—Quizá deberíamos practicar un poco —dijo con mucha labia.
—¿Practicar?
La picardía que vio en su mirada le hizo recordar al muchacho de la playa. ¿Qué estaba tramando?
—Si te resulta tan difícil hacer el papel de esposa cariñosa, podríamos practicar.
—Ya me las arreglaré sobre la marcha —contestó rápidamente, puesto que su imaginación ya había empezado a reproducir escenas. Después de cenar se sentaría sobre sus rodillas y le daría besitos en el cuello; o bien podían pasear por el jardín y besarse en algún lugar escondido hasta perder el conocimiento.
Trago saliva. ¡Tenía que quitarse esos alocados pensamientos de la cabeza!
—Si estás segura...
Vio la cara de guasa que tenía Pedro y frunció el ceño.
—¿Deberíamos ir estando tu abuelo tan enfermo?
La guasa se desvaneció.
—Estoy intentando mantener la normalidad todo lo posible. Él no se cree que se está muriendo —dijo Pedro lentamente.
—¿Y es cierto? ¿No podría mejorar?
—No, Paula, no va a mejorar. Y no vivirá mucho tiempo. Según los médicos, cada vez estará más débil hasta que llegue un momento en que ni siquiera podrá comer bien. Entrará en coma y luego será cuestión de días o incluso horas para que fallezca.
—Lo siento.
Pedro se levantó de la silla y la colocó en su sitio. Fue hacia la ventana y contempló el jardín. Era verano, a finales de enero, y la naturaleza estaba en todo su apogeo.
Odiaba pensar que su abuelo no vería florecer las plantas del jardín al verano siguiente, que se perdería muchas épocas como esa, que dejaría un gran vacío en su vida.
—Sí, yo también lo siento mucho. Es el único padre para mí. Puede ser una persona intratable a veces, pero...
Pedro apretó los puños intentando vencer la desesperación que le entraba cada vez que pensaba en perder a Roberto.
Paula se levantó con agilidad y fue al lado de Pedro. Le tocó el brazo tímidamente y le dio un suave apretón.
—Nunca es fácil perder a un ser querido, pero de alguna manera, aunque tú no lo creas, eres afortunado. Sabes que el tiempo es efímero; aprovecha las horas que pases con él. Pablo y yo pensábamos que siempre estaríamos juntos. Un día desapareció en un instante. ¿Sabes que ni siquiera sabía que estaba embarazada? Ojalá hubiera tenido un par de semanas más para decirle cuánto significaba nuestro matrimonio para mí, para darle la noticia de que íbamos a ser padres. Aprovecha el tiempo que pases con tu abuelo y da gracias por tenerlo. Mucha gente pierde a sus seres queridos repentinamente y se pasan el resto de sus vidas sabiendo que había cosas que hubieran deseado contarles.
Él se la quedó mirando; vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y que estaba muy seria. Le echó los brazos al cuello y la abrazó.
—Háblame de tu esposo, Paula, de lo que hiciste después del último verano cuando nos vimos en la playa. Sé muy poco de ti excepto que eras una pesada en la playa; a veces una pesada encantadora. Sólo nos vimos durante cinco veranos; no es mucho tiempo, ¿verdad?
Ella se encogió de hombros, pero no se movió.
—Pablo y yo éramos dos huérfanos que nos conocimos en un concierto. Por más señas en el vestíbulo del auditorio, que estaba lleno de gente. Ninguno de los dos teníamos acompañante esa noche, por eso cuando me invitó a tomar un café después del concierto, acepté. Lo recuerdo como una persona muy divertida. Solíamos reírnos mucho, y hacíamos locuras que la gente hace de joven.
Se quedó en silencio unos momentos. Tragó saliva e intentó sonreír; bien pensado, habían sido un tanto inocentes.
—Sé que eres de Sidney. ¿Tu tía también vivía aquí?
—Sí. Mi tía vivía cerca de Las Rocas. Teníamos un apartamento muy bonito allí. Nunca quiso hacerse responsable de un niño; jamás se casó y no era muy maternal. En cuanto fui lo suficientemente mayor para valérmelas sola, se largó a Tasmania. Muchas veces me pregunté por qué no nos habíamos mudado allí cuando yo era niña. Pero era su sueño y me imagino que quería hacerlo a su manera.
—¿Y los tuyos?
—Algunos de ellos se marcharon con Pablo. Con el tiempo forjaré sueños nuevos, pero de momento tengo a mi hija y...
—¿Y qué?
Pedro la volvió un poco para que lo mirara de frente.
Ella sonrió maliciosamente.
—Y un marido exigente y una suegra airada. También soy parte de un gran engaño; no es como los sueños, pero desde luego es interesante.
Pedro sonrió despacio e igualmente bajó la cabeza hasta que le rozó la mejilla con los labios. Vio que Paula abría mucho los ojos al darse cuenta de sus intenciones, pero no se movió, ni se dio la vuelta.
