—Ahora mismo vuelvo.
Llevó a la niña a su habitación y la puso en la cuna con cuidado. Pero Sofía no se despertó. La cubrió con una colcha y se dio la vuelta.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Paula cuando Pedro volvió.
Él sonrió y la estrechó entre sus brazos.
—Quiero decir que hemos pasado momentos difíciles, como tu falta de confianza y la aversión hacia las empresas Balcomb, la enfermedad de mi abuelo y la encantadora de mi madre.
—Y también que mi vida ha cambiado a causa de un hombre muy exigente.
—Y también que has tenido un idilio con él —suavemente se inclinó y la besó—. Quiero que ese idilio continúe hasta la muerte —dijo en voz baja, besándole las mejillas, los párpados, el cuello.
—¿Cómo?
Paula sabía que estaba soñando y que nada era lo que parecía. Entonces abrió los ojos.
—¿Qué has dicho?
Pedro la miró con ternura.
—Quiero que nuestro idilio dure hasta la muerte.
Lo dijo en voz alta, con claridad. No lo había soñado entonces, no se había imaginado esas palabras.
Se quedó embobada contemplando aquel rostro tan querido.
—Dime que sí, Paula.
—Pensé que amabas a Fernanda—soltó ella.
Él sacudió la cabeza.
—Quizá pensara eso en un momento dado, pero comparado con el amor verdadero ahora me doy cuenta de que no la quería.
—¿El amor verdadero?
A Paula se le levantó el ánimo. ¿Pedro la amaba?
—Sí. Tú.
—¿Me quieres?
Él asintió.
—Yo también. Es decir, yo también te quiero. No sé cómo ocurrió, pero sé que una mañana me levanté y me dije que tú eras todo lo que deseaba en el mundo. Lo que pasa es que todo esto ha sido tan difícil y confuso...
Pedro sonrió de oreja a oreja antes de besarla con pasión. Paula le respondió con fervor, intentando así demostrarle lo mucho que lo amaba. Cuando la levantó en brazos con la misma facilidad que a Sofía, Paula se agarró a él con fuerza. Y seguiría agarrándose con fuerza a ese hombre mientras viviera.
Pedro se sentó en el sofá, acunándola suavemente.
—Todavía no has dicho que sí.
—Oh, sí, sí, sí, sí. No me lo puedo creer. ¿Es verdad que me amas?
No estaba soñando. Todo aquello era real, ¿o no?
—Te quiero de verdad, Paula; más de lo que puedo expresar con palabras. Quiero verte en casa a la vuelta del trabajo, quiero charlar contigo de todo lo que haga durante el día. Quiero verte criar a nuestros hijos y quiero que vayamos a navegar juntos. Eso será algo que hagamos tú y yo solos.
—No puedo creerlo. Oh, Pedro.
Se echó hacia delante y lo besó de nuevo. Durante largo rato se desconectaron del mundo exterior, aturdidos por la confesión de su amor mutuo.
Paula lo amaba tanto que no podía creer que se hubiera producido ese milagro de amor.
—Te has casado con un hombre exigente, lo sabes —le dijo caprichosamente, jugueteando con sus dedos.
Ella asintió sonriendo. Hasta el momento sus exigencias habían sido iguales a las de ella.
—Y siempre dirigiré las empresas Zolezzi. Pero he llevado a cabo algunos cambios, cariño; la seguridad es ahora prioritaria.
—Gracias.
—Siento que Ellie nunca pueda conocer a su padre, pero haré lo posible para ser el padre que deseas para ella. La quiero con locura, ya lo sabes, y nunca haré nada que pueda perjudicarla.
—Serás un padre maravilloso, Pedro. Sofía será la niña más afortunada del mundo. Pensé que no tendría nunca padre, después de divorciarnos.
—Si hubiera querido divorciarme de ti no te habría propuesto mantener un idilio. Pero pensé que esa sería una forma de llegar a ti. Te he deseado desde que te vi aquí mismo hace unas semanas. Cuando te casaste conmigo estaba agradecido a ti, pero la rabia me cegó y no fui capaz de ver cómo eras. Cuando me abriste la puerta, me quedé boquiabierto. Pero tú te ceñiste a las condiciones del acuerdo y yo empecé a desesperarme.
—Oh, Pedro, estaba muy fea en las últimas semanas de embarazo. Y estaba tan preocupada... Tú te hiciste cargo de mí y de Sofía desde el principio. ¿Cómo no iba a quererte?
—No quiero gratitud. Dios mío, Paula, no me digas que estás tan agradecida hacia mí que lo estás confundiendo con el amor.
—Claro que no, tonto. Al principio estaba agradecida, hasta que me pediste que fingiera ser tu amante esposa. Cuando me dijiste que querías tener una relación conmigo me emocioné; me sentí tan atrevida y deseable. Y ya había empezado a enamorarme de ti.
—No creo que te des cuenta de lo deseable que eres. Pero haré lo posible durante los cincuenta o sesenta años próximos para demostrártelo. ¿Y bien, estás lista ahora para volver a casa? —miró a su alrededor—. Vuelve conmigo, cielo mío, y no te vayas nunca.
—A lo mejor tu madre no me aceptará nunca —dijo lentamente, todavía sin poder creer que todos sus sueños se estaban haciendo realidad.
—Quizá nunca se muestre muy cariñosa, pero acabará aceptándote. Sobre todo si le damos más nietos. Le tiene bastante cariño a Sofía; me preguntó por ella ayer y parecía bastante disgustada al ver que no estabas en casa. Parece ser que el sábado la ayudaste y quería darte las gracias por eso. Además, no va a vivir con nosotros; ella tiene su propia casa y círculo de amistades. No la veas como un obstáculo, Paula.
—No quiero causar tensiones en tu familia.
—Tú eres parte de mi familia y mi madre acabará por aceptarlo. Roberto lo hizo, ya lo sabes.
—¿Qué quieres decir?
—Al final añadió un codición a su testamento y les ha dejado una pequeña suma a tí y a Sofía. No sé si al final sospechó algo, pero los términos están bien claros; se los ha dejado a tí y a Sofía por separado, no como madre e hija. Estaba como loco con la niña.
Ella asintió, recordando las tardes pasadas en la habitación del enfermo y las veces que Roberto había expresado su deseo de que Sofía lo llamara abuelo.
—Cuando sea mayor le enseñaremos su foto y a que lo llame abuelo —dijo Paula en voz baja.
Pedro se aclaró la voz.
—Eso le habría gustado mucho.
Paula se levantó de un salto y fue hacia el dormitorio.
—Voy a hacer las maletas.
Pedro la siguió.
—Eso puede esperar. Enviaremos a Mirta o a Sara y ellas se encargarán de hacerlo todo. Cancelaremos el contrato de arrendamiento del piso para que no tengas ningún lugar a donde escapar en el futuro.
Ella soltó una carcajada y se echó a sus brazos.
—¡Pedro, te quiero tanto! Jamás querré escapar a ningún sitio, sobre todo ahora que sé que tú me amas. Vayámonos a casa. El sábado iremos a ver ese barco velero.
FIN
martes, 30 de junio de 2015
Amor Del Corazón: Capítulo 32
El lunes por la noche Paula lloró en la cama hasta que se quedó dormida. Echaba de menos a Pedro, su calor, las caricias y al hombre en sí. Pero sabía que era hora de continuar con su vida. Sólo le hubiera gustado que se lo hubiera dicho él en lugar de Fernanda.
El martes Paula deshizo las maletas y visitó a su vecina. Sacó a Sofía a pasear por el parque y la observó mirando las hojas de los eucaliptos que se mecían al viento. Entonces recordó el jardín de Pedro. En aquel parque no había flores para que jugara el bebé. Pero la hierba estaba verde, el cielo azul y la brisa cálida y agradable.
Le dolía el corazón. Sabía que olvidaría a Pedro, quizá para cuando cumpliera cien años, pero de momento su vida se le antojaba vacía y estéril sin él.
El miércoles Paula dejó a Sofía con la señora Heinemyer y tomó un autobús hasta la librería. Le preguntó al encargado si había algún puesto vacante y cuando él le ofreció su antiguo empleo, lo aceptó. No quería pasar tiempo lejos de Sofía, pero había llegado el momento de prepararse para el futuro. Lo que había ahorrado durante los últimos meses no iba a durarle toda la vida. Además, quería reservarlo por si se le presentaba alguna emergencia. Al menos pensó que podría arreglárselas con un empleo y esperó no tener que volver a trabajar en el café por las noches también.
Pedro no tenía la obligación de mantenerlas a partir de ese momento. Una vez llevado a cabo el divorcio, todos los vínculos se romperían.
Paula recogió a Sofía después de la siesta y sólo se quedó un momento a charlar con Alicia Heinemyer pues tenía ganas de llegar a casa.
La señora Heinemyer había accedido a cuidar de Sofía mientras Paula trabajara y a ella le parecía algo estupendo. La señora Heinemyer conocía a Sofía desde su nacimiento y Paula sabía que la mujer la cuidaría muy bien.
—A partir de ahora verás mucho a la señora Heinemyer —dijo Paula con un hilo de voz mientras bajaba las escaleras.
Al darse cuenta de que no iba a ver a Sofía tanto como antes se le hizo un nudo en la garganta.
Al llegar a su piso se paró en seco. Pedro estaba allí, apoyado contra la pared junto a su puerta.
—¿Dónde diablos has estado? —rugió.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, sorprendida de verlo.
Su apariencia la asombró. Vestía un traje impecable, pero la expresión de cansancio de su rostro no pasaba desapercibida.
—Me doy cuenta de que Roberto no te caía demasiado bien y por eso te agradezco que fueras al funeral. Pero podrías haber esperado un par de días antes de desaparecer. Sé que nuestro trato consistía en fingir ser una pareja feliz hasta que él muriera, pero no creo que tuvieras que marcharte tan pronto.
Al oír la voz de Pedro, Sofía volvió la cabeza; sonrió y le echó los brazos.
Paula deseaba decirle que no le hubiera hecho falta marcharse si él le hubiera dado alguna señal de que quería que se quedara. Pero en vez de eso se había puesto a hablar de boda con Fernanda.
Pedro sacó a la niña del carro y la levantó en brazos. Sofía estaba encantada de verlo; estiró un bracito y le agarró de la corbata.
—No había motivo para alargar más las cosas —dijo Paula.
Paula abrió la puerta y él la siguió adentro.
—No fuimos a nuestra cita del sábado con la agencia de veleros —dijo Pedro después de cerrar la puerta.
—Dios mío, Pedro. Tu abuelo acababa de morir y desde luego no creo que fuera el momento de ir a comprar un barco.
Pedro colocó a Sofía en la silla y miró a su alrededor. Fue hacia el sofá, se quitó la americana y se sentó.
—Yo tampoco, por eso cancelé la cita y he concertado otra para el sábado que viene. ¿Estás libre este sábado?
Paula lo miró. ¿Quería Pedro que lo acompañara a mirar barcos de vela? Muy despacio, medio aturdida, fue hacia una silla, se sentó y colocó a Sofía entre ellos en el suelo. El bebé miró a Pedro y sonrió.
—¿Y qué pasa con Fernanda? —preguntó Paula.
—¿Qué pasa con ella?
Se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos.
—No te duermas —lo avisó.
Pedro sonrió tristemente, pero no abrió los ojos.
—No lo haré; al menos intentaré no hacerlo. Pero esta es la primera vez que me relajo desde que la enfermera Spencer me despertó el sábado por la mañana.
—Sé que lo echarás de menos —dijo con suavidad.
—Por muchos fallos que tuviera era mi abuelo.
Pedro se quedó tanto rato callado que Paula se preguntó si se habría dormido.
—Él te quería mucho, pero le gustaba mandar. Se parecen mucho, por eso chocaban tanto de mayores.
Al oír eso Pedro abrió los ojos.
—Sí, me gusta mandar. ¿Te molesta?
Se encogió de hombros, levantó la cabeza y lo miró. ¿Para qué habría pasado por allí? ¿Sería para hablar del divorcio? ¿No lo podrían haber hecho sus abogados por él? Lo miró y se le derritió el corazón. Deseaba abrazarlo y que él la abrazara también.
—¿Por qué te marchaste tan aprisa? —le preguntó Pedro.
Paula se miró las manos, rezando para que no se le saltaran las lágrimas. Tragó saliva con dificultad y carraspeó.
—Había llegado el momento —dijo.
—Mi madre ha vuelto a su casa y Roberto ya no está entre nosotros. Además, pensé que teníamos un idilio.
Paula levantó la vista.
—¿Un idilio? ¿Por cuánto tiempo? Fernanda me dijo que ustedes habían hablado de matrimonio.
Pedro abrió los ojos como platos y la miró con perplejidad.
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Dijo que habían hablado de matrimonio.
Le costó bastante decirlo.
—¿Cuándo?
—El lunes, después del funeral.
—Paula, enterramos a mi abuelo el lunes. ¿Crees que me habría puesto a hablar de matrimonio con quien fuera ese mismo día?
—No sé cuándo hablaron de ello. Fernanda me lo dijo el lunes, en el jardín, después del funeral.
—¿Y por eso hiciste la maleta y te largaste?
—No me largué exactamente; volví a casa.
—Pensaba que estabas en casa viviendo conmigo.
Paula no dijo nada; no había nada más que decir.
El bebé empezó a protestar y Pedro miró a Sofía, entonces su expresión se suavizó.
—¿Cómo ha estado la niña?
—Bien.
El dolor la había pillado de imprevisto. Pedro miraba a Sofía con amor, pero no era su padre y nunca lo sería.
Se volvió a recostar en el sofá y cerró los ojos otra vez.
—Dios mío, el despacho ha sido la locura hoy. Me han llamado cientos de personas para darme el pésame. Algunos de los veteranos me han estado preguntando cuánto iban a cambiar las cosas. Llevo un año dirigiendo la empresa y todavía piensan que la muerte de Roberto va a hacer que las cosas sean muy diferentes. Supongo que pensaban que él seguía al mando.
Sofía volvió a protestar y Pedro la levantó en brazos. La niña se acurrucó contra su pecho y Pedro le empezó a dar palmaditas en la espalda. En menos de un minuto cerró los ojos, se acurrucó un poco más y se durmió. Pedro se recostó de nuevo, abrazando a la niña con fuerza.
—¿Y tú qué has hecho hoy? —le preguntó Pedro.
—He ido a la librería a ver si podían darme mi antiguo empleo —contestó sin rodeos.
Pedro apretó los labios, pero de momento no dijo nada. Estuvieron en silencio los dos un buen rato, entonces Pedro suspiró.
—Vuelve a casa, Paula. Te echo de menos.
El corazón le dio un vuelco al oírlo. Por un instante la esperanza renació.
—¿Y qué pasa con Fernanda?
—La última vez que le hablé de matrimonio fue hace unos seis meses. Ella aceptó mi proposición, pero luego me enteré de lo que ella, mi abuelo y mi madre habían maquinado. Desde entonces no hemos vuelto a hablar de ello. Además, ya estoy casado. No habrás pensado que voy a hablarle de matrimonio a otra persona estando casado contigo, ¿no?
—Normalmente no, pero el nuestro no es un matrimonio real.
—Cariño, el nuestro es todo lo real que puede ser un matrimonio. Por las tardes estoy deseando volver a casa. Al verlas a tí y a Sofía esperándome a la puerta me doy cuenta de que todo lo que hago merece la pena. Sé que no me he portado bien cuando Roberto murió, pero es que no esperaba que me afectara tanto. Cuando llegué a casa ayer deseé que todo volviera a ser como era antes, sólo que tú y Sofia no estaban allí.
—La razón por la que nos casamos ya no existía —dijo, deseando poder verle los ojos, deseando poder estar segura de lo que estaba pasando.
¿Sería que Pedro quería que se quedaran juntos un poco más? ¿O qué?
—No existía ya la razón por la que nos casamos. ¿Pero acaso quiere decir eso que no puedan existir razones para seguir casados? Y además, necesitaba pasar unos días a solas. Yo no he dormido y no quería molestar tu sueño.
—¿Qué quieres decir?
De nuevo se sintió esperanzada.
Pedro se levantó.
El martes Paula deshizo las maletas y visitó a su vecina. Sacó a Sofía a pasear por el parque y la observó mirando las hojas de los eucaliptos que se mecían al viento. Entonces recordó el jardín de Pedro. En aquel parque no había flores para que jugara el bebé. Pero la hierba estaba verde, el cielo azul y la brisa cálida y agradable.
Le dolía el corazón. Sabía que olvidaría a Pedro, quizá para cuando cumpliera cien años, pero de momento su vida se le antojaba vacía y estéril sin él.
El miércoles Paula dejó a Sofía con la señora Heinemyer y tomó un autobús hasta la librería. Le preguntó al encargado si había algún puesto vacante y cuando él le ofreció su antiguo empleo, lo aceptó. No quería pasar tiempo lejos de Sofía, pero había llegado el momento de prepararse para el futuro. Lo que había ahorrado durante los últimos meses no iba a durarle toda la vida. Además, quería reservarlo por si se le presentaba alguna emergencia. Al menos pensó que podría arreglárselas con un empleo y esperó no tener que volver a trabajar en el café por las noches también.
Pedro no tenía la obligación de mantenerlas a partir de ese momento. Una vez llevado a cabo el divorcio, todos los vínculos se romperían.
Paula recogió a Sofía después de la siesta y sólo se quedó un momento a charlar con Alicia Heinemyer pues tenía ganas de llegar a casa.
La señora Heinemyer había accedido a cuidar de Sofía mientras Paula trabajara y a ella le parecía algo estupendo. La señora Heinemyer conocía a Sofía desde su nacimiento y Paula sabía que la mujer la cuidaría muy bien.
—A partir de ahora verás mucho a la señora Heinemyer —dijo Paula con un hilo de voz mientras bajaba las escaleras.
Al darse cuenta de que no iba a ver a Sofía tanto como antes se le hizo un nudo en la garganta.
Al llegar a su piso se paró en seco. Pedro estaba allí, apoyado contra la pared junto a su puerta.
—¿Dónde diablos has estado? —rugió.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, sorprendida de verlo.
Su apariencia la asombró. Vestía un traje impecable, pero la expresión de cansancio de su rostro no pasaba desapercibida.
—Me doy cuenta de que Roberto no te caía demasiado bien y por eso te agradezco que fueras al funeral. Pero podrías haber esperado un par de días antes de desaparecer. Sé que nuestro trato consistía en fingir ser una pareja feliz hasta que él muriera, pero no creo que tuvieras que marcharte tan pronto.
Al oír la voz de Pedro, Sofía volvió la cabeza; sonrió y le echó los brazos.
Paula deseaba decirle que no le hubiera hecho falta marcharse si él le hubiera dado alguna señal de que quería que se quedara. Pero en vez de eso se había puesto a hablar de boda con Fernanda.
Pedro sacó a la niña del carro y la levantó en brazos. Sofía estaba encantada de verlo; estiró un bracito y le agarró de la corbata.
—No había motivo para alargar más las cosas —dijo Paula.
Paula abrió la puerta y él la siguió adentro.
—No fuimos a nuestra cita del sábado con la agencia de veleros —dijo Pedro después de cerrar la puerta.
—Dios mío, Pedro. Tu abuelo acababa de morir y desde luego no creo que fuera el momento de ir a comprar un barco.
Pedro colocó a Sofía en la silla y miró a su alrededor. Fue hacia el sofá, se quitó la americana y se sentó.
—Yo tampoco, por eso cancelé la cita y he concertado otra para el sábado que viene. ¿Estás libre este sábado?
Paula lo miró. ¿Quería Pedro que lo acompañara a mirar barcos de vela? Muy despacio, medio aturdida, fue hacia una silla, se sentó y colocó a Sofía entre ellos en el suelo. El bebé miró a Pedro y sonrió.
—¿Y qué pasa con Fernanda? —preguntó Paula.
—¿Qué pasa con ella?
Se recostó sobre el respaldo y cerró los ojos.
—No te duermas —lo avisó.
Pedro sonrió tristemente, pero no abrió los ojos.
—No lo haré; al menos intentaré no hacerlo. Pero esta es la primera vez que me relajo desde que la enfermera Spencer me despertó el sábado por la mañana.
—Sé que lo echarás de menos —dijo con suavidad.
—Por muchos fallos que tuviera era mi abuelo.
Pedro se quedó tanto rato callado que Paula se preguntó si se habría dormido.
—Él te quería mucho, pero le gustaba mandar. Se parecen mucho, por eso chocaban tanto de mayores.
Al oír eso Pedro abrió los ojos.
—Sí, me gusta mandar. ¿Te molesta?
Se encogió de hombros, levantó la cabeza y lo miró. ¿Para qué habría pasado por allí? ¿Sería para hablar del divorcio? ¿No lo podrían haber hecho sus abogados por él? Lo miró y se le derritió el corazón. Deseaba abrazarlo y que él la abrazara también.
—¿Por qué te marchaste tan aprisa? —le preguntó Pedro.
Paula se miró las manos, rezando para que no se le saltaran las lágrimas. Tragó saliva con dificultad y carraspeó.
—Había llegado el momento —dijo.
—Mi madre ha vuelto a su casa y Roberto ya no está entre nosotros. Además, pensé que teníamos un idilio.
Paula levantó la vista.
—¿Un idilio? ¿Por cuánto tiempo? Fernanda me dijo que ustedes habían hablado de matrimonio.
Pedro abrió los ojos como platos y la miró con perplejidad.
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Dijo que habían hablado de matrimonio.
Le costó bastante decirlo.
—¿Cuándo?
—El lunes, después del funeral.
—Paula, enterramos a mi abuelo el lunes. ¿Crees que me habría puesto a hablar de matrimonio con quien fuera ese mismo día?
—No sé cuándo hablaron de ello. Fernanda me lo dijo el lunes, en el jardín, después del funeral.
—¿Y por eso hiciste la maleta y te largaste?
—No me largué exactamente; volví a casa.
—Pensaba que estabas en casa viviendo conmigo.
Paula no dijo nada; no había nada más que decir.
El bebé empezó a protestar y Pedro miró a Sofía, entonces su expresión se suavizó.
—¿Cómo ha estado la niña?
—Bien.
El dolor la había pillado de imprevisto. Pedro miraba a Sofía con amor, pero no era su padre y nunca lo sería.
Se volvió a recostar en el sofá y cerró los ojos otra vez.
—Dios mío, el despacho ha sido la locura hoy. Me han llamado cientos de personas para darme el pésame. Algunos de los veteranos me han estado preguntando cuánto iban a cambiar las cosas. Llevo un año dirigiendo la empresa y todavía piensan que la muerte de Roberto va a hacer que las cosas sean muy diferentes. Supongo que pensaban que él seguía al mando.
Sofía volvió a protestar y Pedro la levantó en brazos. La niña se acurrucó contra su pecho y Pedro le empezó a dar palmaditas en la espalda. En menos de un minuto cerró los ojos, se acurrucó un poco más y se durmió. Pedro se recostó de nuevo, abrazando a la niña con fuerza.
