sábado, 27 de junio de 2015

Amor Del Corazón: Capítulo 26

Paula se volvió, horrorizada. No le importaba tomarle el pelo a Pedro, pero desde luego no estaba dispuesta a que pedro creyera que su abuelo podía sobornarla como había hecho con Fernanda, o con su padre.
—Nada —dijo prontamente—. ¿No será mejor que te cambies para cenar?
Roberto los miró con astucia.
—Hay tiempo —Pedro miró a su abuelo.
—Será mejor que sepas que le acabo de ofrecer dinero para que se vaya —gruñó el viejo.
Pedro se volvió a mirar a Paula, entrecerrando los ojos mientras evaluaba la situación.
—Y ella acaba de decirme que le haga una buena oferta.
—No es cierto.
Paula se volvió y miró al hombre con rabia. Quería saber hasta dónde iba a llegar, pero jamás había tenido la intención de aceptar su dinero. El no sabía que Pedro y ella ya habían planeado poner fin a aquel matrimonio de pega. Roberto había pensado que podría comprarla como hizo en su día con el padre de Pedro.
—Fernanda sería una esposa más conveniente para ti que esta camarera —dijo Roberto mofándose y con la mirada alerta.
—Servir mesas no tiene nada de malo. Tuve que ganarme la vida por culpa suya.
Paula  se levantó y dio un paso hacia la cama. Pedro se movió con tanta rapidez que ella ni siquiera se dio cuenta; le echó el brazo alrededor del estómago y tiró de ella hacia atrás.
—Ya es suficiente, Paula —dijo con dureza—. ¿Le pediste que te hiciera una oferta?
Paula miró a Roberto, echando chispas.
—Desde luego que sí, pero sólo para ver hasta donde iba a llegar. ¿Es que no te importa que tu abuelo haya intentado estropear tu matrimonio como hizo con el de tus padres?
—¿Qué significa eso? Yo no le arruiné el matrimonio a mi hija, fue ella —dijo Roberto casi sin aliento, intentando incorporarse.
—¡Lo hizo! Si hubiera ayudado a la pareja, en vez de obligarla a elegir entre el dinero y su esposo, quizá hubieran podido ser felices. Y Pedro habría tenido un padre. Usted le privó de ese derecho. ¡Es tan ambicioso con el dinero que no le importan las vidas que pueda echar a perder!
—Paula, ya basta.
—Yo no he arruinado ninguna vida. Ana eligió un hombre estúpido como marido. Me di cuenta de qué pie cojeaba y le ofrecí dinero a cambio de marcharse. El lo aceptó. Me he arrepentido de hacerlo cada día de mi vida, porque hubiera preferido que me escupiera a la cara y me dijera lo mucho que amaba a mi hija. Pero por el contrario aceptó mi dinero y nunca más volvimos a saber de él. Pero a la larga ha sido lo mejor para Ana. Lo mejor para Pedro sería también que tú te largaras.
—¿Por qué no deja que sea Pedro el que decida eso? —dijo escupiendo las palabras y llena de ira.
No podía olvidarse de Pablo. El enfermo que tenía delante había sido el responsable de su muerte. Y de nuevo quería meterse en la vida de su nieto.
—¿Qué va a decidir, después de haberlo engañado con el bebé para que se casara?
—Entonces me iré con la niña.
—No, la niña se quedará —gritó Roberto.
—¡Ja! ¡Tú no sabes nada, viejo! Sofía no es...
—¡Paula, cállate!
Pedro la alzó en vilo y la sacó fuera de la habitación. La dejó de pie en el pasillo y ella estuvo a punto de tropezarse, pero se apoyó en la pared.
Él la agarró de ambos brazos y la zarandeó. Bajó la cabeza y acercó la cara a la de Paula.
—Maldita sea, se supone que estás aquí para demostrarle lo felices que somos para que pueda morir en paz. ¡Pero se te ha ocurrido liar tanto las cosas que quizá no podamos volver a arreglarlas!
—No puedo creer que lo estés defendiendo. Ha intentado sobornarme para que te dejara. ¡Y encima quiere quedarse con Sofía y privarla de su madre! ¿Y aun así lo defiendes?
—¡Es mi abuelo! Es el único pariente aparte de mi madre que me queda —dijo Pedro.
—Y de no ser por él, ahora podrías tener media docena de hermanos, otros abuelos y estar casado con la mujer que te gustara —se soltó de él y salió corriendo por el pasillo—. Si quiere que me vaya, eso es fácil.
—Paula, maldita sea, eso no es...
Lo interrumpió el portazo que dio Paula al cerrar la habitación de la niña.
Paula se apoyó contra la puerta y miró a Sofía sintiéndose culpable por el portazo que acababa de dar; afortunadamente, Sofía no se despertó.