La besó en los labios, apretándose contra ella hasta que Paula se tuvo que apoyar contra el alféizar de la ventana y él sintió su cuerpo contra el suyo. Pedro la provocó con la lengua, pidiéndole más, hasta que Paula abrió los labios para darle la bienvenida.
—¿Bueno, no sería mejor que hicieran eso en privado? —la voz de Ana fue como un jarro de agua fría.
—¿Necesitas algo, madre? —preguntó Pedro dándose la vuelta.
—Me gustaría que se comportaran con un poco de decoro en casa. ¿Qué pasaría si entrara Mirta? —preguntó Ana escandalizada.
Cerró la puerta del despacho y fue hacia ellos, echando chispas.
—¿Qué iba a pasar? Trabaja para mí. ¿Crees que le parecería tan sorprendente ver a un hombre besando a su esposa?
Ana alzó la nariz con afectación.
—No creo que el despacho sea el lugar más adecuado para ese tipo de cosas.
—Y yo creo que cualquier sitio es adecuado, si a mí me conviene —dijo Pedro con calma—. ¿Querías algo?
—Roberto está despierto y quería saber si habías llegado a casa —dijo fríamente.
—Subí a verlo al llegar, pero estaba dormido.
—Ahora está despierto.
—Subo en un instante —Pedro asintió y miró a Paula—. ¿Estás bien?
Paula asintió a su vez, evitando su mirada y la de Ana. El corazón le latía a toda prisa, sentía un suave cosquilleo en la piel y un calor por todo el cuerpo. Y todo eso por un solo beso.
Esbozó una sonrisa forzada y se retiró de la ventana, no fuera a ser que se quedara allí con Ana.
—Iré a ver cómo va la tarta —dijo con un hilo de voz.
Vaya, ni siquiera podía hablar.
—¿Qué tarta? —preguntó Ana con severidad.
—En el horno tengo una tarta que he preparado para postre —dijo Paula al llegar a la puerta.
Fue por el pasillo casi corriendo, ansiosa por alejarse de Ana y de Pedro. También de sus propias emociones, que amenazaban con abrumarla. Y todo por un solo beso.
Paula se quedó en la cocina hasta que la tarta se doró, y de paso para evitar a su marido y a Ana. La sacó del horno y la colocó sobre la encimera con satisfacción, contenta de que le hubiera salido perfecta. Poco después oyó a la niña a través del transmisor. Le dio de comer y después la sacó al jardín, donde la colocó sobre una manta bajo la sombra de un alto árbol del caucho. La niña miraba las flores, hipnotizada por la viveza de los colores.
Sofía empezó a moverse como si quisiera darse la vuelta; entonces Paula la levantó en brazos sonriendo.
—Venga, bebita, mami te va a enseñar cómo oler una flor. Cuidado con las abejas, ¿eh?
Sofía le echó mano a una rosa y se quedó sorprendida cuando la flor se deshizo en una lluvia de pétalos.
Paula la besó y la abrazó con ternura. Era feliz. Se tomaría las cosas con calma, disfrutaría del extraño giro que habían tomado los acontecimientos y no dejaría de repetirse todos los días que aquello era temporal. Cuando muriera Roberto Zolezzi ella sería como Cenicienta: la fiesta habría terminado para ella.
Paula le dio el pecho a su hija y la bañó antes de acostarla. La tarde había pasado rápida y placenteramente. Cruzó el pasillo y se asomó a su dormitorio con cuidado. No vio a Pedro por ninguna parte. Suspiró aliviada, sacó la ropa y se metió en la ducha. Se puso el vestido más bonito que tenía y se cepilló los rizos hasta que le brillaron. Se puso una gota de perfume en la garganta y en las muñecas y se dispuso a bajar al comedor. Si esa noche iba a ser una repetición de la anterior a lo mejor decidía cenar en su dormitorio a partir de entonces. Tal nerviosismo no podía ser bueno para la digestión.
Mientras bajaba las escaleras muy despacio, se iba mentalizando de que sólo tendría que aguantar la cena y un par de horas en el salón y luego podría irse a la cama.
A la cama de Pedro.
Ana estaba sentada en el sofá, exactamente como la noche anterior.
Pedro estaba junto a la ventana con un vaso en la mano.
—Espero no llegar tarde —dijo Paula.
—No. Mirta nos llamará para cenar dentro de un momento. ¿Te apetece algo de beber? —le preguntó Pedro, mirándola de arriba abajo.
Paula se estremeció, como si la hubiera acariciado. Se le pusieron los nervios de punta y le entró una tremenda timidez.
—Nada gracias.
Sólo salir corriendo. ¿Podría aguantar aquella velada sin quedar en ridículo?
La cena no fue el mismo suplicio de la primera noche, pero Paula sabía que con Ana nunca llegaría a sentirse a gusto. Cuando terminaron se alegró al oír a Ana decirle a su hijo que la acompañara al cuarto de Roberto.
—He pasado antes de bajar a cenar y me ha dicho que quería tener compañía esta noche —dijo Ana.
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