—¿Y tú qué has hecho hoy? —le preguntó Pedro.
—He ido a la librería a ver si podían darme mi antiguo empleo —contestó sin rodeos.
Pedro apretó los labios, pero de momento no dijo nada. Estuvieron en silencio los dos un buen rato, entonces Pedro suspiró.
—Vuelve a casa, Paula. Te echo de menos.
El corazón le dio un vuelco al oírlo. Por un instante la esperanza renació.
—¿Y qué pasa con Fernanda?
—La última vez que le hablé de matrimonio fue hace unos seis meses. Ella aceptó mi proposición, pero luego me enteré de lo que ella, mi abuelo y mi madre habían maquinado. Desde entonces no hemos vuelto a hablar de ello. Además, ya estoy casado. No habrás pensado que voy a hablarle de matrimonio a otra persona estando casado contigo, ¿no?
—Normalmente no, pero el nuestro no es un matrimonio real.
—Cariño, el nuestro es todo lo real que puede ser un matrimonio. Por las tardes estoy deseando volver a casa. Al verlas a tí y a Sofía esperándome a la puerta me doy cuenta de que todo lo que hago merece la pena. Sé que no me he portado bien cuando Roberto murió, pero es que no esperaba que me afectara tanto. Cuando llegué a casa ayer deseé que todo volviera a ser como era antes, sólo que tú y Sofia no estaban allí.
—La razón por la que nos casamos ya no existía —dijo, deseando poder verle los ojos, deseando poder estar segura de lo que estaba pasando.
¿Sería que Pedro quería que se quedaran juntos un poco más? ¿O qué?
—No existía ya la razón por la que nos casamos. ¿Pero acaso quiere decir eso que no puedan existir razones para seguir casados? Y además, necesitaba pasar unos días a solas. Yo no he dormido y no quería molestar tu sueño.
—¿Qué quieres decir?
De nuevo se sintió esperanzada.
Pedro se levantó.
Amor Del Corazón:. Capítulo 31
Alguien llamó a la puerta.
—¿Ana? —Fernanda Alvarez entró—. Oh, Ana, lo siento tanto. He venido en cuanto me he enterado —Fernanda cruzó la habitación a toda prisa—. ¿Qué puedo hacer? Podría quedarme contigo para ayudarte a comprarte la ropa adecuada, o a contestar cartas o para cualquier cosa que necesites.
Ana se incorporó con el trapo húmedo en la mano.
—Hola Fernanda. Sabía que podía contar contigo —miró a Paula pero vaciló, como si dudara de qué decir.
—Bueno, yo las dejo —dijo Paula con naturalidad.
Se levantó y salió del dormitorio. Sabía que no era la mujer que Ana deseaba como compañía en aquellos momentos, pero hubiera deseado que no fuera Fernanda la que se quedara.
Fue al piso de abajo y se asomó al salón. Había al menos ocho personas aparte de Pedro. La mayoría eran mayores, sin duda contemporáneos de Roberto.
El hecho de no servirle de ayuda a Pedro la irritaba; deseaba hacer algo por él y no que la relegaran a un segundo plano como si fuera un trasto inútil.
Claro que, a lo mejor así era como la veía Pedro. Roberto había muerto y su trato terminaba con ese acontecimiento. Pedro ya no la necesitaba.
Esa noche Pedro no se acostó. Paula se quedó despierta mucho rato después de apagar la luz, esperándolo. Finalmente se dio por vencida. No sabía dónde estaba durmiendo, sólo que desde luego no era con ella.
El domingo le pidió a José que la llevara a ella y a la niña a su apartamento. Llamó a algunos amigos y pasó un rato con ellos, intentando volver a la rutina de antes. Quedó con una pareja para comer al final de la semana y eso le hizo sentirse mejor. Al menos había gente que la apreciaba tal y como era.
Después de la siesta de Sofía volvieron a casa de Pedro. Ese día había otras personas en la casa y Ana estaba sentada en el sofá del salón. Fernanda estaba a su lado, muy solícita. Paula se sintió casi invisible cuando subió las escaleras con Sofía. Se preguntó si alguien se había dado cuenta de que no habían estado en casa en todo el día.
El funeral se celebró el lunes. Paula le pidió a Sara que cuidará de Sofía y se puso el traje negro que había recogido del apartamento. Tenía ojeras, señal de que había dormido poco. Pedro no había dormido en la cama con ella desde el viernes por la noche.
Al bajar las escaleras se dio cuenta de lo silenciosa que parecía la casa sin las visitas. Después del funeral habían invitado a varias docenas de personas a la casa, pero en ese momento reinaba el silencio. Paula miró en el salón. Allí estaba Pedro junto a una ventana, vestido con un traje negro. Al volverse vio que llevaba una camisa inmaculada y una corbata oscura. Estaba exhausto.
—Hola —dijo Paula en voz baja.
—Hola.
—Siento que haya sido tan duro.
—Sí, pensaba que estábamos preparados para ello, pero parece que nunca está uno listo para la muerte.
Paula sacudió la cabeza.
—No tienes por qué venir hoy si prefieres no hacerlo —le dijo Pedro.
—¿Prefieres que me mantenga al margen?
Quizá ni siquiera quería que apareciera por el funeral; a lo mejor estaba deseando terminar con su matrimonio lo antes posible, ya que la razón que los mantenía casados había desaparecido.
—No. Sólo creía que habías decidido ir por obligación y quería que supieras que no tienes por qué ir si es así.
—Voy para estar contigo —dijo ella.
Ana y Fernanda entraron en ese momento. Ana tenía mejor color, aunque el sencillo vestido negro no le favorecía demasiado. Los diamantes que llevaba al cuello y en el anillo quizá a Ana le parecieran lo normal, pero Paula no los creyó demasiado apropiados para un funeral.
Fernanda estaba deslumbrante. Llevaba una chaqueta negra de pronunciado escote camisero y una falda de tubo a juego, demasiado corta para gusto de Paula. Claro que ella, a diferencia de esas dos mujeres, no creía que un funeral fuera una exposición de moda.
Cuando Paula vió que Ana le echaba una mirada desdeñosa, se dijo que estaba en vías de recuperación.
Paula respiró profundamente. Aquel iba a ser también un día muy largo.
Los invitados que volvieron tras el funeral llenaron la planta baja de la casa y parte del jardín. Hacía muy buen tiempo, lucía el sol y las flores estaban preciosas. Paula se sirvió un vaso de refresco de frutas, sintiéndose de nuevo casi invisible. Pedro, Fernanda y Ana conocían a todo el mundo. Y como Fernanda era la sombra de Ana, la incluían en todas las conversaciones de familia. Ni una sola vez había ido Pedro a buscarla, se le ocurrió de repente a Paula. ¿Y por qué iba a hacerlo?
Encontró un banco vacío y se sentó, deseando que Sofía estuviera con ella. Sara estaba con la niña, que seguramente estaría dormida.
—Echaré de menos a Roberto—Fernanda se acercó a ella y se sentó también en el banco—. Era un viejo mandón, pero adorable a su manera. Sé que Pedro también lo echará mucho de menos.
—Claro, era su abuelo.
—Sí. Comprendo que Pedro y tú hayan fingido ser felices por el bien de Fernanda. Te lo agradezco.
—¿A mí? —Paula la miró perpleja.
—Sí, por llenar de alegría los últimos días de la vida de un enfermo. Sé que le habría disgustado mucho que Pedro se hubiera divorciado cuando él estaba con un pie en la tumba.
—Ah.
Fernanda miraba al jardín, saludando con la mano cuando veía a alguien conocido.
—Siempre me ha encantado este jardín. No pienso cambiar nada cuando... quiero decir... Oh, Dios mío, ¿he metido la pata?
—¿Has hablado de matrimonio con Pedro? —le preguntó Paula, esperando poder ocultar el dolor que ya la invadía. Su corazón seguía latiendo, sus pulmones respirando, pero algo parecía apagarse en su interior.
—Sí —Fernanda la miró compasivamente—. Pensé que lo sabías. Lo siento, no te habría dicho nada de haber sabido que no lo sabías.
—Lo sabía.
Paula se levantó y se marchó de allí. Se negaba a quedarse allí con Fernanda ni un minuto más. Pedro llevaba días ignorándola, sin compartir ni su dormitorio ni sus pensamientos con ella. Pero se veía que había encontrado un rato para hablar con Fernanda de matrimonio. ¿Cuándo tenía pensado hablarle del divorcio?
Se abrió camino entre la gente como si todo aquello fuera un sueño. Llegó a la habitación de la niña despidió a Sara dándole las gracias por cuidar de Sofía. Cuando la mujer salió, empezó a guardar las cosas del bebé a toda prisa.
—Se acabó el sueño, bebita. Ya es hora de que nos vayamos, de aquí.
—¿Ana? —Fernanda Alvarez entró—. Oh, Ana, lo siento tanto. He venido en cuanto me he enterado —Fernanda cruzó la habitación a toda prisa—. ¿Qué puedo hacer? Podría quedarme contigo para ayudarte a comprarte la ropa adecuada, o a contestar cartas o para cualquier cosa que necesites.
Ana se incorporó con el trapo húmedo en la mano.
—Hola Fernanda. Sabía que podía contar contigo —miró a Paula pero vaciló, como si dudara de qué decir.
—Bueno, yo las dejo —dijo Paula con naturalidad.
Se levantó y salió del dormitorio. Sabía que no era la mujer que Ana deseaba como compañía en aquellos momentos, pero hubiera deseado que no fuera Fernanda la que se quedara.
Fue al piso de abajo y se asomó al salón. Había al menos ocho personas aparte de Pedro. La mayoría eran mayores, sin duda contemporáneos de Roberto.
El hecho de no servirle de ayuda a Pedro la irritaba; deseaba hacer algo por él y no que la relegaran a un segundo plano como si fuera un trasto inútil.
Claro que, a lo mejor así era como la veía Pedro. Roberto había muerto y su trato terminaba con ese acontecimiento. Pedro ya no la necesitaba.
Esa noche Pedro no se acostó. Paula se quedó despierta mucho rato después de apagar la luz, esperándolo. Finalmente se dio por vencida. No sabía dónde estaba durmiendo, sólo que desde luego no era con ella.
El domingo le pidió a José que la llevara a ella y a la niña a su apartamento. Llamó a algunos amigos y pasó un rato con ellos, intentando volver a la rutina de antes. Quedó con una pareja para comer al final de la semana y eso le hizo sentirse mejor. Al menos había gente que la apreciaba tal y como era.
Después de la siesta de Sofía volvieron a casa de Pedro. Ese día había otras personas en la casa y Ana estaba sentada en el sofá del salón. Fernanda estaba a su lado, muy solícita. Paula se sintió casi invisible cuando subió las escaleras con Sofía. Se preguntó si alguien se había dado cuenta de que no habían estado en casa en todo el día.
El funeral se celebró el lunes. Paula le pidió a Sara que cuidará de Sofía y se puso el traje negro que había recogido del apartamento. Tenía ojeras, señal de que había dormido poco. Pedro no había dormido en la cama con ella desde el viernes por la noche.
Al bajar las escaleras se dio cuenta de lo silenciosa que parecía la casa sin las visitas. Después del funeral habían invitado a varias docenas de personas a la casa, pero en ese momento reinaba el silencio. Paula miró en el salón. Allí estaba Pedro junto a una ventana, vestido con un traje negro. Al volverse vio que llevaba una camisa inmaculada y una corbata oscura. Estaba exhausto.
—Hola —dijo Paula en voz baja.
—Hola.
—Siento que haya sido tan duro.
—Sí, pensaba que estábamos preparados para ello, pero parece que nunca está uno listo para la muerte.
Paula sacudió la cabeza.
—No tienes por qué venir hoy si prefieres no hacerlo —le dijo Pedro.
—¿Prefieres que me mantenga al margen?
Quizá ni siquiera quería que apareciera por el funeral; a lo mejor estaba deseando terminar con su matrimonio lo antes posible, ya que la razón que los mantenía casados había desaparecido.
—No. Sólo creía que habías decidido ir por obligación y quería que supieras que no tienes por qué ir si es así.
—Voy para estar contigo —dijo ella.
Ana y Fernanda entraron en ese momento. Ana tenía mejor color, aunque el sencillo vestido negro no le favorecía demasiado. Los diamantes que llevaba al cuello y en el anillo quizá a Ana le parecieran lo normal, pero Paula no los creyó demasiado apropiados para un funeral.
Fernanda estaba deslumbrante. Llevaba una chaqueta negra de pronunciado escote camisero y una falda de tubo a juego, demasiado corta para gusto de Paula. Claro que ella, a diferencia de esas dos mujeres, no creía que un funeral fuera una exposición de moda.
Cuando Paula vió que Ana le echaba una mirada desdeñosa, se dijo que estaba en vías de recuperación.
Paula respiró profundamente. Aquel iba a ser también un día muy largo.
Los invitados que volvieron tras el funeral llenaron la planta baja de la casa y parte del jardín. Hacía muy buen tiempo, lucía el sol y las flores estaban preciosas. Paula se sirvió un vaso de refresco de frutas, sintiéndose de nuevo casi invisible. Pedro, Fernanda y Ana conocían a todo el mundo. Y como Fernanda era la sombra de Ana, la incluían en todas las conversaciones de familia. Ni una sola vez había ido Pedro a buscarla, se le ocurrió de repente a Paula. ¿Y por qué iba a hacerlo?
Encontró un banco vacío y se sentó, deseando que Sofía estuviera con ella. Sara estaba con la niña, que seguramente estaría dormida.
—Echaré de menos a Roberto—Fernanda se acercó a ella y se sentó también en el banco—. Era un viejo mandón, pero adorable a su manera. Sé que Pedro también lo echará mucho de menos.
—Claro, era su abuelo.
—Sí. Comprendo que Pedro y tú hayan fingido ser felices por el bien de Fernanda. Te lo agradezco.
—¿A mí? —Paula la miró perpleja.
—Sí, por llenar de alegría los últimos días de la vida de un enfermo. Sé que le habría disgustado mucho que Pedro se hubiera divorciado cuando él estaba con un pie en la tumba.
—Ah.
Fernanda miraba al jardín, saludando con la mano cuando veía a alguien conocido.
—Siempre me ha encantado este jardín. No pienso cambiar nada cuando... quiero decir... Oh, Dios mío, ¿he metido la pata?
—¿Has hablado de matrimonio con Pedro? —le preguntó Paula, esperando poder ocultar el dolor que ya la invadía. Su corazón seguía latiendo, sus pulmones respirando, pero algo parecía apagarse en su interior.
—Sí —Fernanda la miró compasivamente—. Pensé que lo sabías. Lo siento, no te habría dicho nada de haber sabido que no lo sabías.
—Lo sabía.
Paula se levantó y se marchó de allí. Se negaba a quedarse allí con Fernanda ni un minuto más. Pedro llevaba días ignorándola, sin compartir ni su dormitorio ni sus pensamientos con ella. Pero se veía que había encontrado un rato para hablar con Fernanda de matrimonio. ¿Cuándo tenía pensado hablarle del divorcio?
Se abrió camino entre la gente como si todo aquello fuera un sueño. Llegó a la habitación de la niña despidió a Sara dándole las gracias por cuidar de Sofía. Cuando la mujer salió, empezó a guardar las cosas del bebé a toda prisa.
—Se acabó el sueño, bebita. Ya es hora de que nos vayamos, de aquí.
Amor Del Corazón: Capítulo 30
Paula no dijo nada, pero sintió compasión hacia Roberto. Era viejo, estaba con un pie en la tumba y le hacía ilusión vivir lo suficiente para oír a su hija llamarlo abuelo. Si la presencia de Sofía podía alegrar sus últimos días, por Paula estupendo. A lo mejor esa mentira no había sido tan horrible como había pensado.
Pedro le echó el brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí despacio.
—Hace años que no lo veo tan contento —le susurró al oído—. Por esto merece todo la pena.
Ella asintió, sintiéndose menos culpable por el engaño.
Cuando Fernanda se marchó ya era tarde. Ana se fue directamente a la cama. Paula acompañó a Pedro mientras comprobaba que las ventanas de la planta baja estaban todas cerradas y apagaba las luces.
—Creo que deberías comprarte un velero —le dijo ella.
—Conozco tu opinión. Lo has dejado muy claro durante la cena. Ah, gracias por no decir nada delante de Roberto.
—Parece que esta noche no se ha acordado de meterse conmigo.
—Le ha alegrado ver a Fernanda. El hablar de los Estados Unidos le ha traído recuerdos. Pasó varios años allí cuando era más joven.
—Eso he oído.
Empezaron a subir juntos las escaleras, como si llevaran años de matrimonio.
—Fernanda es preciosa, ¿verdad? —dijo Paula, sin poder olvidar los halagos de Pedro durante la cena.
—Es una bella mujer. Siempre va vestida a la última moda y bien peinada.
—Sí.
No hubiera hecho falta que dijera tantas cosas. Cerró la puerta del dormitorio y estrechó a Paula entre sus brazos. La miró a los ojos con ternura.
—Fernanda me recuerda mucho a mi madre.
Paula arqueó las cejas.
—¿Cómo es eso?
—Por fuera toda una señora, pero por dentro fría y egoísta.
Paula empezó a deshacerle el nudo de la corbata. Le encantaba la intimidad de la que gozaba entre sus brazos, la intimidad de su romance.
—Mientras que tú eres lo opuesto a ella. Eres cariñosa, generosa y tierna; y lo que más me gusta es lo primero.
Inclinó la cabeza y la besó, mientras sus manos ya le desabrochaban el vestido.
En la semana que siguió, Paula dejó que Sofía pasara muchos ratos con Roberto, cuando a la enfermera Spencer le parecía apropiado. A veces le llevaba a la niña y la colocaba encima de la cama, otras veces la vigilaban Mirta, Sara o la enfermera. Al anciano le encantaban esas visitas. Hizo que Pedro le comprara juguetes al bebé y cada día le daba uno diferente, sin importarle el hecho de que fuera demasiado joven.
La miraba con avidez, acariciándole la mano o la mejilla con ternura. Se reía cuando el bebé sonreía y luego le contaba todo lo que hacía la niña a quien quisiera escucharlo.
Entre Paula y Roberto se produjo una tregua. Ella intentó por todos los medios no irritarlo y él pareció sospechar que no le llevaría al bebé si se metía con ella. Tristemente, Paula reconoció que Roberto era lo más parecido a un abuelo que Sofía podría tener, excepto quizá por Juan. No recordaría a Roberto cuando muriera; la niña era demasiado pequeña.
Por las tardes, Paula sacaba a Sofía al jardín después de la siesta. Ana se presentó en dos ocasiones. Cortó unas flores para colocarlas junto al bebé y sonrió al ver que Sofia se daba la vuelta sola por primera vez. La levantó en brazos y fue paseando con ella por el patio, enseñándole las flores y diciéndole tonterías.
Paula se sorprendió la primera vez que Ana apareció, pero hizo lo posible para evitar temas espinosos, como hablar del padre de Pedro o del velero. Le intrigaba el creciente interés que Ana mostraba por Sofía. Le hizo ver que aquella mujer tenía un lado que Paula creía inexistente. Pero ahí estaba la prueba.
Ella y Ana no se hicieron amigas, pero a Paula le bastaba con que mostrara algo hacia la niña.
Paula y Pedro ya habían concertado una cita el fin de semana siguiente con una agencia que se dedicaba a vender pequeñas embarcaciones. Pedro quería comprar algo que pudiera manejar el solo, sin tripulación.
Cuando iba a entrar en la casa la tarde siguiente, apareció Pedro, que regresaba del trabajo. Dejó el pesado maletín sobre una mesa cercana y le echó los brazos a Sofía. La levantó en el aire y le sonrió, con los ojos muy abiertos. Entonces la niña arrugó la nariz y sonrió.
—Se va a poner mala de tanto moverla —dijo Paula, riendo.
Le intrigaba el cambio que había experimentado Pedro en las semanas que llevaban viviendo en su casa. Ya no agarraba a la niña con torpeza y parecía sentirse tan a gusto con el bebé como Paula. Incluso se reía más a menudo, sobre todo cuando estaba la niña.
La agarró con un brazo y con el otro a Paula. Todos los días le recibían a la puerta de casa cuando volvía del trabajo. Entonces corría con las dos escaleras arriba hasta que se metían en su dormitorio, colocaba a Sofía sobre la cama con cuidado y luego besaba a Paula hasta que apenas podía tenerse de pie. Mientras se cambiaba de ropa, Paula le contaba lo que habían hecho durante el día.
Amaba a Pedro y estaba atesorando un montón de recuerdos para el futuro. Lo pinchaba y discutía con él y en secreto le declaraba su amor una y otra vez. Él nunca sabría lo mucho que lo amaba; era suficiente conque lo supiera ella.
Roberto Zolezzi murió en la madrugada del sábado. La enfermera Spencer despertó a Pedro con la noticia.
Y entonces todo cambió.
Pedro se vistió inmediatamente y fue a ver a su abuelo. Luego fue a darle la noticia a su madre. Ana estaba desconsolada, aunque sabían que su muerte era algo inminente. Se encerró en su habitación y no quiso ver a nadie. Paula la oyó llorar a través de la puerta cerrada y deseó poder hacer algo para consolarla, pero sabía que Ana no querría verla.
Para no estorbar se llevó a Sofía al jardín, pero era consciente de la actividad que había en la casa. Llegó el médico y luego una ambulancia se llevó a Roberto a la morgue. El teléfono empezó a sonar al tiempo que la noticia voló por todo Sidney. Por la tarde Pedro había llamado a una de sus secretarias para que contestara a las llamadas.
Los amigos íntimos de la familia se acercaron por la casa, y toda la tarde estuvo entrando y saliendo gente. Paula oyó muchas veces el timbre de la puerta desde donde estaba sentada, en el dormitorio de Sofía, mientras la niña dormía. Pedro no había preguntado por ella en todo el día. Paula deseaba estar con él, ayudarlo, pero él no había solicitado su ayuda. Por eso se quedó allí sentada en la mecedora, pensando al compás del vaivén.
Sofía se dio una vuelta y respiró profundamente, entrando en un sueño profundo. Paula se levantó para ver cómo estaba y luego salió del cuarto. Iría a ver cómo estaba Ana. Sabía que la mujer no querría verla, pero lo cierto era que le preocupaba.
Llamó suavemente a la puerta y esperó. Al no obtener respuesta la abrió y asomó la cabeza. Ana estaba tumbada en la cama con un pañuelo hecho un rebujo en una mano y mirando lánguidamente por la ventana.
—¿Ana? —dijo Paula en voz baja.
Ana volvió la cabeza.
—¿Qué?
—¿Quieres que te traiga algo?
Sacudió la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.
Paula entró y cerró la puerta. Fue hacia el baño, donde encontró una toalla limpia que empapó en agua fresca. Se sentó en el borde de la cama y se lo pasó por la frente.