La invadió un tremendo nerviosismo al recordar cada palabra que Roberto Zolezzi había pronunciado. ¡Qué anciano más despreciable! No podía creer que hubiera intentado que se marchara. ¿Le molestaría que hubiera trabajado de camarera o simplemente era un intento más de manipular la vida de su nieto?
No entendía cómo Pedro podía querer a un hombre así. No sabía cómo el viejo le había empezado a caer bien en un momento dado; era tan malo como siempre había pensado. Pero ella tenía las cartas en la mano; si se ponía odioso, agarraría a Sofía y se marcharía. Roberto Zolezzi  no podría hacer nada.
Poco a poco se fue calmando. Se apartó de la puerta y fue a sentarse en la mecedora. Se meció suavemente y empezó a pensar lo que debía hacer. Se negaba a quedarse en la casa. Si Pedro quería jugar a las casitas quizá debiera pedirle a Fernanda que lo ayudara. Lo conveniente era hacer la maleta y pedirle a José que la llevara a su apartamento. Cuando Sofía se despertara haría las maletas.
Pedro abrió la puerta. Cruzó la habitación en silencio y se inclinó sobre ella, deteniendo el vaivén de la mecedora con ambos brazos.
—No te vas a ir —dijo en voz baja.
Ella alzó la cabeza. ¿Es que le había leído el pensamiento?
—¡En cuanto pueda hacer la maleta!
—No —dijo, sin levantar las manos de la mecedora—. Hicimos un trato, un par de ellos, en realidad. Yo he cumplido mi parte, tú cumplirás la tuya.      
—Todos los tratos se cierran. ¿O debería entrar en el dormitorio de tu abuelo y aceptar lo que me ofrezca?
Se tranquilizó unos minutos, pero la rabia apareció de nuevo.
—El no va a ofrecerte nada y tú no te vas a marchar.
Sofía se movió un poco, pero no se despertó.
—Venga, si nos quedamos aquí la despertaremos —Pedro se levantó y le tendió la mano.
Paula la ignoró.
—Tiene que despertarse para comer, si no quiero tener que subir durante la hora de la cena.
—Que coma cuando se despierte; es mejor dejarla dormir. Si se despierta mientras estamos cenando, Mirta la entretendrá.
Paula se dio cuenta de que Pedro tenía razón. De mala gana le dio la mano y dejó que la ayudara a levantarse. Pedro  la agarró con firmeza y la sacó del dormitorio.
—No puedo creer que lo hayas defendido. ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera aceptado su soborno? —le preguntó, mientras él la conducía hasta su dormitorio.
Al cerrar la puerta Pedro la soltó.
—Ambos sabemos que no ibas a aceptar su dinero. Sólo le estabas tendiendo una trampa.
Pedro  se quitó la camiseta y la tiró al suelo. Al ir a quitarse los pantalones, Paula se fue y se sentó; deseaba mirarlo, pero le daba demasiada vergüenza. Recordó de pronto el tacto de su piel la noche pasada, el movimiento de los firmes músculos. No sabía por qué el perfume natural de su cuerpo le hacía olvidar todo menos que era una mujer... Y que lo amaba. Cerró los ojos, gimiendo para sus adentros al confesarse a sí misma la verdad.
Pedro la agarró de la barbilla para que alzara la cabeza.
—No volverá a ofrecerte nada, de eso ya me he asegurado —bajó la cabeza y la besó con suavidad—. No tardaré en la ducha. Espérame aquí, ¿quieres? —le pidió en tono sensual.
La cena transcurrió con tirantez. Paula comió en silencio e hizo lo posible para ignorar tanto a Pedro como a Ana. Por muchos meses que pasara allí, no lograría acostumbrarse a cenar en medio de ese ambiente. ¿Por qué tenía que soportar tanta tensión durante las comidas? Las cenas deberían ser una oportunidad para reunirse con los seres queridos y compartir los acontecimientos del día. Pero cada vez que llegaba la hora de la cena, le apetecía estar sola; en aquella casa no había ningún momento para compartir.
Ana se pasó la mayor parte de la cena hablando de lo que le había contado Fernanda. Paula la miró dos veces, ella seguía hablándole a Pedro sin parar de su ex —prometida. ¿Lo hacía adrede para que Paula se sintiera mal, o era tan insensible que no se daba cuenta de su actitud? Paula decidió que Ana era demasiado lista para ser tan insensible y que por ello estaba diciéndolo adrede.
Justo antes de que Mirta les llevara el postre, el transmisor del bebé le hizo llegar un suave gemido.

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