—¿Por qué dices eso? —su sonrisa se convirtió en una mueca tallada en granito.
—Porque si no lo hubiera hecho, tú no existirías.
—¿Y crees que es bueno que exista?
—Sí, y seguro que tu madre está de acuerdo.
—Pero dudas respecto a casarte conmigo.
—Entre mis razones no incluyo que no seas una persona fantástica de cuya existencia me alegro.
—¿Cuáles son tus razones? —él enarcó una ceja.
—Es más pertinente preguntar: ¿cuáles son las tuyas?
—Ya las he explicado… Te veo bella por dentro y por fuera. Estoy listo para casarme y formar una familia. Quiero hacerlo contigo —Pedro sabía que si mencionaba el trato de negocios con su padre, Paula daría marcha atrás.
Aunque no era la razón principal para haberla elegido como esposa, había jugado su papel. A él no le importaba, pero sospechaba que ella reaccionaría de otro modo. Como había dicho, ella no tomaba decisiones basándose en las consideraciones que dominaban a los hombres de negocios.
Quería una razón emocional para casarse con él. Quería ser amada. Lo había captado, pero no era algo que pudiera o quisiera ofrecerle. El amor era una emoción sobrevalorada que prefería obviar. Había querido a su abuelo y quería a su madre, y ese amor había tenido un precio. Lo había pagado con una vulnerabilidad que nada ni nadie más le provocaba.
La infelicidad de su madre le había dolido cuando nada más lo afectaba. La desaprobación de su abuelo había abierto heridas que se había jurado que nadie volvería a causar. Tendría que convencer a Paula de que tenían bastante sin necesidad de ese amor que él no deseaba.
—Mi madre dice que se enamoró de mi padre a primera vista —arguyó él— Ese sentimiento que consideras una panacea es el mayor instigador de sufrimiento que conozco. Su amor la llevó a entregarse a él. El amor de mi abuelo lo llevó a ayudarla, aunque nunca pudo olvidar su indiscreción. Su amor por mí lo llevó a presionarme, a exigirme más de lo que habría exigido a su propio hijo. No iba a permitir que fuera como el hombre que me engendró: irresponsable y sin honor. Pero sus lecciones fueron dolorosas, aunque sabía que las dictaba su amor.
—El amor no siempre conlleva dolor.
—Sí que lo hace. Y yo no quiero el dolor que inevitablemente surge del amor en mi matrimonio.
Ella soltó una exclamación y él hizo una mueca. Había dicho más de lo que pretendía, pero si eso servía para convencerla, no le ahorraría la verdad.
—¿Qué quieres? —sus ojos azul mar reflejaban una bondad que a él le llegó al alma.
Le había ocurrido lo mismo la primera vez que la vio en un baile de beneficencia. A Pedro lo había intrigado esa mujer que, siendo parte del mundo que él deseaba conquistar, era distinta de todos.
—Quiero tener hijos, herederos legítimos que reciban lo que he construido y lo amplíen. Quiero hacer feliz a la mujer que tanto se sacrificó para darme la vida. Hace treinta años incluso en Grecia se podía encontrar la manera de poner fin a un embarazo no deseado, pero ella ni siquiera se lo planteó.
—¿Cómo lo sabes?
—Se lo pregunté.
La compasión que tanto admiraba brilló en los ojos de Paula. Era exactamente el tipo de mujer con el que deseaba pasar el resto de su vida. Una mujer que lo ayudaría a calmar sus demonios.
—¿Tu madre quiere que te cases?
—Sabes que sí.
—Bueno… no es muy sutil —Paula sonrió—, pero supuse que le decía lo mismo a todas tus citas.
—Lo cierto es que no.
—¿Es que soy especial? —preguntó, irónica.
—Sí. A mí me lo había insinuado, pero nunca a una de mis citas. Sólo a tí.
—Tiene ganas de tener nietos. Muchas ganas.
—Sí. ¿Y tú?
—Soy demasiado joven para ser abuela.
Ésa era una de las cosas que le encantaban de su pequeña Paula. Bromeaba con él. Le hacía sonreír y siempre estaba dispuesta a hacerlo ella también.
—Me refería a si quieres tener hijos —no dudaba de su respuesta. Estaba destinada a ser la madre perfecta, pero quería oírlo de su boca.
—Sí. Claro que sí.
—Eso creía.
—Crees que lo sabes todo —ella hizo una mueca.
—Por lo visto no. Pensé que aceptarías mi propuesta sin tantos problemas.
—¿Problemas? —repitió ella con delicadeza. Él comprendió que pisaba arenas movedizas.
—Creí que no costaría tomar la decisión —corrigió.
—Habría sido más fácil si hubieras dicho que me amabas.
—¿Quieres que te lo diga? —él no pudo evitar admirar su coraje y su honestidad.
—¿Una mentira para conseguir el resultado que deseas? ¿Y qué hay de tu insistencia en que sea honesta contigo? Ya te he dicho que no aceptaré menos.