—Póntelo sobre los ojos; sé que los tienes ardiendo —dijo Paula con soltura, mientras doblaba la toalla y se la daba a Ana. La madre de Pedro se la puso en los ojos.
—Sabía que se estaba muriendo, todos lo sabíamos, pero no puedo creer que ya esté muerto —dijo Ana con tristeza.
En aquel instante su voz le sonó como la de una niña perdida.
—Lo sé; es algo terrible. Pensé que estaba aguantando bien —contestó Paula, dándole unas palmaditas en la mano—. ¿Quieres que te traiga algo de comer? ¿Un poco de sopa quizás?
Ana sacudió la cabeza.
—No tengo hambre.
—¿Entonces agua o una taza de té calentito?
—Nada.
El silencio reinó en el cuarto. Paula oía el rumor de voces proveniente de abajo. ¿Cuántas personas se habían pasado ya a dar el pésame? ¿Cómo se las estaría apañando Pedro? Si no podía hacer nada más por Ana, quizá pudiera hacer algo por Pedro. ¿Habría comido algo?
—Mi padre quería mucho a tu hija —dijo Ana en voz baja—. Se me había olvidado cómo jugaba con Pedro cuando era un bebé. Yo fui hija única y Pedro también. A lo mejor a Roberto le hubiera gustado tener muchos niños a su alrededor.
—Creo que a Sofía le gustaba estar con él porque siempre se reía mucho. Lo echará de menos.
—Mañana ya no lo recordará. Es tan pequeña —dijo, echándose otra vez a llorar.
Paula se abstuvo de comentar nada porque sabía que era verdad.
Pedro le echó el brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí despacio.
—Hace años que no lo veo tan contento —le susurró al oído—. Por esto merece todo la pena.
Ella asintió, sintiéndose menos culpable por el engaño.
Cuando Fernanda se marchó ya era tarde. Ana se fue directamente a la cama. Paula acompañó a Pedro mientras comprobaba que las ventanas de la planta baja estaban todas cerradas y apagaba las luces.
—Creo que deberías comprarte un velero —le dijo ella.
—Conozco tu opinión. Lo has dejado muy claro durante la cena. Ah, gracias por no decir nada delante de Roberto.
—Parece que esta noche no se ha acordado de meterse conmigo.
—Le ha alegrado ver a Fernanda. El hablar de los Estados Unidos le ha traído recuerdos. Pasó varios años allí cuando era más joven.
—Eso he oído.
Empezaron a subir juntos las escaleras, como si llevaran años de matrimonio.
—Fernanda es preciosa, ¿verdad? —dijo Paula, sin poder olvidar los halagos de Pedro durante la cena.
—Es una bella mujer. Siempre va vestida a la última moda y bien peinada.
—Sí.
No hubiera hecho falta que dijera tantas cosas. Cerró la puerta del dormitorio y estrechó a Paula entre sus brazos. La miró a los ojos con ternura.
—Fernanda me recuerda mucho a mi madre.
Paula arqueó las cejas.
—¿Cómo es eso?
—Por fuera toda una señora, pero por dentro fría y egoísta.
Paula empezó a deshacerle el nudo de la corbata. Le encantaba la intimidad de la que gozaba entre sus brazos, la intimidad de su romance.
—Mientras que tú eres lo opuesto a ella. Eres cariñosa, generosa y tierna; y lo que más me gusta es lo primero.
Inclinó la cabeza y la besó, mientras sus manos ya le desabrochaban el vestido.
En la semana que siguió, Paula dejó que Sofía pasara muchos ratos con Roberto, cuando a la enfermera Spencer le parecía apropiado. A veces le llevaba a la niña y la colocaba encima de la cama, otras veces la vigilaban Mirta, Sara o la enfermera. Al anciano le encantaban esas visitas. Hizo que Pedro le comprara juguetes al bebé y cada día le daba uno diferente, sin importarle el hecho de que fuera demasiado joven.
La miraba con avidez, acariciándole la mano o la mejilla con ternura. Se reía cuando el bebé sonreía y luego le contaba todo lo que hacía la niña a quien quisiera escucharlo.
Entre Paula y Roberto se produjo una tregua. Ella intentó por todos los medios no irritarlo y él pareció sospechar que no le llevaría al bebé si se metía con ella. Tristemente, Paula reconoció que Roberto era lo más parecido a un abuelo que Sofía podría tener, excepto quizá por Juan. No recordaría a Roberto cuando muriera; la niña era demasiado pequeña.
Por las tardes, Paula sacaba a Sofía al jardín después de la siesta. Ana se presentó en dos ocasiones. Cortó unas flores para colocarlas junto al bebé y sonrió al ver que Sofia se daba la vuelta sola por primera vez. La levantó en brazos y fue paseando con ella por el patio, enseñándole las flores y diciéndole tonterías.
Paula se sorprendió la primera vez que Ana apareció, pero hizo lo posible para evitar temas espinosos, como hablar del padre de Pedro o del velero. Le intrigaba el creciente interés que Ana mostraba por Sofía. Le hizo ver que aquella mujer tenía un lado que Paula creía inexistente. Pero ahí estaba la prueba.
Ella y Ana no se hicieron amigas, pero a Paula le bastaba con que mostrara algo hacia la niña.
Paula y Pedro ya habían concertado una cita el fin de semana siguiente con una agencia que se dedicaba a vender pequeñas embarcaciones. Pedro quería comprar algo que pudiera manejar el solo, sin tripulación.
Cuando iba a entrar en la casa la tarde siguiente, apareció Pedro, que regresaba del trabajo. Dejó el pesado maletín sobre una mesa cercana y le echó los brazos a Sofía. La levantó en el aire y le sonrió, con los ojos muy abiertos. Entonces la niña arrugó la nariz y sonrió.
—Se va a poner mala de tanto moverla —dijo Paula, riendo.
Le intrigaba el cambio que había experimentado Pedro en las semanas que llevaban viviendo en su casa. Ya no agarraba a la niña con torpeza y parecía sentirse tan a gusto con el bebé como Paula. Incluso se reía más a menudo, sobre todo cuando estaba la niña.
La agarró con un brazo y con el otro a Paula. Todos los días le recibían a la puerta de casa cuando volvía del trabajo. Entonces corría con las dos escaleras arriba hasta que se metían en su dormitorio, colocaba a Sofía sobre la cama con cuidado y luego besaba a Paula hasta que apenas podía tenerse de pie. Mientras se cambiaba de ropa, Paula le contaba lo que habían hecho durante el día.
Amaba a Pedro y estaba atesorando un montón de recuerdos para el futuro. Lo pinchaba y discutía con él y en secreto le declaraba su amor una y otra vez. Él nunca sabría lo mucho que lo amaba; era suficiente conque lo supiera ella.
Roberto Zolezzi murió en la madrugada del sábado. La enfermera Spencer despertó a Pedro con la noticia.
Y entonces todo cambió.
Pedro se vistió inmediatamente y fue a ver a su abuelo. Luego fue a darle la noticia a su madre. Ana estaba desconsolada, aunque sabían que su muerte era algo inminente. Se encerró en su habitación y no quiso ver a nadie. Paula la oyó llorar a través de la puerta cerrada y deseó poder hacer algo para consolarla, pero sabía que Ana no querría verla.
Para no estorbar se llevó a Sofía al jardín, pero era consciente de la actividad que había en la casa. Llegó el médico y luego una ambulancia se llevó a Roberto a la morgue. El teléfono empezó a sonar al tiempo que la noticia voló por todo Sidney. Por la tarde Pedro había llamado a una de sus secretarias para que contestara a las llamadas.
Los amigos íntimos de la familia se acercaron por la casa, y toda la tarde estuvo entrando y saliendo gente. Paula oyó muchas veces el timbre de la puerta desde donde estaba sentada, en el dormitorio de Sofía, mientras la niña dormía. Pedro no había preguntado por ella en todo el día. Paula deseaba estar con él, ayudarlo, pero él no había solicitado su ayuda. Por eso se quedó allí sentada en la mecedora, pensando al compás del vaivén.
Sofía se dio una vuelta y respiró profundamente, entrando en un sueño profundo. Paula se levantó para ver cómo estaba y luego salió del cuarto. Iría a ver cómo estaba Ana. Sabía que la mujer no querría verla, pero lo cierto era que le preocupaba.
Llamó suavemente a la puerta y esperó. Al no obtener respuesta la abrió y asomó la cabeza. Ana estaba tumbada en la cama con un pañuelo hecho un rebujo en una mano y mirando lánguidamente por la ventana.
—¿Ana? —dijo Paula en voz baja.
Ana volvió la cabeza.
—¿Qué?
—¿Quieres que te traiga algo?
Sacudió la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.
Paula entró y cerró la puerta. Fue hacia el baño, donde encontró una toalla limpia que empapó en agua fresca. Se sentó en el borde de la cama y se lo pasó por la frente.
—Póntelo sobre los ojos; sé que los tienes ardiendo —dijo Paula con soltura, mientras doblaba la toalla y se la daba a Ana. La madre de Pedro se la puso en los ojos.
—Sabía que se estaba muriendo, todos lo sabíamos, pero no puedo creer que ya esté muerto —dijo Ana con tristeza.
En aquel instante su voz le sonó como la de una niña perdida.
—Lo sé; es algo terrible. Pensé que estaba aguantando bien —contestó Paula, dándole unas palmaditas en la mano—. ¿Quieres que te traiga algo de comer? ¿Un poco de sopa quizás?
Ana sacudió la cabeza.
—No tengo hambre.
—¿Entonces agua o una taza de té calentito?
—Nada.
El silencio reinó en el cuarto. Paula oía el rumor de voces proveniente de abajo. ¿Cuántas personas se habían pasado ya a dar el pésame? ¿Cómo se las estaría apañando Pedro? Si no podía hacer nada más por Ana, quizá pudiera hacer algo por Pedro. ¿Habría comido algo?
—Mi padre quería mucho a tu hija —dijo Ana en voz baja—. Se me había olvidado cómo jugaba con Pedro cuando era un bebé. Yo fui hija única y Pedro también. A lo mejor a Roberto le hubiera gustado tener muchos niños a su alrededor.
—Creo que a Sofía le gustaba estar con él porque siempre se reía mucho. Lo echará de menos.
—Mañana ya no lo recordará. Es tan pequeña —dijo, echándose otra vez a llorar.
Paula se abstuvo de comentar nada porque sabía que era verdad.
Amor Del Corazón: Capítulo 29
Paula se miró las manos, apretando los puños con rabia. No sabía qué le molestaba más, que Pedro hubiera invitado a cenar a Fernanda o que la encontrara preciosa cuando a ella sólo la había encontrado bonita. Qué patético. ¿Pero qué importaba? En unas semanas sería libre de buscar otra esposa o de retomar su relación con Fernanda.
De repente Paula supo que lo que más deseaba era que la escogiera a ella; a ella y a Sofía. Quería que le dijera a Fernanda que había dejado pasar el tren y que ya había encontrado algo mejor. Tenía a una mujer que lo amaba por sí mismo, no por el dinero que pudiera poner a su disposición.
Pero él no sabía eso. Paula apretó los labios; no pensaba decirle que lo amaba. Pensaba ceñirse al acuerdo original.
La cena resultó ser bastante agradable. Por una vez Ana se concentró en otra persona y dejó a Paula tranquila, escuchando la conversación y al mismo tiempo libre de participar en lo que la interesara. Fernanda no disimuló su coqueteo con Pedro. Estaba sentada a su derecha, con Ana frente a ella. Paula estaba sentada frente a Pedro, al otro extremo de la mesa. Los tres hablaron de viejas amistades y eventos sociales de los que Paula no tenía idea. Se contentaba con disfrutar de la cocina de Marcela, observar a Pedro y esperar a que la velada terminara.
—Me disgusté mucho al saber que Roberto estaba enfermo —dijo Fernanda.
Paula la miró.
—Ha sido muy duro —contestó Ana; se puso sería un momento—. Estoy tranquila al menos de que pueda estar aquí en lugar de en el hospital. En mi casa no habría habido sitio para él y la enfermera. Gracias a Dios que Pedro se compró una casa tan grande.
—Me gustaría tanto verlo, si crees que no le molestaría. Pedro, sé que estás enfadado por lo que Roberto y yo discutimos pero, de verdad, lo vi como una manera de hacerle feliz mientras yo conseguía lo que deseaba de todo corazón. Al amor de mi vida.
Paula deseaba agarrar cualquier cosa y tirársela.
—Estoy seguro de que a Roberto le encantará verte, Fernanda. Podemos preguntarle a la enfermera. Si no está muy cansado podemos tomar café allí con él.
—Es una idea estupenda; así Roberto será parte del grupo, incluso desde la cama —Fernanda sonrió a Pedro con los ojos llenos de orgullo y devoción.
Paula sintió un dolor por dentro. Respiró profundamente, intentando aliviar la congoja que tenía. Ellos dos mantenían una relación, pero eso también tocaría a su fin y ella volvería a estar sola. Pero de momento seguían juntos y había sido Pedro el que había insistido para que se liara con él; ya era hora de recordárselo.
—¿Pedro, cariño, por qué no le cuentas a Fernanda lo de nuestros planes para comprarnos un barco de vela? —preguntó Paula, sonriendo de oreja a oreja.
Ana la miró con desprecio.
—Qué tontería más grande. Espero que no sea más que uno de los sueños de Paula —dijo, mirando a su nuera con rabia.
Fernanda parecía atenta, sin saber qué creer.
Pedro miró a Paula a los ojos y asintió con la cabeza, con expresión de repente impasible.
—No sabía que hubiéramos planeado hasta el punto de comprarnos un velero.
—¿Bueno y por qué no? Llevas toda la vida queriendo navegar. Ya es hora de relajarte un poco de las tensiones laborales y darte un homenaje —contestó, mirándolo a los ojos.
El corazón le latía a cien por hora, pero al menos él no la había dejado tirada, al menos en parte.
—No sabía que te gustara navegar —dijo Fernanda sorprendida.
—No le gusta. No te hace falta un velero —dijo Ana con severidad.
—A lo mejor a nadie le hace falta uno, pero todo el mundo necesita pintar la vida con arco iris —dijo Paula, pero el mensaje iba dirigido a Pedro—. Además, lo lleva en la sangre. Su padre fue marino. ¿Por qué no iba a querer Pedro seguir sus pasos?
Fernanda miró a Paula con sorpresa.
—No sabía que su padre fuera marino.
Paula sonrió con dulzura, saboreando el momento.
—Como esposa suya que soy, imagino que sé un poco más de Pedro que tú —dijo con suavidad.
—No me gusta el rumbo que ha tomado la conversación —dijo Ana con solemnidad.
—Tienes razón, Ana, es algo prematuro discutir sobre nuestro barco cuando ni siquiera nos lo hemos comprado todavía. ¿Quizá el fin de semana que viene, Pedro? Alguno apropiado para una familia. No quiero que los niños se caigan al agua en alta mar.
—Estoy seguro de que encontraremos un barco que tenga todos estos accesorios de seguridad para los niños —contestó con soltura, mirándola divertido—. Madre, tendrás que venir con nosotros y quizá así puedas darnos alguna sugerencia.
—No le digan nada de esto a Roberto—dijo Ana, ignorando la sugerencia.
—¿Por qué no? —preguntó Roberto.
—No le viene bien disgustarse en estos momentos. Estamos intentando evitar decirle cosas que pudieran molestarlo. No le gustaría nada enterarse de que Pedro va a comprarse un barco.
—Nadie quiere disgustar a Roberto, madre —dijo, mirando a Paula—. Cuando o si me lo compro, ya veremos lo que le decimos.
Se cerró el tema y volvieron a excluir a Paula de la conversación; pero lo cierto era que no le importaba ya. Ya había dicho lo que quería decir y en la mente de todos había unido su persona a la de Pedro. Pasara lo que pasara en el futuro, de momento era suyo.
Pedro pidió que les llevaran el postre a la habitación de Roberto. Mirta asintió con la cabeza y dijo que lo subiría.
Ana se dirigió la primera hacia las escaleras.
—Paula, espera un momento —Pedro la agarró del brazo para detenerla, mientras observaba a Roberto y su madre subiendo por las escaleras.
La miró con dureza.
—¿A qué ha venido todo eso del barco?
Ella sonrió y sacudió la cabeza.
—Sólo quería participar de la conversación un rato.
—¿Por qué me ha dado la impresión de ser como un hueso por el que se pelean dos perros? —le preguntó suavemente, acariciándole el brazo con el dedo pulgar.
—Pues no tengo ni la más mínima idea, Pedro cielo —abrió mucho los ojos e intentó poner cara de inocente mientras le sonreía.
—De repente te has puesto muy cariñosa, ¿no?
Paula se acercó a él, consciente de que Fernanda se había detenido en lo alto de las escaleras y los estaba mirando.
—Pensé que los amantes eran cariñosos —le dijo, invitándolo a besarla.
Y él lo hizo, con tanta fuerza que casi le hizo daño.
—No me gustan los juegos —le dijo, separándose de ella un centímetro.
—Pensé que todo esto era un juego —susurró.
Entrelazó los dedos en la espesura de sus cabellos y abrió los labios para devolverle el beso con toda la sinceridad de sus sentimientos. Cuando por segunda vez se separó de ella, Fernanda se había largado.
—Estás jugando con fuego —le dijo Pedro, volviéndola con delicadeza hacia las escaleras—. Y las niñas que juegan con fuego se queman.
—Y mucho —murmuró Paula.
—Eso es.
—Veremos si te gusta que te ignoren durante toda una cena —dijo, esperando disimular la turbación que seguramente asomaba a su rostro.
—¿Y qué te ha molestado más, que mi madre haya intentado excluirte o que yo no haya hecho ningún esfuerzo por incluirte en la conversación?
Volvió la cabeza un instante, mientras subía las escaleras.
—En realidad sólo quería que tu invitada se enterara de que estaba ahí.
—¿Celosa de Fernanda?
—¿Es que debo estarlo?
—No. Yo me ocuparé de Fernanda. Sólo tienes que recordar que tú eres mi esposa.
—Y que tenemos un lío.
—A mí no se me ha olvidado. ¿A ti sí?
Paula sacudió la cabeza. Su mera presencia la provocaba, su aroma despertaba anhelos en ella, sus caricias eran como una descarga eléctrica, su voz la hipnotizaba y sus labios atizaban el fuego que él había encendido. De pronto no tuvo ganas de postre, deseaba encerrarse con él en el dormitorio y no salir en un mes.
—Ya era hora de que ustedes dos aparecieran —se oyó la voz quejumbrosa de Roberto cuando entraron en su dormitorio.
—Íbamos detrás de mamá y Fernanda—dijo Pedro con naturalidad, acercando una silla a la de Paula y sonriéndole a su abuelo—. Es agradable ver una cara nueva en el grupo de visitantes, ¿no te parece?
—Me alegro de ver a Fernanda aunque me extraña que haya venido después de lo mal que la trataste. Y tienes mucha cara al actuar como si no pasara nada. Tu prometida y tu esposa. Qué bien, ¿eh?
—Bueno Roberto, eso pertenece al pasado. Pedro y yo hemos acordado ser amigos. Y quién sabe, quizá un día lleguemos a ser buenos amigos —dijo Fernanda con dulzura—. ¿Qué tal te encuentras?
—Ahora mismo estoy rendido. Mi bisnieta ha estado aquí un rato. Es una monada, pero hace que me sienta viejo.
Paula se sorprendió. No sabía que Sofía había estado con Roberto otra vez. Mirta se había quedado a cuidarla. ¿La habría llevado ella? ¿Se lo habría pedido el anciano? Quizá su hija le estaba ablandando el corazón.
—Tu bisnieta —repitió Fernanda.
Paula se preguntó si Ana le habría contado la verdad sobre Sofía. Sabía que a Fernanda no iba a hacerle ninguna gracia guardar el secreto si lo sabía. Pero no se atrevería a poner en peligro la salud de Roberto. Con curiosidad, se preguntó qué haría Ana.
—La enfermera Spencer y yo vamos a enseñarle a que me llame abuelo —dijo Roberto con orgullo.
—Tú nunca quisiste que yo te llamara abuelo —comentó Pedro.
—Bueno, cuando tú naciste yo era muy joven. No quería que nada me recordara que estaba haciéndome mayor. Pero, maldita sea, ya soy viejo y si vivo lo suficiente para que Sofía me llame abuelo me moriré contento.
sábado, 27 de junio de 2015
Amor Del Corazón: Capítulo 28
—Me gusta proporcionarle estímulos de color.
—Me parece una pena desaprovechar así las flores. Creo que es demasiado pequeña para darse cuenta.
—No te gustan los niños —dijo Paula, sin quitar la vista de su hija.
—Me molestan —reconoció Ana, qué también miraba a Sofía—. Pero la verdad es que nunca he tenido a muchos a mi alrededor. Si hubiera sido así, a lo mejor las cosas habrían sido distintas.
Paula la miró.
—Tú también tuviste un hijo.
Ana la miró a los ojos.
—Y tuve también las mejores niñeras; el dinero de mi padre me las proporcionó.
Paula se preguntó si habría un rastro de arrepentimiento en su tono de voz. Pero lo cierto era que no lo creía.
Ana sacó unas tijeras de podar del bolsillo y las miró.
—He venido a cortar unas flores para colocarlas en la mesa esta noche.
Hizo una pausa, observando a Sofía mientras alzaba las piernecitas en el aire.
—No recuerdo a Pedro a esta edad, lo recuerdo cuando ya era un chiquillo, siempre persiguiendo algo. En aquella época vivíamos con mi padre, que tenía un patio enorme en la parte de atrás de la casa. Le colocamos un columpio y después un fuerte para que jugara —Ana se volvió a mirar a Paula—. Pienses lo que pienses, Paula, quiero a mi hijo.
—No lo demuestras muy bien —contestó Paula.
Ana se encogió de hombros.
—Supongo que no soy de las que demuestra mucho sus sentimientos.
—No me refiero sólo a darle un abrazo de vez en cuando, aunque seguramente a él le haría mucho bien a pesar de ser ya un hombre. Hablo de demostrarle amor interesándose por lo que quiere y apoyándolo.
—Siempre apoyo a mi hijo —dijo Ana en tono seco.
—¿Entonces por qué tuvo que buscar a una camarera con quien casarse sólo para darle en las narices a su familia? —le preguntó Paula—. Comprendo que Roberto se comportara como lo hizo; fíjate en lo que os hizo a tu marido y a ti. Aunque, por lo que dijo anoche, parece que se arrepiente. Pero tú deberías haber estado al lado de tu hijo —Paula sacudió la cabeza, como si de repente lo viera claramente—. Olvídalo, una mujer que no apoya a su marido tampoco va a apoyar a su hijo.
—Me parece un juicio bastante duro viniendo de alguien que no sabe nada de lo que ocurrió —saltó Ana.
—Lo que yo sé es que nadie podría sobornarme para que abandonara a Pedro—contestó Paula.
Se volvió hacia Sofía, deseando que Ana no hubiera aparecido por el jardín. ¡Ojalá se marchara pronto!
