
—Soy yo el que me he despertado tarde. Pero quería darte algo; lo tenía ayer, pero se me olvidó.
Se recostó y alargó la mano hasta la mesilla; al darse la vuelta se acercó aún más a Paula.
El colchón se hundió bajo su peso y eso hizo que Paula se precipitara hacia él. ¿Llevaría algo puesto por la parte de abajo? ¿O dormiría desnudo? De repente la necesidad de averiguarlo se le antojó insoportable; apenas si podía controlar el impulso de tocarlo.
Tenía que levantarse antes de hacer algo inexcusable, como por ejemplo acariciarle el pecho, tocar esos músculos o palpar la textura de su piel.
—¿El qué? —preguntó, sintiendo turbación al darse cuenta de que la camisola era ligeramente transparente.
—Esto.
Tenía su anillo de bodas en la mano. Le levantó la mano y se lo puso lentamente. Le quedaba perfecto.
—Con este anillo te desposo —Pedro murmuró suavemente y luego la miró.
—Con este anillo te desposo —repitió Paula.
Era la tercera vez que pronunciaba esas palabras. Primero con Pablo en la pequeña iglesia donde eligieron casarse. En segundo lugar con Pedro en la oficina del juzgado. Y en ese momento por tercera vez. ¿Volvería a pronunciar aquellas palabras?
Sin saber por qué, en ese momento significaron más para ella que cuatro meses atrás cuando Pedro y ella se habían casado. Claro que entonces no lo conocía de nada; sólo tenía de él unos vagos recuerdos de adolescencia.
Tampoco lo conocía tan bien en ese momento, pero al menos lo conocía un poco más y se sentía más unida a él.
Cuando Pedro se acercó a besarla, ella le rodeó el cuello con los brazos. Aquello le parecía maravilloso y lo más natural del mundo.
Se echó sobre ella y le acarició el pelo. Tenía los labios firmes y cálidos y se movía con sensualidad, hasta que Paula se perdió en aquella magia.
Sofía pegó un grito que les llegó por el transmisor, rompiendo el hechizo que la había embelesado.
Pedro se apartó y le pasó el pulgar por los húmedos labios, mirándola con aquellos ojos tan enigmáticos. Sin apartar la vista de ella, la besó en los labios suavemente y se sentó en la cama.
—Parece que Sofía se ha despertado ya.
—Sí.
Paula saltó de la cama y se puso la bata.
Deseó poder cepillarse el pelo y lavarse la cara antes de que él la volviera a mirar, pero tenía que ir a atender a Sofía antes de que rompiera a llorar de verdad.
—Llévala al comedor después de amamantarla. Me quedaré a desayunar contigo —le gritó Pedro mientras ella salía corriendo al pasillo.
El beso de Pedro había sido delicado, perfecto, con un toque de pasión prometedor. Pero era sorprendente la tormenta que había levantado en su interior. ¿Por qué había repetido los votos del matrimonio al ponerle el anillo? Empujó la puerta de la habitación con la mano izquierda, fijándose en la banda de oro que la unía legalmente con ese hombre.
¿Había algo más que la uniera a él? Cruzó la habitación y sacó a Sofía de la cuna, temerosa de estudiar detenidamente sus sentimientos. No le convenía sentirse atraída hacia Pedro Alfonso. Su acuerdo era sólo temporal y pronto terminaría. Si continuamente tenía que recordarse a sí misma algo tan simple, significaba que ya estaba metida en un buen lío.
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