Él tenía la inquietante sospecha de que definían la honestidad de formas distintas, pero la desechó.
—Te daré tanta felicidad y lealtad como un hombre que profesara esos sentimientos. No habría mentira en esas palabras si las necesitas para sentirte más cómoda con respecto a nuestro matrimonio.
—Excepto porque no sientes eso y no quieres sentirlo. Seguirían siendo una mentira, Pedro.
—Pero la intención al decirlas, mi empeño en tu bienestar, no es ninguna mentira.
—Vemos las cosas de forma muy diferente. No sólo no quieres amar, ni siquiera estoy segura de que creas en el amor romántico, o no hablarías de decir las palabras como si no fueran más que eso: palabras.
—Personalmente, no he conocido el amor romántico —calló al ver una súbita chispa de dolor en los ojos azules, sólo duró un instante—. ¿Serviría de algo prometerte que nunca diré esas palabras a otra mujer?
—¿Puedes prometer eso? ¿Y si te enamoras? Que no me ames a mí no implica que seas incapaz de amar a otra persona.
—No quiero amar a ninguna otra persona.
—Eso no siempre se elige.
—Cumplo mis promesas —afirmó él—. Eres tú quien ha de decidir si confías en mí o no.
—Sí, confío en tí.
Él sonrió, triunfal, y ella frunció el ceño.
—No he dicho que vaya a casarme contigo, pero al menos empiezo a entender por qué me lo has pedido.
—Yo habría creído que eso era obvio.
—Vuelves a equivocarte. Aunque le disguste a tu ego, tus razones para elegirme para compartir el resto de tu vida distan mucho de ser obvias.
—Un día llegarás a pincharme demasiado —advirtió él, simulando un gruñido.
—¿Y qué harás?
—Puede que te haga el amor y al menos acabe con ese dragón de duda.
—¿Crees que una seducción planeada disminuirá mi preocupación por lo fácil que te resulta controlar tu libido cuando estás conmigo?
—Creo, pequeña, que hay profundidades en ti que aún debo explorar —lo sorprendía y excitaba a un tiempo que le echara eso en cara—. Créeme, no me resulta fácil controlar mi deseo, pero es necesario.
—Porque no quieres ser como tu padre.
—Ésa es una razón.
—Dime otra.
—Si me rechazas, no pasaré el resto de mi vida siendo adicto a un cuerpo al que no tengo acceso.
Ella se echó a reír, tal y como él había pretendido, pero había cierta verdad en sus palabras. Si le hacía el amor, sabía que le sería difícil renunciar a ella.
Por otro lado, hacer el amor podría solucionar el dilema. Demostraría su pasión por ella y, dijera ella lo que dijera, sabía que sólo lo aceptaría dentro de su cuerpo si estaba dispuesta a un compromiso serio.
Él ya había declarado sus intenciones y, aunque habría preferido un compromiso oficial y una fecha de boda antes de llevarla a la cama, no dudaba del resultado final. No iba a aprovecharse de ella. Se casarían. No era un hombre que permitiera que nadie ni nada se interpusiera entre él y lo que quería.
Y quería a Paula Chaves como esposa.
Cuando llegaron al piso de Pau, Pedro le pidió la tarjeta de entrada al estacionamiento de visitantes.
—¿Piensas subir un rato? —preguntó ella.
—¿Vas a invitarme a subir?
Solía invitarlo, pero esa noche en concreto le apetecía tener tiempo para pensar.
—Invítame a subir, pethi mou. No me apetece acabar aún la velada —acarició su nuca.
Igual que otras veces, el leve contacto impactó sus sentidos con la fuerza de un terremoto de grado diez.
—¿A pesar de no haber conseguido tu objetivo? —preguntó ella, sin aliento, sabiéndose incapaz de rechazarlo si insistía.
—No me rechazaste. Es suficiente.
—¿En serio?
—Aprendí desde muy joven a ser paciente para conseguir mis objetivos. Precipitar la conclusión suele funcionar peor que enfrentarse a la oposición.
Ella se preguntó por qué ese símil empresarial le parecía embriagador y atractivo. Debía ser esa voz grave y sensual que alteraba su equilibrio desde la primera vez que la oyó. De hecho, él hablaba de convencerla para que se casara con él, y eso la llevaría a su cama. Aunque no lo hubiera conseguido la pasión.
—Entiendo. Así que soy como una fusión de empresas que te gustaría concretar, ¿no? —dijo con ligereza, para paliar su deseo de sucumbir a la tentación.
—Eres la mujer con quien me gustaría casarme, no una empresa que quiera comprar, pero existe cierta similitud, sí.
Ella sonrió para sí. Era lógico que viera la vida en términos empresariales, era lo que conocía. Eso y las lecciones de integridad aprendidas de su abuelo. Se estremeció al pensar cómo habría sido crecer junto a un hombre que lo quería pero no aceptaba su ilegitimidad. Un hombre empeñado en que en su nieto no aflorase lo que él consideraba «mala sangre».
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