—No es lo mismo. Tú sabes que Pedro tiene suerte en los negocios. Horacio era joven y pobre. Sólo teníamos veintitantos años y al casarme con él descubrí una vida que no conocía. No quise ser siempre pobre. Tú has sido pobre; ¿te gustaba? Sospecho que el deseo de escapar de una vida como la que llevabas te empujó a aceptar la descabellada proposición de matrimonio que te hizo Pedro. Tú aceptaste por dinero, igual que yo.
—Eso no es del todo cierto —respondió Paula, consciente de que había algo de verdad en las palabras de Ana—. Es verdad que acepté por dinero, pero fue por mi hija. ¿Esperabas que un hombre de veintitantos años poseyera la riqueza de tu padre? Roberto tendría unos cincuenta años cuando te casaste. A él le había dado tiempo de construir una vida acomodada. Pedro tiene treinta y dos años y también ha tenido tiempo de hacerse de una profesión con la que gana dinero. Además, ha tenido la ayuda de su abuelo. ¿Quién te dice que tu marido no habría conseguido tener éxito en el terreno profesional a los treinta años? Quizá sea ahora el doble de rico que tu padre.
Ana la miró muy sorprendida.
Paula miró hacia la casa. ¿Dónde estaba Pedro? ¿O Mirta? ¿O alguien que interrumpiera aquel incómodo tete a tete con Ana?
De mala gana se volvió a mirar a Ana.
—En realidad no es asunto mío, Ana. Dentro de un par de semanas desapareceré de tu vida. Si pudiéramos tolerarnos la una a la otra durante ese tiempo sería lo mejor. Después no volverías a yerme.
—Ojalá pudiera estar segura de ello —dijo Ana despacio.
Se quedó mirando al bebé unos minutos y sus facciones se suavizaron. Cuando Sofía agarró un puñado de margaritas, Ana se las quitó antes de que la niña se las metiera en la boca.
—¿Quieres tenerla en brazos un rato? —le dijo Paula.
Ana vaciló y luego asintió con la cabeza. Estiró los brazos y levantó a la niña de la manta con cuidado, sonriéndole. Se acomodó en el banco y empezó a hablar en voz baja con el bebé.
Paula la miraba, sorprendida por el cambio en la expresión de Ana. Se pasó casi diez minutos jugando con Sofía, entonces levantó la cabeza, muy nerviosa.
—Tengo que colocar las flores para la cena. Tenemos una invitada —le pasó a Sofía—. Intenta ponerte algo apropiado.
—¿Por Fernanda? Pedro me dijo que iba a venir.
Paula se negaba a mirarla a los ojos; no tenía intención de darle a esa mujer un motivo que después pudiera utilizar contra ella. Si sospechaba lo celosa que Paula estaba de Fernanda, Ana lo utilizaría sin duda.
Mientras la observaba cortar las flores, Paula se preguntó si Ana le tomaría cariño alguna vez.
Paula no le comentó nada a Pedro de la visita de Ana al jardín cuando éste se unió a ellas media hora después. Jugó con Sofía, acariciándole las mejillas con los pétalos de una margarita y ella intentaba agarrarla con sus manitas. En dos ocasiones el bebé le sonrió y a Paula le hizo una ilusión tremenda, ahí tumbada sobre la manta, observándolos medio adormilada al calor de la tarde. En pocas semanas todo aquello se acabaría para ella, pero hasta entonces se dejaría llevar y se sentiría feliz. Disfrutaría del momento y luego se marcharía sin mirar atrás.
Paula asomó la cabeza en la habitación de Sofía una vez más. Sabía que estaba intentando aplazar lo inevitable, pero no tenía ganas de bajar. Hacía unos minutos había oído el timbre de la puerta seguido del murmullo de voces y supo que Jeannette había llegado. De haber sido más inteligente, habría estado ya preparada en el salón para cuando llegó la invitada. Pero Paula aplazó el vestirse hasta después de que Pedro lo hiciera y bajara al salón. En ese momento haría su entrada, pero Fernanda ya se habría establecido a gusto entre los miembros de la familia Alfonso.
Por otra parte Paula esperaba fervientemente que Pedro controlara sus emociones y que Paula no percibiera ninguna señal de afecto hacia su prometida. Después de una tarde tan maravillosa, no se veía capaz de soportar algo así.
Si seguía tardando, Pedro enviaría a Mirta a buscarla y eso sería aún peor. Sacó fuerzas de flaqueza, aunque en realidad prefería quedarse a comer en su dormitorio. Esbozó una sonrisa artificial y empezó a bajar las escaleras.
Al entrar al salón Paula vio que Pedro no estaba presente. Vaciló sólo un instante y fue hacia el sofá, preguntándose dónde estaría él.
—Buenas tardes —Ana le miró el vestido de arriba abajo y luego se volvió a Fernanda—. Creo que ya conoces a Paula.
—Sí. ¿Cómo estás?
Fernanda esbozó una sonrisa tan falsa como la suya. Eso le aseguró a Paula que ella no era la única que estaba algo nerviosa. Paula contestó y se sentó en una de las sillas tapizadas de brocado.
—¿Dónde está Pedro? —preguntó.
—Ha recibido una llamada telefónica justo antes de llegar Fernanda. Estoy segura de que volverá en un instante —contestó Ana.
Reinó el silencio unos minutos. Fernanda la evaluó con la mirada, pero sin disimulo y a Paula le costó un gran esfuerzo aguantar el tipo.
—Siento haberlos hecho esperar —dijo Pedro, al entrar a toda prisa en la habitación.
Paula levantó la cabeza y sonrió y el corazón le dio un vuelco al verlo. Él la miró a los ojos y asintió con la cabeza.
—Estás muy bonita, cielo —dijo con naturalidad.
Se acercó a Fernanda y le tendió la mano, pero ella se levantó enseguida para plantarle un beso en la mejilla.
—Me alegro tanto de que me invitaras a cenar, Pedro—dijo con voz sensual.
—Siempre es un placer tenerte entre nosotros, Fernanda. Estás tan preciosa como de costumbre.
—Me parece una pena desaprovechar así las flores. Creo que es demasiado pequeña para darse cuenta.
—No te gustan los niños —dijo Paula, sin quitar la vista de su hija.
—Me molestan —reconoció Ana, qué también miraba a Sofía—. Pero la verdad es que nunca he tenido a muchos a mi alrededor. Si hubiera sido así, a lo mejor las cosas habrían sido distintas.
Paula la miró.
—Tú también tuviste un hijo.
Ana la miró a los ojos.
—Y tuve también las mejores niñeras; el dinero de mi padre me las proporcionó.
Paula se preguntó si habría un rastro de arrepentimiento en su tono de voz. Pero lo cierto era que no lo creía.
Ana sacó unas tijeras de podar del bolsillo y las miró.
—He venido a cortar unas flores para colocarlas en la mesa esta noche.
Hizo una pausa, observando a Sofía mientras alzaba las piernecitas en el aire.
—No recuerdo a Pedro a esta edad, lo recuerdo cuando ya era un chiquillo, siempre persiguiendo algo. En aquella época vivíamos con mi padre, que tenía un patio enorme en la parte de atrás de la casa. Le colocamos un columpio y después un fuerte para que jugara —Ana se volvió a mirar a Paula—. Pienses lo que pienses, Paula, quiero a mi hijo.
—No lo demuestras muy bien —contestó Paula.
Ana se encogió de hombros.
—Supongo que no soy de las que demuestra mucho sus sentimientos.
—No me refiero sólo a darle un abrazo de vez en cuando, aunque seguramente a él le haría mucho bien a pesar de ser ya un hombre. Hablo de demostrarle amor interesándose por lo que quiere y apoyándolo.
—Siempre apoyo a mi hijo —dijo Ana en tono seco.
—¿Entonces por qué tuvo que buscar a una camarera con quien casarse sólo para darle en las narices a su familia? —le preguntó Paula—. Comprendo que Roberto se comportara como lo hizo; fíjate en lo que os hizo a tu marido y a ti. Aunque, por lo que dijo anoche, parece que se arrepiente. Pero tú deberías haber estado al lado de tu hijo —Paula sacudió la cabeza, como si de repente lo viera claramente—. Olvídalo, una mujer que no apoya a su marido tampoco va a apoyar a su hijo.
—Me parece un juicio bastante duro viniendo de alguien que no sabe nada de lo que ocurrió —saltó Ana.
—Lo que yo sé es que nadie podría sobornarme para que abandonara a Pedro—contestó Paula.
Se volvió hacia Sofía, deseando que Ana no hubiera aparecido por el jardín. ¡Ojalá se marchara pronto!
—No es lo mismo. Tú sabes que Pedro tiene suerte en los negocios. Horacio era joven y pobre. Sólo teníamos veintitantos años y al casarme con él descubrí una vida que no conocía. No quise ser siempre pobre. Tú has sido pobre; ¿te gustaba? Sospecho que el deseo de escapar de una vida como la que llevabas te empujó a aceptar la descabellada proposición de matrimonio que te hizo Pedro. Tú aceptaste por dinero, igual que yo.
—Eso no es del todo cierto —respondió Paula, consciente de que había algo de verdad en las palabras de Ana—. Es verdad que acepté por dinero, pero fue por mi hija. ¿Esperabas que un hombre de veintitantos años poseyera la riqueza de tu padre? Roberto tendría unos cincuenta años cuando te casaste. A él le había dado tiempo de construir una vida acomodada. Pedro tiene treinta y dos años y también ha tenido tiempo de hacerse de una profesión con la que gana dinero. Además, ha tenido la ayuda de su abuelo. ¿Quién te dice que tu marido no habría conseguido tener éxito en el terreno profesional a los treinta años? Quizá sea ahora el doble de rico que tu padre.
Ana la miró muy sorprendida.
Paula miró hacia la casa. ¿Dónde estaba Pedro? ¿O Mirta? ¿O alguien que interrumpiera aquel incómodo tete a tete con Ana?
De mala gana se volvió a mirar a Ana.
—En realidad no es asunto mío, Ana. Dentro de un par de semanas desapareceré de tu vida. Si pudiéramos tolerarnos la una a la otra durante ese tiempo sería lo mejor. Después no volverías a yerme.
—Ojalá pudiera estar segura de ello —dijo Ana despacio.
Se quedó mirando al bebé unos minutos y sus facciones se suavizaron. Cuando Sofía agarró un puñado de margaritas, Ana se las quitó antes de que la niña se las metiera en la boca.
—¿Quieres tenerla en brazos un rato? —le dijo Paula.
Ana vaciló y luego asintió con la cabeza. Estiró los brazos y levantó a la niña de la manta con cuidado, sonriéndole. Se acomodó en el banco y empezó a hablar en voz baja con el bebé.
Paula la miraba, sorprendida por el cambio en la expresión de Ana. Se pasó casi diez minutos jugando con Sofía, entonces levantó la cabeza, muy nerviosa.
—Tengo que colocar las flores para la cena. Tenemos una invitada —le pasó a Sofía—. Intenta ponerte algo apropiado.
—¿Por Fernanda? Pedro me dijo que iba a venir.
Paula se negaba a mirarla a los ojos; no tenía intención de darle a esa mujer un motivo que después pudiera utilizar contra ella. Si sospechaba lo celosa que Paula estaba de Fernanda, Ana lo utilizaría sin duda.
Mientras la observaba cortar las flores, Paula se preguntó si Ana le tomaría cariño alguna vez.
Paula no le comentó nada a Pedro de la visita de Ana al jardín cuando éste se unió a ellas media hora después. Jugó con Sofía, acariciándole las mejillas con los pétalos de una margarita y ella intentaba agarrarla con sus manitas. En dos ocasiones el bebé le sonrió y a Paula le hizo una ilusión tremenda, ahí tumbada sobre la manta, observándolos medio adormilada al calor de la tarde. En pocas semanas todo aquello se acabaría para ella, pero hasta entonces se dejaría llevar y se sentiría feliz. Disfrutaría del momento y luego se marcharía sin mirar atrás.
Paula asomó la cabeza en la habitación de Sofía una vez más. Sabía que estaba intentando aplazar lo inevitable, pero no tenía ganas de bajar. Hacía unos minutos había oído el timbre de la puerta seguido del murmullo de voces y supo que Jeannette había llegado. De haber sido más inteligente, habría estado ya preparada en el salón para cuando llegó la invitada. Pero Paula aplazó el vestirse hasta después de que Pedro lo hiciera y bajara al salón. En ese momento haría su entrada, pero Fernanda ya se habría establecido a gusto entre los miembros de la familia Alfonso.
Por otra parte Paula esperaba fervientemente que Pedro controlara sus emociones y que Paula no percibiera ninguna señal de afecto hacia su prometida. Después de una tarde tan maravillosa, no se veía capaz de soportar algo así.
Si seguía tardando, Pedro enviaría a Mirta a buscarla y eso sería aún peor. Sacó fuerzas de flaqueza, aunque en realidad prefería quedarse a comer en su dormitorio. Esbozó una sonrisa artificial y empezó a bajar las escaleras.
Al entrar al salón Paula vio que Pedro no estaba presente. Vaciló sólo un instante y fue hacia el sofá, preguntándose dónde estaría él.
—Buenas tardes —Ana le miró el vestido de arriba abajo y luego se volvió a Fernanda—. Creo que ya conoces a Paula.
—Sí. ¿Cómo estás?
Fernanda esbozó una sonrisa tan falsa como la suya. Eso le aseguró a Paula que ella no era la única que estaba algo nerviosa. Paula contestó y se sentó en una de las sillas tapizadas de brocado.
—¿Dónde está Pedro? —preguntó.
—Ha recibido una llamada telefónica justo antes de llegar Fernanda. Estoy segura de que volverá en un instante —contestó Ana.
Reinó el silencio unos minutos. Fernanda la evaluó con la mirada, pero sin disimulo y a Paula le costó un gran esfuerzo aguantar el tipo.
—Siento haberlos hecho esperar —dijo Pedro, al entrar a toda prisa en la habitación.
Paula levantó la cabeza y sonrió y el corazón le dio un vuelco al verlo. Él la miró a los ojos y asintió con la cabeza.
—Estás muy bonita, cielo —dijo con naturalidad.
Se acercó a Fernanda y le tendió la mano, pero ella se levantó enseguida para plantarle un beso en la mejilla.
—Me alegro tanto de que me invitaras a cenar, Pedro—dijo con voz sensual.
—Siempre es un placer tenerte entre nosotros, Fernanda. Estás tan preciosa como de costumbre.
Amor Del Corazón: Capítulo 27
—Si me disculpan —Paula se levantó y fue hacia el vestíbulo.
Durante dos horas Paula se quedó con Sofía. Mientras la niña comía, Paula soñaba con el futuro, con lo que ella y su hija podrían hacer. Serían sólo ellas dos. Paula ya había amado dos veces en su vida y no creía que fuera a existir una tercera. Pero tenía bonitos recuerdos de Pablo. ¿Cómo serían los del tiempo que pasara con Pedro? ¿Agridulces?
Paula terminó de darle el pecho y en ese momento le dio unas palmaditas en la espalda para que eructara.
Cuando Sofía se quedó dormida de nuevo, Paula siguió meciéndola entre sus brazos. Le encantaban aquellos ratos tan tranquilos, cuando Sofía era toda suya. Pronto echaría a andar, y luego se convertiría en una niña pequeña con ganas de explorar y conocer todo. Así dormida, era suave, amorosa y dulce.
Incluso después de caer la noche, Paula no se movió de la mecedora. Se balanceaba lentamente, pensando en todo lo que había pasado en esos últimos meses. Había cometido algunos errores. El primero había sido acceder a casarse con Pedro, pero el peor haberse enamorado de él. Pedro y ella eran muy diferentes y se habían criado en ambientes totalmente distintos. Aquellos lejanos veranos en la playa no compensaban esas diferencias. Jamás podrían tener una relación duradera.
—¿Paula? —dijo Pedro en voz baja desde la puerta.
—¿Qué?—contestó ella del mismo modo.
Entró en la habitación y miró a la madre con la niña en brazos. Se fijó en que tenía una mirada extraña, pero Paula no supo descifrarla.
—¿Está dormida?
—Sí.
—Ponla en la cuna y vente a la cama —le ordenó suavemente.
Como si fuera una sonámbula, Paula se levantó y puso a Sofía en la cuna. Encendió el transmisor, se lo colocó en el cinturón y se volvió para seguir a Pedro. Pronto, la oscuridad de su dormitorio los envolvió.
Pedro cerró la puerta y la estrechó entre sus brazos. La besó con ardor, con premura y exigencia. Paula se olvidó del futuro y del pasado; ese era su presente y aprovecharía cada momento. Le echó los brazos al cuello y respondió. Sus labios se amoldaban a los suyos, su lengua jugueteaba con la de él; Dulce pegó todo su cuerpo al de Pedro.
Amantes temporalmente o esposos temporalmente, nada de eso importaba; sólo la pasión que Pedro desataba en ella y que en ese momento la abrasaba.
Cuando sólo quedaban unos rescoldos, Paula se acurrucó contra el pecho de Pedro. La cabeza la apoyó sobre el hombro y la mano en el brazo. Se sentía maravillosamente. A lo mejor todo podría ir de maravilla si no salían del dormitorio.
Se puso colorada de pensar eso y cerró los ojos, quedándose dormida.
—Paula, quiero que me prometas que no te marcharás —dijo Pedro, despertándola—. Sé que estás furiosa con Roberto, pero escapar no hará que cambien las cosas. Y no tengo tiempo ni fuerzas para preocuparme de que vayas a marcharte. Venga, prométeme que te quedarás.
—¿No tienes miedo de que intente sacarle dinero a Roberto y que «me monte en el dólar»?
—En absoluto. Te conozco bien y sé que si te interesara tanto el dinero me habrías intentado sacar más a mí. Sé que no eres una persona materialista.
Conmovida por la confianza que tenía en ella, Paula se lo prometió.
—Pase lo que pase —añadió él.
—Pase lo que pase —entonces vaciló, levantó una ceja y lo miró—. ¿Qué va a pasar?
—No lo sé, pero prefiero asegurarme.
Sin darse cuenta le acarició el brazo y avanzó hasta el pecho, donde empezó a juguetear con el vello que allí tenía. Estaba en forma. ¿Cómo podía mantenerse así trabajando en la oficina todo el día? De repente se acordó de algo que había dicho Jonathan.
—¿Pedro?
—Sí.
—¿Estás dormido?
—Hecho polvo, pero aún no me he dormido. ¿Por qué?
—Quería preguntarte si te gustaría que fuéramos a navegar algún día.
Él se puso tenso.
—¿Por qué?
—Tú dijiste algo de eso hace un par de días en el jardín, y tu abuelo me ha dicho una cosa que ahora mismo acabo de recordar. ¿Tu padre era marinero?
—Diseñaba y construía barcos de vela.
—¿Has ido alguna vez en uno?
—Sólo una vez. Un socio de uno de mis negocios me invitó a su barco hace unos años. Fue una tarde divertida; me encantó.
—¡Me apuesto a que estuvo de muerte! Eso de cruzar las aguas, sin más ruido que el chapoteo de las olas golpeando el casco y el chasquido de las velas al viento.
—Lo fue. El sol caía a plomo y en una ocasión tuvimos que hacer unos virajes para llegar hasta donde él quería ir. El agua que levantaban las olas producía pequeños arco iris danzando al viento. Fue precioso y emocionante.
—Deberías comprarte un barco.
—¿Oh, tu crees?
—Sí. Deberías comprarte uno para llevarnos a mí y a Sofía a navegar; antes de que venga el otoño. Sería estupendo para hacer excursiones en familia y un pasatiempo muy entretenido para ti. El papel de pirata o bucanero te va que ni pintado.
Pedro se echó a reír.
—Lo digo totalmente en serio —protestó Paula, encantada en el fondo por oírle reírse con tantas ganas.
Deseó que lo hiciera más a menudo.
—¿Un pirata?
—Bueno, un bucanero quizá. Tu petulancia natural exige que seas un bucanero, no un pescador.
—¿Petulancia natural? —se dio la vuelta y se puso encima de ella, inmovilizándola sobre la cama—. Yo no soy engreído.
Le acarició el contorno de los labios con la punta de los dedos y le sonrió, deseando poder distinguir algo más que su silueta. Las estrellas sólo daban un poco de luz, pero no era suficiente.
—¿Arrogante quizá? —lo provocó—. ¿Mandón?
—¿Quién es la mandona? ¿No acabas de ordenarme que compre un barco?
—Sí, pero eso es para hacerte feliz.
Pedro se quedó callado. Paula lo vio escudriñándole el rostro a la mortecina luz de las estrellas.
—Soy feliz con la vida que llevo —dijo convencido.
—¿Te gustan tanto los negocios? Me da la impresión que lo único que haces es ir a trabajar y visitar a tu abuelo.
—Últimamente mi vida no es tan rutinaria como solía ser. Cuando Roberto muera las cosas cambiaran un poco.
—¿Quieres decir que pasarás más tiempo en la oficina?
—O más tiempo con mi familia.
Se quedó quieta. Claro, cuando Roberto muriera Pedro sería libre para formar una familia sin que el viejo se metiera por medio. ¿Pensaría en formarla con Fernanda? ¿Olvidaría el pasado y se casaría con la mujer a la que ya había pedido una vez en matrimonio?
—¿No tienes nada que decir?
—No —Paula volvió la cabeza, como sin fuerzas—. Estoy cansada, quiero dormir.
—Fernanda viene a cenar mañana —dijo Pedro al darse la vuelta.
Paula se quedó helada. Deseó no haberle hecho la promesa de que se quedaría. La única forma de no sufrir era marchándose. ¿Sería capaz de ver al hombre que amaba con su prometida? A lo mejor podría hacerse la enferma y quedarse así en la habitación. Sospechó que con aquella invitada de honor, la cena no sería lo mismo para Ana que con su odiosa hija política.
A la mañana siguiente Paula sacó a Sofía al jardín. Seguía haciendo un tiempo maravilloso y Paula quería aprovecharse de ello. Pedro le prometió que volvería junto a ellas en cuanto arreglara un par de asuntillos en el despacho.
Extendió una manta sobre el césped, colocó al bebé a la sombra y se echó junto a ella. Qué paz se respiraba allí. Había abundancia de flores: rosas de diferentes tonalidades, grandes arriates de margaritas, bonitos canteros de petunias moradas. Los altos eucaliptos resguardaban la zona del viento, mientras que las higueras proporcionaban sombra.
Al oír que alguien se acercaba, Paula se animó. Pedro le había dicho que no pasaría todo el día fuera y allí estaba para pasar un rato con ellas.
Al ver a Ana se sintió decepcionada. La mujer vaciló un momento al llegar al borde del césped, luego fue hasta el banco que había junto a ellas y se sentó.
Paula miró a su suegra preguntándose por qué habría ido a verla.
—Se está muy bien aquí —dijo Ana con frialdad mientras observaba a Paula acariciándole la mano a Sofía y las flores que había junto a la cabeza del bebé—. ¿Tú crees que la niña ve las flores?
