—Pero tu actitud lo fomenta.
—Te aseguro que una mujer debe convencerme de que me compensa el tiempo que tengo que dedicar para ser usado como su billete temporal a un estilo de vida determinado.
—Pero te dejas convencer.
—Sí —no tenía sentido negarlo. Tampoco quería. Hacía tiempo que había aceptado lo que era su vida—. Ya hemos determinado que semejante intercambio no es la fuerza motriz de lo que sucede entre nosotros, ¿verdad?
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. No apartó la mano de su brazo mientras la guiaba por el pasillo.
Ella lo miró de reojo y se mordió el labio.
—No sé cómo me siento estando con un hombre que admite tener relaciones de ese tipo, a pesar de que me quiera hacer creer que la nuestra no seguirá el mismo patrón.
—Primero, los dos hemos reconocido que no buscamos un trofeo, ¿no?
—Sí.
—Segundo, ¿preferirías que fingiera que soy alguien diferente?
—No, yo…
—Acepta que dejé el idealismo ingenuo en el jardín de infantes.
Ella se detuvo delante de la puerta y sacó la tarjeta que abría la puerta.
—No considero que el respeto por mi sexo sea ingenuo.
—Yo respeto a las mujeres.
Empujó la puerta y entró.
—¿En serio?
Él la siguió, cerrando a su espalda.
—Sí. Respeto a las mujeres lo suficiente como para creer que son capaces de decidir qué clase de relación es mejor para ellas.
Se quitó la chaqueta y la depositó en el respaldo de uno de los dos sillones que había a cada lado de una mesita pequeña y baja. La suite no era tan espaciosa como su habitual alojamiento, pero sí moderna y estaba decentemente decorada.
Ella se había detenido ante la puerta que conducía al dormitorio, permaneciendo allí con aspecto algo agitado.
—Yo jamás podría aceptar algo tan frío.
—Acento eso.
—Entonces, ¿cómo esperas que sea el intercambio entre nosotros?
—Te deseo. Me deseas. Es mutuo —para él, no hacía falta ninguna definición más.
—Y no es mercenario.
—Bajo ningún concepto mercenario. Por ambas partes. Te deseo para algo más que un adorno del brazo —aunque sus relaciones jamás duraban mucho y no había hecho nada para animarla a esperar algo diferente.
De hecho, había recalcado la naturaleza temporal de sus aventuras previas, y así como a ella no le había gustado la visión directa que tenía de ellas, no había cuestionado ese aspecto.
—Y no busco gastar tu dinero ni que le des un impulso a mi carrera.
—¿Lo ves? No hay nada frío al respecto —había captado que eso era importante para la belleza de ojos aguamarina que tenía ante él.
—Decididamente, nada frío —sonrió.
Una erección creciente presionó sus pantalones a medida mientras sus manos anhelaban tocar esa piel sedosa y dorada. Deseo era una palabra inapropiada para las sensaciones que lo aplastaban. La anhelaba como un hombre hambriento. Necesitaba probar esos labios deliciosos… y todo lo demás.
No le gustaba esa necesidad. Debía llevarla pronto a la cama para recuperar el control de sus sensaciones descarriadas. No reaccionaba de esa manera con las mujeres. Nunca. Hacía falta algo más que la belleza física para atraerlo. Pero cada momento que pasaba con Paula revelaba una inteligencia y encanto que aumentaban el palpitante deseo en su sexo. Y era imposible negar que quería llevarla a la cama. Pronto. Y hacerlo una y otra vez.
Ella apoyó la mano en el pomo de la puerta.
—Voy a ir a darme esa ducha.
—Me pondré al día con las llamadas telefónicas mientras tú te preparas. Tómate tu tiempo.
Ella sonrió y asintió.
Pedro sacó el teléfono móvil y marcó el número del investigador para comprobar si disponía de algo más. Se negó a cuestionar sus motivaciones cuando tenía llamadas más acuciantes que realizar.
Hablaba con un socio en China cuando Paula salió del dormitorio. Sólo los años de práctica para no mostrar sus emociones durante negociaciones empresariales impidieron que quedara en ridículo.
—Estás arrebatadora —articuló en silencio mientras el hombre de negocios chino continuaba soltándole estadísticas.
El cabello dorado colgaba como un telón de seda enmarcando el rostro de forma exquisita. El vestido que se había puesto era del color de sus ojos y se ceñía adorablemente a sus curvas esbeltas, resaltando lo pequeña que era para su estatura y su profunda feminidad.
Llevaba los pies enfundados en unas delicadas sandalias doradas que añadían unos ocho centímetros a su estatura. Le agradó que se hubiera arreglado para él.
Las joyas que se había puesto parecían haber sido diseñadas por aztecas. Era una elección interesante y hablaba de una mujer que no temía llamar la atención sobre sí misma.
Jamás le había resultado atractiva la timidez, no como a algunos de los otros hombres en su familia, que parecían locos por perseguir a ese tipo de mujer. El prefería siempre a una leona antes que a una gatita.
En un gesto encantador, Paula se ruborizó.
—Gracias —articuló como respuesta.
El asintió, sin quitarle la vista de encima, aunque logró devolver parte de su cerebro a los negocios que lo ocupaban.