Durante dos horas Paula se quedó con Sofía. Mientras la niña comía, Paula soñaba con el futuro, con lo que ella y su hija podrían hacer. Serían sólo ellas dos. Paula ya había amado dos veces en su vida y no creía que fuera a existir una tercera. Pero tenía bonitos recuerdos de Pablo. ¿Cómo serían los del tiempo que pasara con Pedro? ¿Agridulces?
Paula terminó de darle el pecho y en ese momento le dio unas palmaditas en la espalda para que eructara.
Cuando Sofía se quedó dormida de nuevo, Paula siguió meciéndola entre sus brazos. Le encantaban aquellos ratos tan tranquilos, cuando Sofía era toda suya. Pronto echaría a andar, y luego se convertiría en una niña pequeña con ganas de explorar y conocer todo. Así dormida, era suave, amorosa y dulce.
Incluso después de caer la noche, Paula no se movió de la mecedora. Se balanceaba lentamente, pensando en todo lo que había pasado en esos últimos meses. Había cometido algunos errores. El primero había sido acceder a casarse con Pedro, pero el peor haberse enamorado de él. Pedro y ella eran muy diferentes y se habían criado en ambientes totalmente distintos. Aquellos lejanos veranos en la playa no compensaban esas diferencias. Jamás podrían tener una relación duradera.
—¿Paula? —dijo Pedro en voz baja desde la puerta.
—¿Qué?—contestó ella del mismo modo.
Entró en la habitación y miró a la madre con la niña en brazos. Se fijó en que tenía una mirada extraña, pero Paula no supo descifrarla.
—¿Está dormida?
—Sí.
—Ponla en la cuna y vente a la cama —le ordenó suavemente.
Como si fuera una sonámbula, Paula se levantó y puso a Sofía en la cuna. Encendió el transmisor, se lo colocó en el cinturón y se volvió para seguir a Pedro. Pronto, la oscuridad de su dormitorio los envolvió.
Pedro cerró la puerta y la estrechó entre sus brazos. La besó con ardor, con premura y exigencia. Paula se olvidó del futuro y del pasado; ese era su presente y aprovecharía cada momento. Le echó los brazos al cuello y respondió. Sus labios se amoldaban a los suyos, su lengua jugueteaba con la de él; Dulce pegó todo su cuerpo al de Pedro.
Amantes temporalmente o esposos temporalmente, nada de eso importaba; sólo la pasión que Pedro desataba en ella y que en ese momento la abrasaba.
Cuando sólo quedaban unos rescoldos, Paula se acurrucó contra el pecho de Pedro. La cabeza la apoyó sobre el hombro y la mano en el brazo. Se sentía maravillosamente. A lo mejor todo podría ir de maravilla si no salían del dormitorio.
Se puso colorada de pensar eso y cerró los ojos, quedándose dormida.
—Paula, quiero que me prometas que no te marcharás —dijo Pedro, despertándola—. Sé que estás furiosa con Roberto, pero escapar no hará que cambien las cosas. Y no tengo tiempo ni fuerzas para preocuparme de que vayas a marcharte. Venga, prométeme que te quedarás.
—¿No tienes miedo de que intente sacarle dinero a Roberto y que «me monte en el dólar»?
—En absoluto. Te conozco bien y sé que si te interesara tanto el dinero me habrías intentado sacar más a mí. Sé que no eres una persona materialista.
Conmovida por la confianza que tenía en ella, Paula se lo prometió.
—Pase lo que pase —añadió él.
—Pase lo que pase —entonces vaciló, levantó una ceja y lo miró—. ¿Qué va a pasar?
—No lo sé, pero prefiero asegurarme.
Sin darse cuenta le acarició el brazo y avanzó hasta el pecho, donde empezó a juguetear con el vello que allí tenía. Estaba en forma. ¿Cómo podía mantenerse así trabajando en la oficina todo el día? De repente se acordó de algo que había dicho Jonathan.
—¿Pedro?
—Sí.
—¿Estás dormido?
—Hecho polvo, pero aún no me he dormido. ¿Por qué?
—Quería preguntarte si te gustaría que fuéramos a navegar algún día.
Él se puso tenso.
—¿Por qué?
—Tú dijiste algo de eso hace un par de días en el jardín, y tu abuelo me ha dicho una cosa que ahora mismo acabo de recordar. ¿Tu padre era marinero?
—Diseñaba y construía barcos de vela.
—¿Has ido alguna vez en uno?
—Sólo una vez. Un socio de uno de mis negocios me invitó a su barco hace unos años. Fue una tarde divertida; me encantó.
—¡Me apuesto a que estuvo de muerte! Eso de cruzar las aguas, sin más ruido que el chapoteo de las olas golpeando el casco y el chasquido de las velas al viento.
—Lo fue. El sol caía a plomo y en una ocasión tuvimos que hacer unos virajes para llegar hasta donde él quería ir. El agua que levantaban las olas producía pequeños arco iris danzando al viento. Fue precioso y emocionante.
—Deberías comprarte un barco.
—¿Oh, tu crees?
—Sí. Deberías comprarte uno para llevarnos a mí y a Sofía a navegar; antes de que venga el otoño. Sería estupendo para hacer excursiones en familia y un pasatiempo muy entretenido para ti. El papel de pirata o bucanero te va que ni pintado.
Pedro se echó a reír.
—Lo digo totalmente en serio —protestó Paula, encantada en el fondo por oírle reírse con tantas ganas.
Deseó que lo hiciera más a menudo.
—¿Un pirata?
—Bueno, un bucanero quizá. Tu petulancia natural exige que seas un bucanero, no un pescador.
—¿Petulancia natural? —se dio la vuelta y se puso encima de ella, inmovilizándola sobre la cama—. Yo no soy engreído.
Le acarició el contorno de los labios con la punta de los dedos y le sonrió, deseando poder distinguir algo más que su silueta. Las estrellas sólo daban un poco de luz, pero no era suficiente.
—¿Arrogante quizá? —lo provocó—. ¿Mandón?
—¿Quién es la mandona? ¿No acabas de ordenarme que compre un barco?
—Sí, pero eso es para hacerte feliz.
Pedro se quedó callado. Paula lo vio escudriñándole el rostro a la mortecina luz de las estrellas.
—Soy feliz con la vida que llevo —dijo convencido.
—¿Te gustan tanto los negocios? Me da la impresión que lo único que haces es ir a trabajar y visitar a tu abuelo.
—Últimamente mi vida no es tan rutinaria como solía ser. Cuando Roberto muera las cosas cambiaran un poco.
—¿Quieres decir que pasarás más tiempo en la oficina?
—O más tiempo con mi familia.
Se quedó quieta. Claro, cuando Roberto muriera Pedro sería libre para formar una familia sin que el viejo se metiera por medio. ¿Pensaría en formarla con Fernanda? ¿Olvidaría el pasado y se casaría con la mujer a la que ya había pedido una vez en matrimonio?
—¿No tienes nada que decir?
—No —Paula volvió la cabeza, como sin fuerzas—. Estoy cansada, quiero dormir.
—Fernanda viene a cenar mañana —dijo Pedro al darse la vuelta.
Paula se quedó helada. Deseó no haberle hecho la promesa de que se quedaría. La única forma de no sufrir era marchándose. ¿Sería capaz de ver al hombre que amaba con su prometida? A lo mejor podría hacerse la enferma y quedarse así en la habitación. Sospechó que con aquella invitada de honor, la cena no sería lo mismo para Ana que con su odiosa hija política.
A la mañana siguiente Paula sacó a Sofía al jardín. Seguía haciendo un tiempo maravilloso y Paula quería aprovecharse de ello. Pedro le prometió que volvería junto a ellas en cuanto arreglara un par de asuntillos en el despacho.
Extendió una manta sobre el césped, colocó al bebé a la sombra y se echó junto a ella. Qué paz se respiraba allí. Había abundancia de flores: rosas de diferentes tonalidades, grandes arriates de margaritas, bonitos canteros de petunias moradas. Los altos eucaliptos resguardaban la zona del viento, mientras que las higueras proporcionaban sombra.
Al oír que alguien se acercaba, Paula se animó. Pedro le había dicho que no pasaría todo el día fuera y allí estaba para pasar un rato con ellas.
Al ver a Ana se sintió decepcionada. La mujer vaciló un momento al llegar al borde del césped, luego fue hasta el banco que había junto a ellas y se sentó.
Paula miró a su suegra preguntándose por qué habría ido a verla.
—Se está muy bien aquí —dijo Ana con frialdad mientras observaba a Paula acariciándole la mano a Sofía y las flores que había junto a la cabeza del bebé—. ¿Tú crees que la niña ve las flores?
Amor Del Corazón: Capítulo 26
Paula se volvió, horrorizada. No le importaba tomarle el pelo a Pedro, pero desde luego no estaba dispuesta a que pedro creyera que su abuelo podía sobornarla como había hecho con Fernanda, o con su padre.
—Nada —dijo prontamente—. ¿No será mejor que te cambies para cenar?
Roberto los miró con astucia.
—Hay tiempo —Pedro miró a su abuelo.
—Será mejor que sepas que le acabo de ofrecer dinero para que se vaya —gruñó el viejo.
Pedro se volvió a mirar a Paula, entrecerrando los ojos mientras evaluaba la situación.
—Y ella acaba de decirme que le haga una buena oferta.
—No es cierto.
Paula se volvió y miró al hombre con rabia. Quería saber hasta dónde iba a llegar, pero jamás había tenido la intención de aceptar su dinero. El no sabía que Pedro y ella ya habían planeado poner fin a aquel matrimonio de pega. Roberto había pensado que podría comprarla como hizo en su día con el padre de Pedro.
—Fernanda sería una esposa más conveniente para ti que esta camarera —dijo Roberto mofándose y con la mirada alerta.
—Servir mesas no tiene nada de malo. Tuve que ganarme la vida por culpa suya.
Paula se levantó y dio un paso hacia la cama. Pedro se movió con tanta rapidez que ella ni siquiera se dio cuenta; le echó el brazo alrededor del estómago y tiró de ella hacia atrás.
—Ya es suficiente, Paula —dijo con dureza—. ¿Le pediste que te hiciera una oferta?
Paula miró a Roberto, echando chispas.
—Desde luego que sí, pero sólo para ver hasta donde iba a llegar. ¿Es que no te importa que tu abuelo haya intentado estropear tu matrimonio como hizo con el de tus padres?
—¿Qué significa eso? Yo no le arruiné el matrimonio a mi hija, fue ella —dijo Roberto casi sin aliento, intentando incorporarse.
—¡Lo hizo! Si hubiera ayudado a la pareja, en vez de obligarla a elegir entre el dinero y su esposo, quizá hubieran podido ser felices. Y Pedro habría tenido un padre. Usted le privó de ese derecho. ¡Es tan ambicioso con el dinero que no le importan las vidas que pueda echar a perder!
—Paula, ya basta.
—Yo no he arruinado ninguna vida. Ana eligió un hombre estúpido como marido. Me di cuenta de qué pie cojeaba y le ofrecí dinero a cambio de marcharse. El lo aceptó. Me he arrepentido de hacerlo cada día de mi vida, porque hubiera preferido que me escupiera a la cara y me dijera lo mucho que amaba a mi hija. Pero por el contrario aceptó mi dinero y nunca más volvimos a saber de él. Pero a la larga ha sido lo mejor para Ana. Lo mejor para Pedro sería también que tú te largaras.
—¿Por qué no deja que sea Pedro el que decida eso? —dijo escupiendo las palabras y llena de ira.
No podía olvidarse de Pablo. El enfermo que tenía delante había sido el responsable de su muerte. Y de nuevo quería meterse en la vida de su nieto.
—¿Qué va a decidir, después de haberlo engañado con el bebé para que se casara?
—Entonces me iré con la niña.
—No, la niña se quedará —gritó Roberto.
—¡Ja! ¡Tú no sabes nada, viejo! Sofía no es...
—¡Paula, cállate!
Pedro la alzó en vilo y la sacó fuera de la habitación. La dejó de pie en el pasillo y ella estuvo a punto de tropezarse, pero se apoyó en la pared.
Él la agarró de ambos brazos y la zarandeó. Bajó la cabeza y acercó la cara a la de Paula.
—Maldita sea, se supone que estás aquí para demostrarle lo felices que somos para que pueda morir en paz. ¡Pero se te ha ocurrido liar tanto las cosas que quizá no podamos volver a arreglarlas!
—No puedo creer que lo estés defendiendo. Ha intentado sobornarme para que te dejara. ¡Y encima quiere quedarse con Sofía y privarla de su madre! ¿Y aun así lo defiendes?
—¡Es mi abuelo! Es el único pariente aparte de mi madre que me queda —dijo Pedro.
—Y de no ser por él, ahora podrías tener media docena de hermanos, otros abuelos y estar casado con la mujer que te gustara —se soltó de él y salió corriendo por el pasillo—. Si quiere que me vaya, eso es fácil.
—Paula, maldita sea, eso no es...
Lo interrumpió el portazo que dio Paula al cerrar la habitación de la niña.
Paula se apoyó contra la puerta y miró a Sofía sintiéndose culpable por el portazo que acababa de dar; afortunadamente, Sofía no se despertó.
La invadió un tremendo nerviosismo al recordar cada palabra que Roberto Zolezzi había pronunciado. ¡Qué anciano más despreciable! No podía creer que hubiera intentado que se marchara. ¿Le molestaría que hubiera trabajado de camarera o simplemente era un intento más de manipular la vida de su nieto?
No entendía cómo Pedro podía querer a un hombre así. No sabía cómo el viejo le había empezado a caer bien en un momento dado; era tan malo como siempre había pensado. Pero ella tenía las cartas en la mano; si se ponía odioso, agarraría a Sofía y se marcharía. Roberto Zolezzi no podría hacer nada.
Poco a poco se fue calmando. Se apartó de la puerta y fue a sentarse en la mecedora. Se meció suavemente y empezó a pensar lo que debía hacer. Se negaba a quedarse en la casa. Si Pedro quería jugar a las casitas quizá debiera pedirle a Fernanda que lo ayudara. Lo conveniente era hacer la maleta y pedirle a José que la llevara a su apartamento. Cuando Sofía se despertara haría las maletas.
Pedro abrió la puerta. Cruzó la habitación en silencio y se inclinó sobre ella, deteniendo el vaivén de la mecedora con ambos brazos.
—No te vas a ir —dijo en voz baja.
Ella alzó la cabeza. ¿Es que le había leído el pensamiento?
—¡En cuanto pueda hacer la maleta!
—No —dijo, sin levantar las manos de la mecedora—. Hicimos un trato, un par de ellos, en realidad. Yo he cumplido mi parte, tú cumplirás la tuya.
—Todos los tratos se cierran. ¿O debería entrar en el dormitorio de tu abuelo y aceptar lo que me ofrezca?
Se tranquilizó unos minutos, pero la rabia apareció de nuevo.
—El no va a ofrecerte nada y tú no te vas a marchar.
Sofía se movió un poco, pero no se despertó.
—Venga, si nos quedamos aquí la despertaremos —Pedro se levantó y le tendió la mano.
Paula la ignoró.
—Tiene que despertarse para comer, si no quiero tener que subir durante la hora de la cena.
—Que coma cuando se despierte; es mejor dejarla dormir. Si se despierta mientras estamos cenando, Mirta la entretendrá.
Paula se dio cuenta de que Pedro tenía razón. De mala gana le dio la mano y dejó que la ayudara a levantarse. Pedro la agarró con firmeza y la sacó del dormitorio.
—No puedo creer que lo hayas defendido. ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera aceptado su soborno? —le preguntó, mientras él la conducía hasta su dormitorio.
Al cerrar la puerta Pedro la soltó.
—Ambos sabemos que no ibas a aceptar su dinero. Sólo le estabas tendiendo una trampa.
Pedro se quitó la camiseta y la tiró al suelo. Al ir a quitarse los pantalones, Paula se fue y se sentó; deseaba mirarlo, pero le daba demasiada vergüenza. Recordó de pronto el tacto de su piel la noche pasada, el movimiento de los firmes músculos. No sabía por qué el perfume natural de su cuerpo le hacía olvidar todo menos que era una mujer... Y que lo amaba. Cerró los ojos, gimiendo para sus adentros al confesarse a sí misma la verdad.
Pedro la agarró de la barbilla para que alzara la cabeza.
—No volverá a ofrecerte nada, de eso ya me he asegurado —bajó la cabeza y la besó con suavidad—. No tardaré en la ducha. Espérame aquí, ¿quieres? —le pidió en tono sensual.
La cena transcurrió con tirantez. Paula comió en silencio e hizo lo posible para ignorar tanto a Pedro como a Ana. Por muchos meses que pasara allí, no lograría acostumbrarse a cenar en medio de ese ambiente. ¿Por qué tenía que soportar tanta tensión durante las comidas? Las cenas deberían ser una oportunidad para reunirse con los seres queridos y compartir los acontecimientos del día. Pero cada vez que llegaba la hora de la cena, le apetecía estar sola; en aquella casa no había ningún momento para compartir.
Ana se pasó la mayor parte de la cena hablando de lo que le había contado Fernanda. Paula la miró dos veces, ella seguía hablándole a Pedro sin parar de su ex —prometida. ¿Lo hacía adrede para que Paula se sintiera mal, o era tan insensible que no se daba cuenta de su actitud? Paula decidió que Ana era demasiado lista para ser tan insensible y que por ello estaba diciéndolo adrede.
Justo antes de que Mirta les llevara el postre, el transmisor del bebé le hizo llegar un suave gemido.
—Nada —dijo prontamente—. ¿No será mejor que te cambies para cenar?
Roberto los miró con astucia.
—Hay tiempo —Pedro miró a su abuelo.
—Será mejor que sepas que le acabo de ofrecer dinero para que se vaya —gruñó el viejo.
Pedro se volvió a mirar a Paula, entrecerrando los ojos mientras evaluaba la situación.
—Y ella acaba de decirme que le haga una buena oferta.
—No es cierto.
Paula se volvió y miró al hombre con rabia. Quería saber hasta dónde iba a llegar, pero jamás había tenido la intención de aceptar su dinero. El no sabía que Pedro y ella ya habían planeado poner fin a aquel matrimonio de pega. Roberto había pensado que podría comprarla como hizo en su día con el padre de Pedro.
—Fernanda sería una esposa más conveniente para ti que esta camarera —dijo Roberto mofándose y con la mirada alerta.
—Servir mesas no tiene nada de malo. Tuve que ganarme la vida por culpa suya.
Paula se levantó y dio un paso hacia la cama. Pedro se movió con tanta rapidez que ella ni siquiera se dio cuenta; le echó el brazo alrededor del estómago y tiró de ella hacia atrás.
—Ya es suficiente, Paula —dijo con dureza—. ¿Le pediste que te hiciera una oferta?
Paula miró a Roberto, echando chispas.
—Desde luego que sí, pero sólo para ver hasta donde iba a llegar. ¿Es que no te importa que tu abuelo haya intentado estropear tu matrimonio como hizo con el de tus padres?
—¿Qué significa eso? Yo no le arruiné el matrimonio a mi hija, fue ella —dijo Roberto casi sin aliento, intentando incorporarse.
—¡Lo hizo! Si hubiera ayudado a la pareja, en vez de obligarla a elegir entre el dinero y su esposo, quizá hubieran podido ser felices. Y Pedro habría tenido un padre. Usted le privó de ese derecho. ¡Es tan ambicioso con el dinero que no le importan las vidas que pueda echar a perder!
—Paula, ya basta.
—Yo no he arruinado ninguna vida. Ana eligió un hombre estúpido como marido. Me di cuenta de qué pie cojeaba y le ofrecí dinero a cambio de marcharse. El lo aceptó. Me he arrepentido de hacerlo cada día de mi vida, porque hubiera preferido que me escupiera a la cara y me dijera lo mucho que amaba a mi hija. Pero por el contrario aceptó mi dinero y nunca más volvimos a saber de él. Pero a la larga ha sido lo mejor para Ana. Lo mejor para Pedro sería también que tú te largaras.
—¿Por qué no deja que sea Pedro el que decida eso? —dijo escupiendo las palabras y llena de ira.
No podía olvidarse de Pablo. El enfermo que tenía delante había sido el responsable de su muerte. Y de nuevo quería meterse en la vida de su nieto.
—¿Qué va a decidir, después de haberlo engañado con el bebé para que se casara?
—Entonces me iré con la niña.
—No, la niña se quedará —gritó Roberto.
—¡Ja! ¡Tú no sabes nada, viejo! Sofía no es...
—¡Paula, cállate!
Pedro la alzó en vilo y la sacó fuera de la habitación. La dejó de pie en el pasillo y ella estuvo a punto de tropezarse, pero se apoyó en la pared.
Él la agarró de ambos brazos y la zarandeó. Bajó la cabeza y acercó la cara a la de Paula.
—Maldita sea, se supone que estás aquí para demostrarle lo felices que somos para que pueda morir en paz. ¡Pero se te ha ocurrido liar tanto las cosas que quizá no podamos volver a arreglarlas!
—No puedo creer que lo estés defendiendo. Ha intentado sobornarme para que te dejara. ¡Y encima quiere quedarse con Sofía y privarla de su madre! ¿Y aun así lo defiendes?
—¡Es mi abuelo! Es el único pariente aparte de mi madre que me queda —dijo Pedro.
—Y de no ser por él, ahora podrías tener media docena de hermanos, otros abuelos y estar casado con la mujer que te gustara —se soltó de él y salió corriendo por el pasillo—. Si quiere que me vaya, eso es fácil.
—Paula, maldita sea, eso no es...
Lo interrumpió el portazo que dio Paula al cerrar la habitación de la niña.
Paula se apoyó contra la puerta y miró a Sofía sintiéndose culpable por el portazo que acababa de dar; afortunadamente, Sofía no se despertó.
La invadió un tremendo nerviosismo al recordar cada palabra que Roberto Zolezzi había pronunciado. ¡Qué anciano más despreciable! No podía creer que hubiera intentado que se marchara. ¿Le molestaría que hubiera trabajado de camarera o simplemente era un intento más de manipular la vida de su nieto?
No entendía cómo Pedro podía querer a un hombre así. No sabía cómo el viejo le había empezado a caer bien en un momento dado; era tan malo como siempre había pensado. Pero ella tenía las cartas en la mano; si se ponía odioso, agarraría a Sofía y se marcharía. Roberto Zolezzi no podría hacer nada.
Poco a poco se fue calmando. Se apartó de la puerta y fue a sentarse en la mecedora. Se meció suavemente y empezó a pensar lo que debía hacer. Se negaba a quedarse en la casa. Si Pedro quería jugar a las casitas quizá debiera pedirle a Fernanda que lo ayudara. Lo conveniente era hacer la maleta y pedirle a José que la llevara a su apartamento. Cuando Sofía se despertara haría las maletas.
Pedro abrió la puerta. Cruzó la habitación en silencio y se inclinó sobre ella, deteniendo el vaivén de la mecedora con ambos brazos.
—No te vas a ir —dijo en voz baja.
Ella alzó la cabeza. ¿Es que le había leído el pensamiento?
—¡En cuanto pueda hacer la maleta!
—No —dijo, sin levantar las manos de la mecedora—. Hicimos un trato, un par de ellos, en realidad. Yo he cumplido mi parte, tú cumplirás la tuya.
—Todos los tratos se cierran. ¿O debería entrar en el dormitorio de tu abuelo y aceptar lo que me ofrezca?
Se tranquilizó unos minutos, pero la rabia apareció de nuevo.
—El no va a ofrecerte nada y tú no te vas a marchar.
Sofía se movió un poco, pero no se despertó.
—Venga, si nos quedamos aquí la despertaremos —Pedro se levantó y le tendió la mano.
Paula la ignoró.
—Tiene que despertarse para comer, si no quiero tener que subir durante la hora de la cena.
—Que coma cuando se despierte; es mejor dejarla dormir. Si se despierta mientras estamos cenando, Mirta la entretendrá.
Paula se dio cuenta de que Pedro tenía razón. De mala gana le dio la mano y dejó que la ayudara a levantarse. Pedro la agarró con firmeza y la sacó del dormitorio.
—No puedo creer que lo hayas defendido. ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera aceptado su soborno? —le preguntó, mientras él la conducía hasta su dormitorio.
Al cerrar la puerta Pedro la soltó.
—Ambos sabemos que no ibas a aceptar su dinero. Sólo le estabas tendiendo una trampa.
Pedro se quitó la camiseta y la tiró al suelo. Al ir a quitarse los pantalones, Paula se fue y se sentó; deseaba mirarlo, pero le daba demasiada vergüenza. Recordó de pronto el tacto de su piel la noche pasada, el movimiento de los firmes músculos. No sabía por qué el perfume natural de su cuerpo le hacía olvidar todo menos que era una mujer... Y que lo amaba. Cerró los ojos, gimiendo para sus adentros al confesarse a sí misma la verdad.
Pedro la agarró de la barbilla para que alzara la cabeza.
—No volverá a ofrecerte nada, de eso ya me he asegurado —bajó la cabeza y la besó con suavidad—. No tardaré en la ducha. Espérame aquí, ¿quieres? —le pidió en tono sensual.
La cena transcurrió con tirantez. Paula comió en silencio e hizo lo posible para ignorar tanto a Pedro como a Ana. Por muchos meses que pasara allí, no lograría acostumbrarse a cenar en medio de ese ambiente. ¿Por qué tenía que soportar tanta tensión durante las comidas? Las cenas deberían ser una oportunidad para reunirse con los seres queridos y compartir los acontecimientos del día. Pero cada vez que llegaba la hora de la cena, le apetecía estar sola; en aquella casa no había ningún momento para compartir.
Ana se pasó la mayor parte de la cena hablando de lo que le había contado Fernanda. Paula la miró dos veces, ella seguía hablándole a Pedro sin parar de su ex —prometida. ¿Lo hacía adrede para que Paula se sintiera mal, o era tan insensible que no se daba cuenta de su actitud? Paula decidió que Ana era demasiado lista para ser tan insensible y que por ello estaba diciéndolo adrede.
Justo antes de que Mirta les llevara el postre, el transmisor del bebé le hizo llegar un suave gemido.
Amor Del Corazón: Capítulo 25
—Hoy me lo he pasado fenomenal —añadió, entrelazando los dedos con los de Paula y agarrando el volante sin soltarle la mano.
—Yo también.
Paula se sintió feliz. Se lo había pasado maravillosamente. Y el quedarse junto a Sofía también había tenido sus ventajas. Cuando Pedro se fue a nadar, Paula aprovechó para admirar su cuerpo sin que él se diera cuenta. Paula se deleitó observándolo, desde los hombros anchos hasta las largas y musculosas piernas. Los recuerdos de aquellos veranos le volvieron a la mente. Recordaba al muchacho larguirucho del que había estado tan enamorada, también cómo solía seguirlo a él y a sus amigos, el coqueteo y las provocaciones. Incluso en aquel entonces había pensado que era especial, pero no podía compararlo con los sentimientos que estaba experimentando en esos momentos.
Dulce se durmió por el camino. Al llegar a la casa Pedro la despertó y fue a sacar a Sofía, que también iba dormida.
—Tú lleva su bolsa y yo llevaré a la niña.
Paula se echó la bolsa al hombro y empezó a subir las escaleras a la entrada de la casa. Tenía el pelo seco y le picaba la piel de la sal. Tenía calor y estaba cansada y lo que más le apetecía era ducharse y cambiarse de ropa.
Pedro abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar a Paula pasar primero. Al hacerlo se quedó de piedra. Ana y Fernanda salían del salón, ambas elegantemente vestidas. Por el contrario, Paula se sentía sudorosa y desarreglada. Deseaba poder dar media vuelta y echar a correr, pero Pedro estaba justo detrás con Sofía, profundamente dormida apoyada en su hombro.
Ana puso cara de asco, pero al ver a Pedro disimuló.
—Ya estás aquí Pedro. Fernanda estaba a punto de marcharse; me alegro que hayas venido antes de que se fuera.
—Hola, Fernanda —dijo con frialdad.
—¿Un bebé? Vaya, cariño, no es que pegue mucho con la imagen que tengo de ti.
—Dame a Sofía, la llevaré arriba.
Sin decir más Paula se volvió y empezó a subir las escaleras.
—Quédate un poco más, Fernanda—le instó Ana—. ¿Pedro, te apetece tomar algo con nosotras?
Paula se detuvo al llegar arriba y se volvió lo suficiente para ver a Pedro asintiendo con la cabeza.
—¿Claro, por qué no? —dijo.
—¿Claro, por qué no? —Paula lo remedó en voz baja mientras llevaba a su hija a la cuna—. Me apetece mucho más estar contigo Fernanda, tan guapa y tan limpia, que con mi esposa, despeinada y hecha un cangrejo.
Paula entró en la habitación de Sofía con rabia, apretando los dientes. ¡Maldición! Habían pasado una tarde tan estupenda... ¿Por qué no se había marchado Fernanda antes de que volvieran?
Pedro podría haber dicho que no, le decía una voz en su interior.
Acostó al bebé, fue a buscar una toalla limpia, la humedeció y le limpió la cara a la niña con cuidado. Con lo cansada que estaba a lo mejor no se despertaba hasta después de unas horas.
Paula guardó la ropa del bebé y fue hacia el cuarto de baño, con el transmisor en la mano. Se ducharía y vestiría para cenar e intentaría ignorar el hecho de que Pedro había preferido quedarse con Fernanda que subir con ella a la habitación.
Duchada y vestida, Paula se paseaba por la habitación. Pedro aún no había subido. ¿Cuánto se tardaba en tomar una copa? Aunque no le importaba en realidad lo que hiciera; no tenía ningún poder sobre él. Suspiró y se dio cuenta de que ese era el problema. Se estaba enamorando de un hombre que no sentía lo mismo hacia ella. Una aventura era lo máximo que le había propuesto, nada de compartir sus vidas ni de formar una familia. Y no podía quejarse de nada; se había metido en ese tinglado con los ojos bien abiertos.
Alguien llamó suavemente a la puerta.
—¿Sí? —Paula la abrió y vio a Mirta.
—El señor Zolezzi dice que le gustaría que fuera a hacerle compañía un rato —dijo Mirta.
Y encima eso. No le apetecía pasar más tiempo del estrictamente necesario con el abuelo de Pedro. Sentía un cierto resentimiento hacia aquel hombre y hacia todo lo que representaba. Pero como estaba enfermo, se compadeció de él.
—¿Cuanto falta para cenar? —preguntó Paula, cambiando de tema.
—Más o menos una hora. La madre de Pedro nos ha pedido que retrasemos un poco la cena. Esa tal señorita Alvarez sigue aquí; si no se va pronto tendrán que invitarla a cenar o bien aplazar la cena para más tarde —dijo Mirta con severidad.
Paula asintió. A lo mejor ese era el plan de Fernanda.
—Espera que vaya a por el transmisor del bebé y voy para allá.
—Aquí estás. Pasa, pasa —dijo Roberto desde la cama al ver a Paula pararse a la puerta.
La enfermera Spencer le sonrió y le hizo señas para que entrara.
—Voy a darme una vuelta por el jardín. Si me necesitan que venga a buscarme Mirta —dijo con amabilidad.
—Siéntate, chica. No puedo estirar tanto el cuello. Siéntate —le ordenó Roberto.
Paula acercó una silla a la cama y se sentó. Observó al anciano con recelo, dándose cuenta de lo frágil que parecía.
—Has estado al sol hoy, se te nota a la legua —dijo.
Por un momento le recordó a Juan el cocinero del café, y el resentimiento pareció ceder un poco más. Con el tiempo, a lo mejor terminaba hasta encariñándose con él.
Asintió con la cabeza y contestó:
—Fuimos a Playa Manley.
Arrugó la nariz con timidez. Tenía la piel tirante y roja; debería de haberse puesto más protector solar. Bueno, al menos a Sofía sí que le había puesto bastante.
—¿Fueron a navegar? —le preguntó.
—No. Sólo estuvimos jugando en la orilla.
—Ah.
—¿Le gustaba a usted navegar? —le preguntó alegremente.
Quizá hubiera sido un aficionado a los barcos de joven. Ella nunca lo había hecho, pero se lo imaginaba muy divertido.
—No, a mí no me iban esas cosas —gruñó.
—Vaya.
La miró de nuevo con aquellos ojos tan llenos de vitalidad que contrastaban con la debilidad de su cuerpo.
—¿Pedro te ha contado algo de su padre?
—Un poco —admitió.
—El chico quería navegar cuando era joven. ¡Pero yo puse fin a esa tontería!
Paula echó la cabeza hacia atrás y lo miró con interés.
—¿Por qué?
—Por su padre. ¿Por qué crees?
—No lo sé. Todo lo que me ha contado Pedro es que su padre se marchó antes de nacer él.
—Yo le soborné, eso fue lo que hice. Se casó con Ana por dinero, pero yo le demostré que no iba a ver un céntimo si no aceptaba mi oferta. Lo agarró y se marchó.
—Qué pena —murmuró Paula.
—¿En? ¿Qué has dicho?
—He dicho qué pena —repitió vocalizando—. Pedro ha echado de menos tener un padre.
El anciano desvió la mirada.
—¿Pedro te ha dicho eso?
—No ha hecho falta, se le nota. No tuvo padre, una madre que no lo deseaba y un abuelo que pensaba que podía darle órdenes como si fuera un lacayo. A mí me parece que eso es tener una infancia bastante dura.
—Bueno, pues nadie te ha preguntado, señorita, con lo que guárdate tus opiniones. A lo mejor debería ofrecerte algo para que te marcharas y veríamos lo que tardabas en aceptarlo —volvió a mirarla intimidándola.
Paula sonrió tristemente y se acomodó en la silla. A ver hasta dónde iba a llegar. Después le diría que ni todo el dinero de la nación sería suficiente. ¡Quizá pensara que el dinero lo compraba todo, pero pronto averiguaría que a ella no se la compraba con dinero!
—Haga su oferta. Ya lo avisaré cuando, se vaya acercando.
—¿Acercando a qué? —dijo Pedro desde la puerta.
—Yo también.
Paula se sintió feliz. Se lo había pasado maravillosamente. Y el quedarse junto a Sofía también había tenido sus ventajas. Cuando Pedro se fue a nadar, Paula aprovechó para admirar su cuerpo sin que él se diera cuenta. Paula se deleitó observándolo, desde los hombros anchos hasta las largas y musculosas piernas. Los recuerdos de aquellos veranos le volvieron a la mente. Recordaba al muchacho larguirucho del que había estado tan enamorada, también cómo solía seguirlo a él y a sus amigos, el coqueteo y las provocaciones. Incluso en aquel entonces había pensado que era especial, pero no podía compararlo con los sentimientos que estaba experimentando en esos momentos.
Dulce se durmió por el camino. Al llegar a la casa Pedro la despertó y fue a sacar a Sofía, que también iba dormida.
—Tú lleva su bolsa y yo llevaré a la niña.
Paula se echó la bolsa al hombro y empezó a subir las escaleras a la entrada de la casa. Tenía el pelo seco y le picaba la piel de la sal. Tenía calor y estaba cansada y lo que más le apetecía era ducharse y cambiarse de ropa.
Pedro abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar a Paula pasar primero. Al hacerlo se quedó de piedra. Ana y Fernanda salían del salón, ambas elegantemente vestidas. Por el contrario, Paula se sentía sudorosa y desarreglada. Deseaba poder dar media vuelta y echar a correr, pero Pedro estaba justo detrás con Sofía, profundamente dormida apoyada en su hombro.
Ana puso cara de asco, pero al ver a Pedro disimuló.
—Ya estás aquí Pedro. Fernanda estaba a punto de marcharse; me alegro que hayas venido antes de que se fuera.
—Hola, Fernanda —dijo con frialdad.
—¿Un bebé? Vaya, cariño, no es que pegue mucho con la imagen que tengo de ti.
—Dame a Sofía, la llevaré arriba.
Sin decir más Paula se volvió y empezó a subir las escaleras.
—Quédate un poco más, Fernanda—le instó Ana—. ¿Pedro, te apetece tomar algo con nosotras?
Paula se detuvo al llegar arriba y se volvió lo suficiente para ver a Pedro asintiendo con la cabeza.
—¿Claro, por qué no? —dijo.
—¿Claro, por qué no? —Paula lo remedó en voz baja mientras llevaba a su hija a la cuna—. Me apetece mucho más estar contigo Fernanda, tan guapa y tan limpia, que con mi esposa, despeinada y hecha un cangrejo.
Paula entró en la habitación de Sofía con rabia, apretando los dientes. ¡Maldición! Habían pasado una tarde tan estupenda... ¿Por qué no se había marchado Fernanda antes de que volvieran?
Pedro podría haber dicho que no, le decía una voz en su interior.
Acostó al bebé, fue a buscar una toalla limpia, la humedeció y le limpió la cara a la niña con cuidado. Con lo cansada que estaba a lo mejor no se despertaba hasta después de unas horas.
Paula guardó la ropa del bebé y fue hacia el cuarto de baño, con el transmisor en la mano. Se ducharía y vestiría para cenar e intentaría ignorar el hecho de que Pedro había preferido quedarse con Fernanda que subir con ella a la habitación.
Duchada y vestida, Paula se paseaba por la habitación. Pedro aún no había subido. ¿Cuánto se tardaba en tomar una copa? Aunque no le importaba en realidad lo que hiciera; no tenía ningún poder sobre él. Suspiró y se dio cuenta de que ese era el problema. Se estaba enamorando de un hombre que no sentía lo mismo hacia ella. Una aventura era lo máximo que le había propuesto, nada de compartir sus vidas ni de formar una familia. Y no podía quejarse de nada; se había metido en ese tinglado con los ojos bien abiertos.
Alguien llamó suavemente a la puerta.
—¿Sí? —Paula la abrió y vio a Mirta.
—El señor Zolezzi dice que le gustaría que fuera a hacerle compañía un rato —dijo Mirta.
Y encima eso. No le apetecía pasar más tiempo del estrictamente necesario con el abuelo de Pedro. Sentía un cierto resentimiento hacia aquel hombre y hacia todo lo que representaba. Pero como estaba enfermo, se compadeció de él.
—¿Cuanto falta para cenar? —preguntó Paula, cambiando de tema.
—Más o menos una hora. La madre de Pedro nos ha pedido que retrasemos un poco la cena. Esa tal señorita Alvarez sigue aquí; si no se va pronto tendrán que invitarla a cenar o bien aplazar la cena para más tarde —dijo Mirta con severidad.
Paula asintió. A lo mejor ese era el plan de Fernanda.
—Espera que vaya a por el transmisor del bebé y voy para allá.
—Aquí estás. Pasa, pasa —dijo Roberto desde la cama al ver a Paula pararse a la puerta.
La enfermera Spencer le sonrió y le hizo señas para que entrara.
—Voy a darme una vuelta por el jardín. Si me necesitan que venga a buscarme Mirta —dijo con amabilidad.
—Siéntate, chica. No puedo estirar tanto el cuello. Siéntate —le ordenó Roberto.
Paula acercó una silla a la cama y se sentó. Observó al anciano con recelo, dándose cuenta de lo frágil que parecía.
—Has estado al sol hoy, se te nota a la legua —dijo.
Por un momento le recordó a Juan el cocinero del café, y el resentimiento pareció ceder un poco más. Con el tiempo, a lo mejor terminaba hasta encariñándose con él.
Asintió con la cabeza y contestó:
—Fuimos a Playa Manley.
Arrugó la nariz con timidez. Tenía la piel tirante y roja; debería de haberse puesto más protector solar. Bueno, al menos a Sofía sí que le había puesto bastante.
—¿Fueron a navegar? —le preguntó.
—No. Sólo estuvimos jugando en la orilla.
—Ah.
—¿Le gustaba a usted navegar? —le preguntó alegremente.
Quizá hubiera sido un aficionado a los barcos de joven. Ella nunca lo había hecho, pero se lo imaginaba muy divertido.
—No, a mí no me iban esas cosas —gruñó.
—Vaya.
La miró de nuevo con aquellos ojos tan llenos de vitalidad que contrastaban con la debilidad de su cuerpo.
—¿Pedro te ha contado algo de su padre?
—Un poco —admitió.
—El chico quería navegar cuando era joven. ¡Pero yo puse fin a esa tontería!
Paula echó la cabeza hacia atrás y lo miró con interés.
—¿Por qué?
—Por su padre. ¿Por qué crees?
—No lo sé. Todo lo que me ha contado Pedro es que su padre se marchó antes de nacer él.
—Yo le soborné, eso fue lo que hice. Se casó con Ana por dinero, pero yo le demostré que no iba a ver un céntimo si no aceptaba mi oferta. Lo agarró y se marchó.
—Qué pena —murmuró Paula.
—¿En? ¿Qué has dicho?
—He dicho qué pena —repitió vocalizando—. Pedro ha echado de menos tener un padre.
El anciano desvió la mirada.
—¿Pedro te ha dicho eso?
—No ha hecho falta, se le nota. No tuvo padre, una madre que no lo deseaba y un abuelo que pensaba que podía darle órdenes como si fuera un lacayo. A mí me parece que eso es tener una infancia bastante dura.
—Bueno, pues nadie te ha preguntado, señorita, con lo que guárdate tus opiniones. A lo mejor debería ofrecerte algo para que te marcharas y veríamos lo que tardabas en aceptarlo —volvió a mirarla intimidándola.
Paula sonrió tristemente y se acomodó en la silla. A ver hasta dónde iba a llegar. Después le diría que ni todo el dinero de la nación sería suficiente. ¡Quizá pensara que el dinero lo compraba todo, pero pronto averiguaría que a ella no se la compraba con dinero!
—Haga su oferta. Ya lo avisaré cuando, se vaya acercando.
—¿Acercando a qué? —dijo Pedro desde la puerta.
jueves, 25 de junio de 2015
Amor Del Corazón: Capítulo 24
—Calla. Casi hemos llegado a casa, Paula.
—Pero...
Pedro le agarró de la mano con fuerza y se acurrucó contra ella en la acogedora limusina.
—Calla. Sé que te lo estás pensando. Olvídalo, yo me ocuparé de ti.
Deseó que hubiera dicho alguna palabra romántica, pero no fue así. Paula se volvió sintiéndose algo abatida y miró por la ventana, aunque no veía nada aparte de su agitación mental. Se estaba enamorando de Pedro Alfonso. ¿Habría algo más estúpido?
Se volvió hacia Pedro. La luz de los automóviles que pasaban le iluminaba el rostro de tanto en tanto, permitiéndole contemplar sus queridas facciones: el mentón fuerte, los pómulos altos, el gesto al sonreír. Lo cual no hacía muy a menudo. Era un hombre duro, pero ella no lo temía.
Se sentía más viva que nunca mientras subía las escaleras y entraba derecha en la habitación con Pedro pisándole los talones.
Cerró la puerta y se apoyo contra ella, cruzándose de brazos.
—¿Estás bien?
—Un poco asustada —dijo sin mentir, volviéndose para mirarlo de frente; tiró el bolso en una silla que había allí cerca y se acercó un poco—. Nunca he tenido una aventura.
Él esbozó lentamente una sonrisa, con la mirada cargada de deseo. Extendió los brazos y tiró de ella hasta que Dulce apoyó la cabeza sobre su hombro. En ese momento sintió como una descarga eléctrica y un extraño cosquilleo en la piel. Apenas podía respirar y desde luego no era capaz de pensar en nada que no fuera Pedro.
Cuando él le acarició los cabellos, Paula se estremeció.
—¿Tienes frío? —le preguntó.
Pero Paula estaba ardiendo.
—Que empiece la fiesta —le susurró Pedro, echándole la cabeza hacia atrás para besarla.
Cuando Paula se despertó a la mañana siguiente el sol entraba ya por la ventana. Se estiró, sintiéndose feliz y querida. Lentamente los recuerdos de la noche anterior se definieron en su mente y Paula sonrió, volviendo la cabeza despacio. Pedro estaba a su lado boca abajo, con la cara mirando hacia ella, todavía dormido.
Se tomó unos instantes para estudiar al hombre que con tanto apasionamiento la había amado la noche anterior y entonces sintió que el pulso se le aceleraba.
Parecía más joven así dormido, sus facciones menos duras, pero, aún así, muy masculino. Y era suyo, al menos durante un tiempo.
Tragó saliva al recordar la delicadeza y ternura con las que la había tratado la noche pasada, provocando en ella una respuesta que jamás pensó que pudiera dar. ¡Había sido glorioso! Y no parecía haberle importado su inexperiencia. Le enseñó cosas que no sabía y juntos alcanzaron cimas que ella jamás habría soñado.
Licenciosamente, se preguntó cuándo volvería a hacerle lo mismo.
De repente Paula pensó en lo tarde que debería de ser. ¿Se habría olvidado de conectar el transmisor del bebé? Se volvió y vio que estaba encendido, pero le extrañó que Sofía durmiera hasta tan tarde.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Pedro con aquella voz tan profunda.
Lo miró y se puso colorada; ojalá él pensara que estaba así de dormir.
—No he oído a Sofía llorar. Ya es muy tarde, debería de estar despierta a estas horas.
—Si se despertara, podría ir Mirta.
—Sí, pero no creo que pueda darle de comer.
—Quizás algo de zumo. ¿No dijiste que habías empezado a darle zumo de manzana?
Paula asintió con la cabeza lentamente, cautivada por el hombre que tenía al lado.
Pedro le sonrió y ella se dispuso a acariciarlo, incapaz de resistirlo. Él le agarró la mano y le besó la palma; sin soltarla le llevó la mano hasta su pecho y la mantuvo ahí junto a él.
—Buenos días.