Paula fue al minibar y se sirvió un vaso de agua. Se volvió hacia él con las cejas enarcadas en muda pregunta.
Pedro movió la cabeza.
Ella bebió el agua mientras él continuaba hablando, al parecer indiferente al hecho de que estuviera ocupado. También le gustó eso.
La mayoría de las mujeres con las que había salido mostraba impaciencia con su necesidad de realizar negocios a horas peculiares y a veces en momentos inoportunos. Concluyó la llamada y cerró el teléfono.
—Gracias por tu paciencia.
—De nada —sonrió—. Yo me alegro de que no estuvieras yendo de un lado a otro mientras esperabas que terminara de vestirme.
Volvió a guardar los papeles en el maletín que había bajado del coche.
—La verdad es que debería haberte dejado y regresado a buscarte para la cena.
—Pero no querías irte —se apoyó en el reposabrazos del sillón que había frente al que él ocupaba.
—No.
—Eso me resulta extraño.
—A mí también.
Ella sonrió con ironía.
—Lo imaginaba. No esperaba conocer a alguien como tú durante mi estancia aquí. Pensé que sólo sería otro trabajo.
—Creo que jamás se puede estar preparado para la clase de atracción que sentimos.
Ella pareció mostrar cierto alivio.
—No, estoy segura de que no se puede.
El se levantó, se acercó a ella y apoyó la mano en su hombro.
—Me gusta cómo me haces sentir.
—No te habría considerado un hombre al que le gusta estar sin el control.
—No estoy sin control —afirmó.
—No —recalcó.
—¿Piensas pasar el día supervisando la sesión de fotos?—preguntó con inocencia.
Pero él sabía adónde quería llegar. Sonrió Con gesto irónico de reconocimiento.
—No.
—Y ya has admitido que deberías haber regresado a tu despacho en vez de quedarte aquí conmigo.
—¿Adónde quieres ir a parar? —pero él lo sabía, lo único que pasaba era que ella no observaba todo el cuadro.
—Llámame loca, pero no me parecen los actos de un hombre con un control completo.
Ahí era donde se equivocaba. Había tenido el control porque las elecciones habían sido suyas.
—Te ví. Fue como recibir el impacto de un tren en marcha. Decidí seguir esa atracción. Pero yo elegí cambiar mi agenda para acomodar mi deseo. Yo. En control.
¿Y no había logrado terminar su conversación de negocio en vez de colgar como le había apetecido para ir a besarla hasta que los dos hubieran estado desnudos en el suelo? ¿Cuándo había sido la última vez que había contemplado la idea de hacer el amor en el suelo?
Dios
—Quizá me siento un poco fuera de control, pero aguanto —¿a quién intentaba convencer?
—Me alegro de que alguien lo consiga —musitó ella, apartando la vista.
Su lenguaje corporal cambió sutilmente.
Cruzó un brazo sobre su cintura y con la mano aferró el codo que sostenía el vaso de agua mientras se sentaba en el sillón, creando una pequeña barrera entre ellos. Cruzó las piernas con elegancia y, en el espacio de unos segundos, pasó de estar abierta y cálida a cautelosa y reservada.
Había perdido terreno. Sin saber cómo ni por qué. Solo sabía que no le gustaba.
Adelantó el torso y con el dedo pulgar le alzó el rostro hacia él.
—¿Qué sucede?
Le ofreció la sonrisa que Pedro ya había aprendido a asociar con su personaje público.
—Nada.
—No me mientas. Nunca.
Lo evaluó con la mirada hasta que le soltó el mentón. Luego habló.
—Yo no me siento en control. Me hizo falta una gran autodisciplina para no acelerar el proceso de vestirme para volver a tu lado. Incluso pensé en no lavarme el pelo para ganar tiempo. Siempre me lavo el pelo después de una sesión al aire libre. Tuve que obligarme a servirme agua en vez de acercarme a tocarte. Yo no toco a los hombres.
La estudió.
Ella hizo una mueca.
—Sabes a qué me refiero. De forma indiscriminada —soltó un suspiro enfadado—. Ya es bastante malo que sienta esto… esta falta de control, sin enfrentarme al hecho de que así como la atracción puede ser mutua, no tiene por qué estar necesariamente al mismo nivel.
Maldijo para sus adentros. ¿Por qué las mujeres tenían que analizar cosas como ésa? Emociones… como si fuera algo lógico que se podía medir y comparar. El deseo era el deseo. Los dos lo sentían. Los dos luchaban por mantener el control. ¿Importaba si él era mejor en ganar la batalla? ¿No era lógico? Después de todo, era un hombre acostumbrado a tener el control sobre algo más que su propia vida.
Había visto a su madre y a sus hermanas hacer lo mismo con otros hombres. Lo frustraba, pero también sabía que tenía que dar una respuesta a las preocupaciones de ella o el problema sólo iría en aumento.
Le acomodó el pelo detrás de la oreja, un gesto deliberado de afecto que los conectaba.
—No he dicho que no sintiera esta atracción inexplicable, sólo que mi elección de seguirla era elección propia. Igual que la tuya.
—No estoy segura de realizar elecciones que haría en otras circunstancias.
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