—Buenos días —dijo ella sin aliento, buscando su mirada.
¿Habría sido la noche pasada tan especial para Pedro como para ella? Esa había sido su verdadera noche de bodas.
Pedro la atrajo hacia sí, salvando la distancia que los separaba. La noche anterior se habían desnudado y luego no se habían puesto pijamas. Paula sintió el cuerpo desnudo de Pedro pegado al suyo y la llama de la pasión se inflamó.
—Es un buen día que está a punto de mejorar —dijo Pedro mientras empezaba a besarla.
—No puedo salir —dijo Paula un rato después.
Se había dado una ducha, vestido y en ese momento se paseaba por la habitación mientras Pedro se ponía unos vaqueros y una camiseta oscura. Se sentó en el borde de la cama y de repente dio un salto y se fue a sentar a una silla, mirando a la cama con rabia.
—¿Por qué no? —le preguntó Pedro con alegría.
Paula notó que había cambiado de humor, que estaba contento, feliz. Bueno, quizá no tanto, pero verlo así era un cambio.
—En cuanto nos vean los demás sabrán lo que hemos estado haciendo.
—Odio tener que decirte esto, cariño, pero no tendrán ni que mirarnos. Es casi mediodía; ya saben perfectamente lo que hemos estado haciendo. Venga; tengo hambre. Comeremos algo y nos iremos a la playa.
—No podemos irnos ahora. Tengo que darle de comer a Sofía y luego querrá echarse la siesta —protestó.
A lo mejor si se peleaban podría quedarse el resto del día en su habitación. ¿Y el resto de su vida?
—Puede dormir en la playa.
—Es importante que los niños se acostumbren a una rutina —dijo, utilizándolo como excusa—. Iremos otro día.
—Es importante que salgamos de aquí antes de que llegue Fernanda. Muévete, Paula.
El hombre alegre de segundos atrás había desaparecido.
Paula suspiró débilmente y se levantó. Quizá la idea de pelearse no era tan buena. Le había puesto de mal humor y deseó poder retirar lo que había dicho.
Se encontraron a Sofía en la cocina con Marcela hablándole mientras preparaba una ensalada para la comida.
—Debe de estar muerta de hambre —dijo Paula, corriendo hacia Sofía—. Hola, bebita linda.
La abrazó, aspirando el limpio y suave aroma de la piel del bebé.
—Es una niña muy buena. Le dimos un poco de zumo y volvió a dormirse. Hasta hace unos minutos se ha portado como un angelito, pero de repente se ha empezado a poner pesada —Mirta se levantó de la silla donde estaba sentada; Marcela se volvió y sonrió a Sofía—. Es una muñeca, pero creo que ya quiere irse con su mamá.
—Tu madre ha subido a comer con tu abuelo; supongo que estarán a punto de terminar. ¿Quieres unirte a ellos? —le preguntó Mirta a Pedro.
—No. Comeremos aquí en cuanto Paula termine de darle el pecho a Sofía. Después nos vamos a la playa.
Paula se llevó a Sofía a la tranquilidad del dormitorio de la pequeña.
Poco tiempo después volvió y encontró a Pedro sentado a la mesa de la cocina con un plato delante de él. Paula colocó al bebé en el canastillo y se sentó junto a Pedro, donde le habían puesto un plato y cubiertos.
Paula comió en silencio, concentrada en la ensalada y panecillos que Marcela había colocado delante de los platos. Se sentía demasiado cortada como para levantar la vista, pero enseguida se relajó al oír a Marcela trajinando en la cocina.
—Termina de comer, la playa nos espera —anunció Pedro, pasado un rato.
—Hace un día estupendo para ir a la playa —murmuró Marcela, que de vez en cuando se volvía y sonreía a Sofía, encantada de tenerla allí.
—Espero que no nos llevemos la limusina —dijo Paula, al tiempo que retiraba su plato.
—No, nos llevaremos mi coche. Es más apropiado para una excursión en familia, ¿no crees?
¿Una excursión en familia? Paula asintió al tiempo que el viejo sueño tomaba forma en su imaginación. Siempre había deseado formar una familia con Pablo, pero él se había marchado para siempre y Paula estaba casada con un hombre que la confundía constantemente.
—Prepara a Sofía, yo iré a pedirle a José que me traiga el coche a la puerta —le dijo Pedro cuando terminó de comer.
Paula sacó a Sofía de su cesto y se la llevó escaleras arriba, agradeciendo poder pasar un rato a solas. Le pondría un traje de playa de bebé y se llevaría una manta fina para que el sol no le quemara la piel.
Cuatro horas después Paula se recostaba en el asiento del BMW de Pedro con los ojos cerrados. Estaba exhausta. El sol y el aire del mar eran suficiente para cansar a cualquiera, pero si además le añadía lo poco que había dormido la noche anterior la combinación era letal. Esa tarde había tenido que estar en guardia con Pedro. Se había pasado todo el tiempo desafiándola y provocándola. Tenía calor, estaba cansada y un poco quemada por el sol, pero jamás se había divertido tanto en su vida.
—¿Cansada? —le preguntó Pedro mientras se sentaba al volante y ponía el coche en marcha.
—¿Tú no lo estás? —le respondió con una pregunta, sin abrir los ojos.
—Creo que Sofía te ha dejado agotada —murmuró mientras sacaba el coche del estacionamiento, en dirección a Sidney.
—No la culpo. Había tanto que ver que no ha dormido tanto como yo pensaba.
—La próxima vez traeremos a alguien para que cuide de ella—dijo Pedro.
Paula deseaba abrir los ojos, pero estaba demasiado cansada.
—Si hay una próxima vez —murmuró, medio adormilada.
—La habrá. Pero cuando volvamos a hacerlo me gustaría que mi mujer me hiciera un poco más de caso.
Paula abrió los ojos. ¿Tendría Pedro celos del bebé?
—¿Te has sentido ignorado?
—No, pero si hubiera querido ir a nadar solo no te habría traído conmigo.
—He tenido que quedarme con la niña.
—Lo sé y no me quejo. Sabes que esto es algo nuevo para mí y no lo he pensado detenidamente. Uno de nosotros tenía que quedarse con ella, por eso no hemos podido salir a nadar juntos.
Pedro sonrió y le agarró de la mano.
—Pero...
Pedro le agarró de la mano con fuerza y se acurrucó contra ella en la acogedora limusina.
—Calla. Sé que te lo estás pensando. Olvídalo, yo me ocuparé de ti.
Deseó que hubiera dicho alguna palabra romántica, pero no fue así. Paula se volvió sintiéndose algo abatida y miró por la ventana, aunque no veía nada aparte de su agitación mental. Se estaba enamorando de Pedro Alfonso. ¿Habría algo más estúpido?
Se volvió hacia Pedro. La luz de los automóviles que pasaban le iluminaba el rostro de tanto en tanto, permitiéndole contemplar sus queridas facciones: el mentón fuerte, los pómulos altos, el gesto al sonreír. Lo cual no hacía muy a menudo. Era un hombre duro, pero ella no lo temía.
Se sentía más viva que nunca mientras subía las escaleras y entraba derecha en la habitación con Pedro pisándole los talones.
Cerró la puerta y se apoyo contra ella, cruzándose de brazos.
—¿Estás bien?
—Un poco asustada —dijo sin mentir, volviéndose para mirarlo de frente; tiró el bolso en una silla que había allí cerca y se acercó un poco—. Nunca he tenido una aventura.
Él esbozó lentamente una sonrisa, con la mirada cargada de deseo. Extendió los brazos y tiró de ella hasta que Dulce apoyó la cabeza sobre su hombro. En ese momento sintió como una descarga eléctrica y un extraño cosquilleo en la piel. Apenas podía respirar y desde luego no era capaz de pensar en nada que no fuera Pedro.
Cuando él le acarició los cabellos, Paula se estremeció.
—¿Tienes frío? —le preguntó.
Pero Paula estaba ardiendo.
—Que empiece la fiesta —le susurró Pedro, echándole la cabeza hacia atrás para besarla.
Cuando Paula se despertó a la mañana siguiente el sol entraba ya por la ventana. Se estiró, sintiéndose feliz y querida. Lentamente los recuerdos de la noche anterior se definieron en su mente y Paula sonrió, volviendo la cabeza despacio. Pedro estaba a su lado boca abajo, con la cara mirando hacia ella, todavía dormido.
Se tomó unos instantes para estudiar al hombre que con tanto apasionamiento la había amado la noche anterior y entonces sintió que el pulso se le aceleraba.
Parecía más joven así dormido, sus facciones menos duras, pero, aún así, muy masculino. Y era suyo, al menos durante un tiempo.
Tragó saliva al recordar la delicadeza y ternura con las que la había tratado la noche pasada, provocando en ella una respuesta que jamás pensó que pudiera dar. ¡Había sido glorioso! Y no parecía haberle importado su inexperiencia. Le enseñó cosas que no sabía y juntos alcanzaron cimas que ella jamás habría soñado.
Licenciosamente, se preguntó cuándo volvería a hacerle lo mismo.
De repente Paula pensó en lo tarde que debería de ser. ¿Se habría olvidado de conectar el transmisor del bebé? Se volvió y vio que estaba encendido, pero le extrañó que Sofía durmiera hasta tan tarde.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Pedro con aquella voz tan profunda.
Lo miró y se puso colorada; ojalá él pensara que estaba así de dormir.
—No he oído a Sofía llorar. Ya es muy tarde, debería de estar despierta a estas horas.
—Si se despertara, podría ir Mirta.
—Sí, pero no creo que pueda darle de comer.
—Quizás algo de zumo. ¿No dijiste que habías empezado a darle zumo de manzana?
Paula asintió con la cabeza lentamente, cautivada por el hombre que tenía al lado.
Pedro le sonrió y ella se dispuso a acariciarlo, incapaz de resistirlo. Él le agarró la mano y le besó la palma; sin soltarla le llevó la mano hasta su pecho y la mantuvo ahí junto a él.
—Buenos días.
—Buenos días —dijo ella sin aliento, buscando su mirada.
¿Habría sido la noche pasada tan especial para Pedro como para ella? Esa había sido su verdadera noche de bodas.
Pedro la atrajo hacia sí, salvando la distancia que los separaba. La noche anterior se habían desnudado y luego no se habían puesto pijamas. Paula sintió el cuerpo desnudo de Pedro pegado al suyo y la llama de la pasión se inflamó.
—Es un buen día que está a punto de mejorar —dijo Pedro mientras empezaba a besarla.
—No puedo salir —dijo Paula un rato después.
Se había dado una ducha, vestido y en ese momento se paseaba por la habitación mientras Pedro se ponía unos vaqueros y una camiseta oscura. Se sentó en el borde de la cama y de repente dio un salto y se fue a sentar a una silla, mirando a la cama con rabia.
—¿Por qué no? —le preguntó Pedro con alegría.
Paula notó que había cambiado de humor, que estaba contento, feliz. Bueno, quizá no tanto, pero verlo así era un cambio.
—En cuanto nos vean los demás sabrán lo que hemos estado haciendo.
—Odio tener que decirte esto, cariño, pero no tendrán ni que mirarnos. Es casi mediodía; ya saben perfectamente lo que hemos estado haciendo. Venga; tengo hambre. Comeremos algo y nos iremos a la playa.
—No podemos irnos ahora. Tengo que darle de comer a Sofía y luego querrá echarse la siesta —protestó.
A lo mejor si se peleaban podría quedarse el resto del día en su habitación. ¿Y el resto de su vida?
—Puede dormir en la playa.
—Es importante que los niños se acostumbren a una rutina —dijo, utilizándolo como excusa—. Iremos otro día.
—Es importante que salgamos de aquí antes de que llegue Fernanda. Muévete, Paula.
El hombre alegre de segundos atrás había desaparecido.
Paula suspiró débilmente y se levantó. Quizá la idea de pelearse no era tan buena. Le había puesto de mal humor y deseó poder retirar lo que había dicho.
Se encontraron a Sofía en la cocina con Marcela hablándole mientras preparaba una ensalada para la comida.
—Debe de estar muerta de hambre —dijo Paula, corriendo hacia Sofía—. Hola, bebita linda.
La abrazó, aspirando el limpio y suave aroma de la piel del bebé.
—Es una niña muy buena. Le dimos un poco de zumo y volvió a dormirse. Hasta hace unos minutos se ha portado como un angelito, pero de repente se ha empezado a poner pesada —Mirta se levantó de la silla donde estaba sentada; Marcela se volvió y sonrió a Sofía—. Es una muñeca, pero creo que ya quiere irse con su mamá.
—Tu madre ha subido a comer con tu abuelo; supongo que estarán a punto de terminar. ¿Quieres unirte a ellos? —le preguntó Mirta a Pedro.
—No. Comeremos aquí en cuanto Paula termine de darle el pecho a Sofía. Después nos vamos a la playa.
Paula se llevó a Sofía a la tranquilidad del dormitorio de la pequeña.
Poco tiempo después volvió y encontró a Pedro sentado a la mesa de la cocina con un plato delante de él. Paula colocó al bebé en el canastillo y se sentó junto a Pedro, donde le habían puesto un plato y cubiertos.
Paula comió en silencio, concentrada en la ensalada y panecillos que Marcela había colocado delante de los platos. Se sentía demasiado cortada como para levantar la vista, pero enseguida se relajó al oír a Marcela trajinando en la cocina.
—Termina de comer, la playa nos espera —anunció Pedro, pasado un rato.
—Hace un día estupendo para ir a la playa —murmuró Marcela, que de vez en cuando se volvía y sonreía a Sofía, encantada de tenerla allí.
—Espero que no nos llevemos la limusina —dijo Paula, al tiempo que retiraba su plato.
—No, nos llevaremos mi coche. Es más apropiado para una excursión en familia, ¿no crees?
¿Una excursión en familia? Paula asintió al tiempo que el viejo sueño tomaba forma en su imaginación. Siempre había deseado formar una familia con Pablo, pero él se había marchado para siempre y Paula estaba casada con un hombre que la confundía constantemente.
—Prepara a Sofía, yo iré a pedirle a José que me traiga el coche a la puerta —le dijo Pedro cuando terminó de comer.
Paula sacó a Sofía de su cesto y se la llevó escaleras arriba, agradeciendo poder pasar un rato a solas. Le pondría un traje de playa de bebé y se llevaría una manta fina para que el sol no le quemara la piel.
Cuatro horas después Paula se recostaba en el asiento del BMW de Pedro con los ojos cerrados. Estaba exhausta. El sol y el aire del mar eran suficiente para cansar a cualquiera, pero si además le añadía lo poco que había dormido la noche anterior la combinación era letal. Esa tarde había tenido que estar en guardia con Pedro. Se había pasado todo el tiempo desafiándola y provocándola. Tenía calor, estaba cansada y un poco quemada por el sol, pero jamás se había divertido tanto en su vida.
—¿Cansada? —le preguntó Pedro mientras se sentaba al volante y ponía el coche en marcha.
—¿Tú no lo estás? —le respondió con una pregunta, sin abrir los ojos.
—Creo que Sofía te ha dejado agotada —murmuró mientras sacaba el coche del estacionamiento, en dirección a Sidney.
—No la culpo. Había tanto que ver que no ha dormido tanto como yo pensaba.
—La próxima vez traeremos a alguien para que cuide de ella—dijo Pedro.
Paula deseaba abrir los ojos, pero estaba demasiado cansada.
—Si hay una próxima vez —murmuró, medio adormilada.
—La habrá. Pero cuando volvamos a hacerlo me gustaría que mi mujer me hiciera un poco más de caso.
Paula abrió los ojos. ¿Tendría Pedro celos del bebé?
—¿Te has sentido ignorado?
—No, pero si hubiera querido ir a nadar solo no te habría traído conmigo.
—He tenido que quedarme con la niña.
—Lo sé y no me quejo. Sabes que esto es algo nuevo para mí y no lo he pensado detenidamente. Uno de nosotros tenía que quedarse con ella, por eso no hemos podido salir a nadar juntos.
Pedro sonrió y le agarró de la mano.
Amor Del Corazón: Capítulo 23
—Vaya, no recuerdo que nos hayas invitado a mí y a Sofía a ir a la playa —murmuró Paula junto a Pedro mientras veía la limusina alejarse.
—Se me ha ocurrido de improviso —dijo Pedro en tono seco.
—Haces cualquier cosa para desbaratarle los planes a tu madre.
Pedro se echó a reír.
—Eres la única persona que conozco que utiliza la palabra «desbaratar».
Paula lo miró enfadada.
—No intentes cambiar de tema. Es así, ¿verdad? De repente se te ocurre la idea de pasar el día en la playa para que tu madre tenga que entretener a tu prometida ella sola.
La agarró del brazo, la obligó a volverse y se dirigió hacia el salón de baile.
—En primer lugar, Paula, mi relación con mi madre o con mi antigua prometida no es asunto tuyo. Si Ana quiere que Fernanda la visite, es perfectamente capaz de entretenerla por sí sola. Segundo, si Fernanda cree que voy a caer rendido a sus pies sólo porque ella lo diga, se va a pegar un batacazo.
—Me imagino que si le propusiste matrimonio, la querrías.
—Ella no resultó ser la mujer que yo pensaba que era.
—Me parece que todo habría encajado perfectamente.
Se detuvo y, con delicadeza, tiró de ella para que se volviera a mirarlo. La expresión de Pedro era impasible.
—¿Te gustaría que se casaran contigo por dinero?
Ella se encogió de hombros, luchando contra la desesperación que parecía a punto de vencerla.
—No difiere mucho a casarse por venganza.
—Yo no me casé contigo por venganza.
—No por venganza hacia mí, sino hacia tu madre y tu abuelo.
—No ha sido por venganza exactamente —dijo por fin.
—¿Entonces por qué?
La miró y le acarició el mentón; después le rozó los labios con la yema del pulgar.
—Lo he hecho para desbaratarles los planes —dijo—. Ven a la playa mañana. El tiempo promete estar maravilloso. ¿Por qué no aprovecharnos de ello?
—Yo no he dicho que no me parezca buena idea, sólo que no me acuerdo de que me lo hayas comentado antes.
Deseó que hubiera querido llevarlas a la playa por ellas mismas, no por darle en las narices a su madre y a Fernanda. Pero tendría que aguantarse.
—Un empresario tiene que pensar con rapidez. No tengo intención de pasar la tarde con Fernanda Alvarez y mi madre.
—La verdad es que entiendo que no quieras pasar tiempo con tu madre —dijo Paula, mientras entraban en el salón de baile—. ¿Siempre ha sido tan formal, tan distante? —le preguntó con tacto.
Pedro la condujo a un rincón más tranquilo y acercó una silla para que se sentara.
—A Ana le molestó mucho quedarse embarazada de mí y tenerme —dijo, al tiempo que se sentaba en una silla junto a ella.
Un camarero se acercó apresuradamente y les tomó nota.
—Oh, Pedro, no puede ser; tú madre te quiere, lo sé —protestó Paula cuando se marchó el camarero. Ciertamente, Ana no era demasiado expresiva. ¿Pero qué madre no querría a su hijo?
El se encogió de hombros.
—Quizá a su manera, pero yo le he molestado desde que nací. Se enamoró apasionadamente de mi padre, pero él no pertenecía a ninguna familia importante de Sidney. No era más que un advenedizo y mi abuelo estaba seguro de que se casó con mi madre por el dinero y la posición de la familia. Cuando mi madre se quedó embarazada de mí, Roberto echó a mi padre.
—¿Lo echó?
—O lo compró, lo que fuera. Se marchó de Australia y jamás volvió. Mi madre pudo elegir entre marcharse con él o volver a casa. Escogió el estilo de vida que amaba, no al hombre al que decía amar. Pero se tuvo que quedar conmigo.
Paula le agarró de la mano y se la apretó.
—Lo siento.
—Han pasado ya más de treinta años —dijo Pedro con tono seco.
—Es algo muy triste para los dos —dijo Paula con delicadeza.
—¿Y qué te hace pensar eso?
—Tú te criaste sin padre y ella perdió al hombre que amaba. Y todo por dinero.
—Hay mucha gente a la que le importa mucho el dinero.
—Lo sé, pero el dinero no compra la felicidad. Eso sale de dentro, de conformarse con lo que uno tiene. Tu madre le encuentra faltas a todo, y eso es un reflejo de su propia infelicidad.
—Pues se gasta el dinero de Roberto a espuertas para compensarlo.
Paula se echó a temblar.
—No me gustaría que el dinero se convirtiera en algo más importante que las personas. Dios mío, ni siquiera puedo imaginar que Sofía pudiera molestarme algún día.
—Eso es lo que te diferencia de los demás, Paula.
—Creo que no tienes amigos adecuados. La mayoría de la gente que yo conozco son parecidos a mí. ¿Intentaste alguna vez encontrar a tu padre cuando te hiciste mayor?
—No. Tenía a Roberto. No sabría ni por dónde empezar a buscarlo. Podría estar en Inglaterra, Nueva Zelanda o los Estados Unidos. Incluso podría estar muerto, no lo sé.
—Lo dudo. Si tenía más o menos la edad de tu madre, tendrá ahora unos cincuenta años. ¿Se enteró siquiera de que tú estabas de camino?
Pedro la miró sorprendido.
—Nunca lo he preguntado. No lo sé.
Ella se quedó muda de asombro.
—¿Qué sería peor, que supiera de ti y te ignorara o que no supiera ni de tu existencia?
—Vaya...—Pedro le agarró de la mano y empezó a acariciarle el dorso con el pulgar—. Puede ser que uno de estos días se lo pregunte a mi madre. Ella no suele hablar mucho de él.
El camarero le llevó a Paula un vino blanco y a Pedro un whisky. La suave melodía resultaba tranquilizadora y Paula empezó a relajarse.
—Tienes la piel tan suave —dijo, mientras le trazaba garabatos con el pulgar en el dorso de la mano.
—¿Estás intentando cambiar de tema? —le preguntó, apenas sin aliento.
—Ya hemos hablado del tema de mis padres. Sólo intento que nos olvidemos un poco de la tensión de la velada. ¡Además, todavía te deseo esta noche!
—¿Ah, sí? —preguntó, con un hilo de voz.
—Creí que te lo había dejado claro antes. Hemos llegado a un acuerdo.
—Eso fue antes de aparecer Fernanda Alvarez.
—Ella no tiene nada que ver con nosotros; el acuerdo sigue en pie.
—Yo también te deseo —dijo Paula con audacia.
—Los mejores romances comienzan así —murmuró, llevándose las muñecas a la altura de los labios para besarlas.
Cuando llegó José a buscarlos Paula estaba cansada, pero relajada. Se sentó en el asiento de atrás de la limusina; había sido un día muy largo.
—¿Cansada? —le preguntó Pedro, sentándose a su lado.
—Un poco.
Paula aguantó la respiración. ¿La besaría en el coche o esperaría a que llegaran a casa? ¿Le tomaría de la mano? La había agarrado varias veces durante la velada. Sus atenciones la emocionaron, aunque no sabía si estaba verdaderamente interesado en ella o sólo lo hacía para hacer el paripé delante de la gente que lo conocía. Pedro Alfonso era muy conocido en el panorama financiero de Sidney y mucha gente había sentido curiosidad por conocer a su esposa.
Pero ya estaban solos y ella se empezó a poner muy nerviosa.
—¿Pedro?
—Se me ha ocurrido de improviso —dijo Pedro en tono seco.
—Haces cualquier cosa para desbaratarle los planes a tu madre.
Pedro se echó a reír.
—Eres la única persona que conozco que utiliza la palabra «desbaratar».
Paula lo miró enfadada.
—No intentes cambiar de tema. Es así, ¿verdad? De repente se te ocurre la idea de pasar el día en la playa para que tu madre tenga que entretener a tu prometida ella sola.
La agarró del brazo, la obligó a volverse y se dirigió hacia el salón de baile.
—En primer lugar, Paula, mi relación con mi madre o con mi antigua prometida no es asunto tuyo. Si Ana quiere que Fernanda la visite, es perfectamente capaz de entretenerla por sí sola. Segundo, si Fernanda cree que voy a caer rendido a sus pies sólo porque ella lo diga, se va a pegar un batacazo.
—Me imagino que si le propusiste matrimonio, la querrías.
—Ella no resultó ser la mujer que yo pensaba que era.
—Me parece que todo habría encajado perfectamente.
Se detuvo y, con delicadeza, tiró de ella para que se volviera a mirarlo. La expresión de Pedro era impasible.
—¿Te gustaría que se casaran contigo por dinero?
Ella se encogió de hombros, luchando contra la desesperación que parecía a punto de vencerla.
—No difiere mucho a casarse por venganza.
—Yo no me casé contigo por venganza.
—No por venganza hacia mí, sino hacia tu madre y tu abuelo.
—No ha sido por venganza exactamente —dijo por fin.
—¿Entonces por qué?
La miró y le acarició el mentón; después le rozó los labios con la yema del pulgar.
—Lo he hecho para desbaratarles los planes —dijo—. Ven a la playa mañana. El tiempo promete estar maravilloso. ¿Por qué no aprovecharnos de ello?
—Yo no he dicho que no me parezca buena idea, sólo que no me acuerdo de que me lo hayas comentado antes.
Deseó que hubiera querido llevarlas a la playa por ellas mismas, no por darle en las narices a su madre y a Fernanda. Pero tendría que aguantarse.
—Un empresario tiene que pensar con rapidez. No tengo intención de pasar la tarde con Fernanda Alvarez y mi madre.
—La verdad es que entiendo que no quieras pasar tiempo con tu madre —dijo Paula, mientras entraban en el salón de baile—. ¿Siempre ha sido tan formal, tan distante? —le preguntó con tacto.
Pedro la condujo a un rincón más tranquilo y acercó una silla para que se sentara.
—A Ana le molestó mucho quedarse embarazada de mí y tenerme —dijo, al tiempo que se sentaba en una silla junto a ella.
Un camarero se acercó apresuradamente y les tomó nota.
—Oh, Pedro, no puede ser; tú madre te quiere, lo sé —protestó Paula cuando se marchó el camarero. Ciertamente, Ana no era demasiado expresiva. ¿Pero qué madre no querría a su hijo?
El se encogió de hombros.
—Quizá a su manera, pero yo le he molestado desde que nací. Se enamoró apasionadamente de mi padre, pero él no pertenecía a ninguna familia importante de Sidney. No era más que un advenedizo y mi abuelo estaba seguro de que se casó con mi madre por el dinero y la posición de la familia. Cuando mi madre se quedó embarazada de mí, Roberto echó a mi padre.
—¿Lo echó?
—O lo compró, lo que fuera. Se marchó de Australia y jamás volvió. Mi madre pudo elegir entre marcharse con él o volver a casa. Escogió el estilo de vida que amaba, no al hombre al que decía amar. Pero se tuvo que quedar conmigo.
Paula le agarró de la mano y se la apretó.
—Lo siento.
—Han pasado ya más de treinta años —dijo Pedro con tono seco.
—Es algo muy triste para los dos —dijo Paula con delicadeza.
—¿Y qué te hace pensar eso?
—Tú te criaste sin padre y ella perdió al hombre que amaba. Y todo por dinero.
—Hay mucha gente a la que le importa mucho el dinero.
—Lo sé, pero el dinero no compra la felicidad. Eso sale de dentro, de conformarse con lo que uno tiene. Tu madre le encuentra faltas a todo, y eso es un reflejo de su propia infelicidad.
—Pues se gasta el dinero de Roberto a espuertas para compensarlo.
Paula se echó a temblar.
—No me gustaría que el dinero se convirtiera en algo más importante que las personas. Dios mío, ni siquiera puedo imaginar que Sofía pudiera molestarme algún día.
—Eso es lo que te diferencia de los demás, Paula.
—Creo que no tienes amigos adecuados. La mayoría de la gente que yo conozco son parecidos a mí. ¿Intentaste alguna vez encontrar a tu padre cuando te hiciste mayor?
—No. Tenía a Roberto. No sabría ni por dónde empezar a buscarlo. Podría estar en Inglaterra, Nueva Zelanda o los Estados Unidos. Incluso podría estar muerto, no lo sé.
—Lo dudo. Si tenía más o menos la edad de tu madre, tendrá ahora unos cincuenta años. ¿Se enteró siquiera de que tú estabas de camino?
Pedro la miró sorprendido.
—Nunca lo he preguntado. No lo sé.
Ella se quedó muda de asombro.
—¿Qué sería peor, que supiera de ti y te ignorara o que no supiera ni de tu existencia?
—Vaya...—Pedro le agarró de la mano y empezó a acariciarle el dorso con el pulgar—. Puede ser que uno de estos días se lo pregunte a mi madre. Ella no suele hablar mucho de él.
El camarero le llevó a Paula un vino blanco y a Pedro un whisky. La suave melodía resultaba tranquilizadora y Paula empezó a relajarse.
—Tienes la piel tan suave —dijo, mientras le trazaba garabatos con el pulgar en el dorso de la mano.
—¿Estás intentando cambiar de tema? —le preguntó, apenas sin aliento.
—Ya hemos hablado del tema de mis padres. Sólo intento que nos olvidemos un poco de la tensión de la velada. ¡Además, todavía te deseo esta noche!
—¿Ah, sí? —preguntó, con un hilo de voz.
—Creí que te lo había dejado claro antes. Hemos llegado a un acuerdo.
—Eso fue antes de aparecer Fernanda Alvarez.
—Ella no tiene nada que ver con nosotros; el acuerdo sigue en pie.
—Yo también te deseo —dijo Paula con audacia.
—Los mejores romances comienzan así —murmuró, llevándose las muñecas a la altura de los labios para besarlas.
Cuando llegó José a buscarlos Paula estaba cansada, pero relajada. Se sentó en el asiento de atrás de la limusina; había sido un día muy largo.
—¿Cansada? —le preguntó Pedro, sentándose a su lado.
—Un poco.
Paula aguantó la respiración. ¿La besaría en el coche o esperaría a que llegaran a casa? ¿Le tomaría de la mano? La había agarrado varias veces durante la velada. Sus atenciones la emocionaron, aunque no sabía si estaba verdaderamente interesado en ella o sólo lo hacía para hacer el paripé delante de la gente que lo conocía. Pedro Alfonso era muy conocido en el panorama financiero de Sidney y mucha gente había sentido curiosidad por conocer a su esposa.
Pero ya estaban solos y ella se empezó a poner muy nerviosa.
—¿Pedro?
Amor Del Corazón: Capítulo 22
Una mujer alta y bien formada se plantó delante de él y le sonrió. Tenía el pelo largo y color caoba, peinada muy a la moda. No dejaba de mirarlo con sus verdes ojos de gato. El verde de su vestido y de las gemas que la adornaban realzaba el color de sus ojos.
Él se puso derecho.
—Fernanda. No esperaba encontrarte aquí.
—Yo tampoco, cariño. Acabo de volver a Sidney hace dos semanas. Tenía pensado pasar a verte; tenemos mucho de qué hablar —dijo, apoyando la mano sobre la pechera del esmoquin.
—Dudo que tengamos algo de qué hablar —dijo Pedro echándose a un lado y apartándole la mano.
—Pedro, fui una estúpida cuando te encaraste conmigo aquella noche. Debí haberte dejado claro que era a ti a quien quería, no el dinero ni el prestigio de las Empresas Zolezzi.
Le puso la mano en el brazo y a Paula le entraron ganas de apartársela de un tortazo.
¿Entonces esa era Fernanda Alvarez, la mujer que había conspirado con su madre y su abuelo para atrapar al soltero rico? No le extrañaba que Pedro hubiera creído estar enamorado de ella; era preciosa. Tenía la piel blanca y lisa y la tez rosada y brillante. ¡Y qué cuerpo! El escotado vestido verde realzaba sus atributos. En un arrebato de cinismo, Paula sospechó que Fernanda se había comprado el vestido con eso en mente. ¿Qué diría la remilgada de Ana si la viera?, pensó Paula con picardía.
—¿Y eso qué tiene que ver? —le preguntó Pedro con educación.
Pero Paula notó la frialdad en su tono de voz.
—Pedro—dijo Fernanda, haciendo un lindo mohín—. Tú y yo significábamos mucho el uno para el otro. Estábamos enamorados. Fui una imbécil al dejar que otras cosas se interpusieran en nuestra relación. Lo reconozco y te pido disculpas. Al menos podríamos comentarlo.
—Me he casado con otra persona, quizá lo recuerdes —dijo en tono seco.
Fernanda frunció el ceño; luego esbozó una sonrisa superficial.
—¿Te refieres a la camarerita?
—¿Por qué todo el mundo se empeña en repetir lo de ese empleo en particular? También estudiaba y trabajaba en una librería. Sin embargo, cada vez que alguien habla de mí sólo recuerdan que servía mesas —interrumpió Paula, harta de que la ignoraran.
Fernanda se quedó mirando a Paula y entrecerró los ojos, poniéndose de pronto seria.
—¿Eres la esposa de Pedro?
—Sí. Soy Paula Alfonso—dijo, utilizando el apellido de Pedro por primera vez.
—¡Fernanda! No sabía que habías vuelto a Sidney. Deberías haber venido a verme —dijo Ana, que se detuvo junto a ellos con un hombre mayor a su lado.
Besó a la joven y le sonrió.
—¿Cuándo has vuelto?
—Regresé hace un par de semanas. Te llamé, pero seguramente habrías salido —contestó Fernanda.
—Estoy en casa de Pedro. Mi padre está muy enfermo y estoy allí echando una mano hasta que se recupere. Debes venir a vernos.
A Paula le entraron ganas de echarse a reír. ¿Ana echando una mano? ¡Qué graciosa! Sin embargo, el resto de la situación estaba empezando a molestarla. No hacía falta que le recordaran que ella no era la novia elegida y lo que menos deseaba era que la preciosa Fernanda se metiera en casa de Pedro. Miró a Pedro, que observaba a Fernanda. ¿Estaría arrepintiéndose de haberse casado con una camarera? ¿Volvería con Fernanda de estar libre? A Paula se le cayó el alma a los pies.
—Hasta luego, Pedro—dijo Fernanda, marchándose del brazo con Ana. Paula pestañeó. No había oído bien lo último que se había dicho por estar distraída. ¿Por qué le había dicho hasta luego? ¿Habrían quedado en algo? ¿Pasaría por la casa a visitarlos? ¿Y compartiría Ana con Fernanda su frustración por la esposa de Pedro? Probablemente.
—Vaya momento que ha elegido para presentarse —soltó Paula, terminando el canapé de cangrejo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Pedro le quitó el plato vacío y lo dejó en la mesa. Le agarró del brazo y la llevó a la pista de baile.
—No quiero bailar —dijo Paula, deteniéndose bruscamente.
—¿Qué quieres hacer?
—Volver a casa, supongo. Echo de menos a Sofía.
—Está dormida. Duerme toda la noche de un tirón. ¿Cómo puedes echarla de menos?
—No sé, pero es así.
—No hace falta que te preocupes por Fernanda—dijo con astucia.
—Es tu prometida, no la mía —le soltó Paula.
Pedro sonrió, pero la miró con los ojos entrecerrados. Paula sabía que estaba comportándose como una niña, pero no podía evitarlo. Hacía dos horas habían hablado de mantener un affaire. Pero la mujer a quien él había amado volvía a pedirle que se casara con ella.
—Me parece muy difícil estar prometido cuando ya estoy casado.
—Oh, Pedro, déjalo ya. Nuestro matrimonio es falso desde el primer día. Te casaste conmigo enrabietado para darle en las narices a tu abuelo. Simplemente te vino bien hacerlo.
—Por si acaso te has olvidado, quiero que piensen que estoy felizmente casado y por eso es por lo que estás viviendo ahora en mi casa. Hace unas horas me dijiste que deseabas tener una relación conmigo, con lo que dentro de un rato compartiremos cama en el sentido más tradicional.
—Me imagino que Roberto estaría encantado también de recibir a Fernanda. Está claro que le parece muy bien ya que la eligió para ti.
Pedro se inclinó hasta que su rostro estaba muy cerca del suyo. Estaba furioso, echaba chispas.
—También piensa que Sofía es hija mía. ¿Cómo le va a sentar si se entera de que no es cierto? ¿Vamos a decirle que le hemos estado mintiendo todo el tiempo? Eso le encantaría, descubrir al final de su vida que su nieto es un mentiroso.
—Deberías haberlo tenido en cuenta antes de embarcarte en esta mentira—contestó, deseando poder separarse de él aunque fueran unos centímetros.
—No, tú deberías habértelo pensado mejor antes de acceder, antes de dejarle pensar que Sofía era mía. Vamos a seguir. El pobre hombre no va a llegar a dos meses. El trato sigue en pie; todos los que hemos hecho. Si al final quieres marcharte, lo hablaremos más adelante. De momento eres mi esposa y seguirás siéndolo.
Hablaba en voz baja, con lo que nadie lo oyó excepto Paula, que escuchó sus palabras perfectamente.
—Todos los tratos, sobre todo el que hemos hecho hace unas horas.
—No creo que...
—No te puedes echar atrás, Paula—le agarró del mentón y la besó con fuerza—. No te puedes echar atrás —repitió.
Se puso derecho, la agarró y empezó a bailar.
Paula estaba tensa, confundida por aquel tumulto de emociones. Estaba celosa de Fernanda Alvarez, de su belleza, de la seguridad que mostraba en sí misma, del entorno adinerado al que pertenecía, donde no había necesidad de trabajar de camarera. Incluso estaba celosa del cariño que Ana le mostraba. Ella había sido la que Pedro había elegido por esposa, sólo las circunstancias habían alterado el curso de los acontecimientos. ¿Qué había estado haciendo todos esos meses desde que rompieron el compromiso? Se veía que había estado fuera. ¿Le habría pedido a Paula que se mudara a su casa de haberse visto con Fernanda?
Lo malo era que en ese momento Pedro le exigía que cumpliera todos los tratos que habían pactado, incluido el de tener un affaire con él. Lentamente, ese tentador pensamiento se le coló por dentro. Pedro aún deseaba hacer el amor con ella. Serían amantes.
Esa sería su segunda noche de bodas y, desde luego, muy diferente a la primera.
Mientras se movían al compás de la música Paula temió estar enamorándose de su marido; lo malo era que él nunca le había dado a entender nada parecido. Hacía unos minutos le había dicho que podría dejarlo todo cuando Roberto muriera, con lo cual no había posibilidad de engañarse a sí misma y pensar que aquello era para siempre.
—¿Lista para volver a casa? —le preguntó Pedro, viendo que su madre se acercaba.
—No. No quiero volver todavía.
Tenía que pensar bien las cosas. ¿Podría seguir con lo que había accedido a hacer? Para ella todo había cambiado desde que había visto a Fernanda Alvarez. Esa mujer aún quería conseguir a Pedro. Pero había una pregunta que le daba vueltas a la cabeza: ¿qué quería Pedro?
Pedro se detuvo junto al borde de la pista y soltó a Paula, agarrándola de la mano como si no quisiera que se moviera de su lado.
—Estoy lista para marcharme —dijo Ana al llegar adonde estaba su hijo.
—Te acompañaremos fuera para asegurarnos que José está esperándote.
—Ha sido estupendo volver a ver a Fernanda. Va a venir a tomar el té mañana.
—¿Le has preguntado a Paula si le parece bien?
—Esta bien —dijo Paula rápidamente.
Comprendía que Pedro siempre le estuviera recordando a su madre que ella era la señora de la casa, pero al hacerlo la ponía en medio y eso no le gustaba.
—Mañana sábado me ha parecido el día adecuado. Tú estarás en casa y así puedes enterarte de todo lo que nos tenga que contar Fernanda—dijo Ana.
—No estaré en casa. Voy a salir con mi mujer y mi hija. Está bien que Fernanda vaya por la tarde, así te hará compañía. Te invitaríamos a venir con nosotros, pero sé que no te gusta la playa.
—Pero Fernanda espera verte mañana —dijo Ana, un tanto abatida—. Pedro, tienes que estar allí. Puedes llevar a Paula y a su bebé a la playa otro día.
—Podría, pero no quiero. Ya te he dicho varias veces que no dejaré que nadie me dé órdenes, madre. ¿Es que no te has enterado todavía?
Paula casi sintió compasión por Ana, Esperaba que de mayor Sofía no albergara los mismo sentimientos hacia su madre que Pedro hacia la suya.
Él se puso derecho.
—Fernanda. No esperaba encontrarte aquí.
—Yo tampoco, cariño. Acabo de volver a Sidney hace dos semanas. Tenía pensado pasar a verte; tenemos mucho de qué hablar —dijo, apoyando la mano sobre la pechera del esmoquin.
—Dudo que tengamos algo de qué hablar —dijo Pedro echándose a un lado y apartándole la mano.
—Pedro, fui una estúpida cuando te encaraste conmigo aquella noche. Debí haberte dejado claro que era a ti a quien quería, no el dinero ni el prestigio de las Empresas Zolezzi.
Le puso la mano en el brazo y a Paula le entraron ganas de apartársela de un tortazo.
¿Entonces esa era Fernanda Alvarez, la mujer que había conspirado con su madre y su abuelo para atrapar al soltero rico? No le extrañaba que Pedro hubiera creído estar enamorado de ella; era preciosa. Tenía la piel blanca y lisa y la tez rosada y brillante. ¡Y qué cuerpo! El escotado vestido verde realzaba sus atributos. En un arrebato de cinismo, Paula sospechó que Fernanda se había comprado el vestido con eso en mente. ¿Qué diría la remilgada de Ana si la viera?, pensó Paula con picardía.
—¿Y eso qué tiene que ver? —le preguntó Pedro con educación.
Pero Paula notó la frialdad en su tono de voz.
—Pedro—dijo Fernanda, haciendo un lindo mohín—. Tú y yo significábamos mucho el uno para el otro. Estábamos enamorados. Fui una imbécil al dejar que otras cosas se interpusieran en nuestra relación. Lo reconozco y te pido disculpas. Al menos podríamos comentarlo.
—Me he casado con otra persona, quizá lo recuerdes —dijo en tono seco.
Fernanda frunció el ceño; luego esbozó una sonrisa superficial.
—¿Te refieres a la camarerita?
—¿Por qué todo el mundo se empeña en repetir lo de ese empleo en particular? También estudiaba y trabajaba en una librería. Sin embargo, cada vez que alguien habla de mí sólo recuerdan que servía mesas —interrumpió Paula, harta de que la ignoraran.
Fernanda se quedó mirando a Paula y entrecerró los ojos, poniéndose de pronto seria.
—¿Eres la esposa de Pedro?
—Sí. Soy Paula Alfonso—dijo, utilizando el apellido de Pedro por primera vez.
—¡Fernanda! No sabía que habías vuelto a Sidney. Deberías haber venido a verme —dijo Ana, que se detuvo junto a ellos con un hombre mayor a su lado.
Besó a la joven y le sonrió.
—¿Cuándo has vuelto?
—Regresé hace un par de semanas. Te llamé, pero seguramente habrías salido —contestó Fernanda.
—Estoy en casa de Pedro. Mi padre está muy enfermo y estoy allí echando una mano hasta que se recupere. Debes venir a vernos.
A Paula le entraron ganas de echarse a reír. ¿Ana echando una mano? ¡Qué graciosa! Sin embargo, el resto de la situación estaba empezando a molestarla. No hacía falta que le recordaran que ella no era la novia elegida y lo que menos deseaba era que la preciosa Fernanda se metiera en casa de Pedro. Miró a Pedro, que observaba a Fernanda. ¿Estaría arrepintiéndose de haberse casado con una camarera? ¿Volvería con Fernanda de estar libre? A Paula se le cayó el alma a los pies.
—Hasta luego, Pedro—dijo Fernanda, marchándose del brazo con Ana. Paula pestañeó. No había oído bien lo último que se había dicho por estar distraída. ¿Por qué le había dicho hasta luego? ¿Habrían quedado en algo? ¿Pasaría por la casa a visitarlos? ¿Y compartiría Ana con Fernanda su frustración por la esposa de Pedro? Probablemente.
—Vaya momento que ha elegido para presentarse —soltó Paula, terminando el canapé de cangrejo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Pedro le quitó el plato vacío y lo dejó en la mesa. Le agarró del brazo y la llevó a la pista de baile.
—No quiero bailar —dijo Paula, deteniéndose bruscamente.
—¿Qué quieres hacer?
—Volver a casa, supongo. Echo de menos a Sofía.
—Está dormida. Duerme toda la noche de un tirón. ¿Cómo puedes echarla de menos?
—No sé, pero es así.
—No hace falta que te preocupes por Fernanda—dijo con astucia.
—Es tu prometida, no la mía —le soltó Paula.
Pedro sonrió, pero la miró con los ojos entrecerrados. Paula sabía que estaba comportándose como una niña, pero no podía evitarlo. Hacía dos horas habían hablado de mantener un affaire. Pero la mujer a quien él había amado volvía a pedirle que se casara con ella.
—Me parece muy difícil estar prometido cuando ya estoy casado.
—Oh, Pedro, déjalo ya. Nuestro matrimonio es falso desde el primer día. Te casaste conmigo enrabietado para darle en las narices a tu abuelo. Simplemente te vino bien hacerlo.
—Por si acaso te has olvidado, quiero que piensen que estoy felizmente casado y por eso es por lo que estás viviendo ahora en mi casa. Hace unas horas me dijiste que deseabas tener una relación conmigo, con lo que dentro de un rato compartiremos cama en el sentido más tradicional.
—Me imagino que Roberto estaría encantado también de recibir a Fernanda. Está claro que le parece muy bien ya que la eligió para ti.
Pedro se inclinó hasta que su rostro estaba muy cerca del suyo. Estaba furioso, echaba chispas.
—También piensa que Sofía es hija mía. ¿Cómo le va a sentar si se entera de que no es cierto? ¿Vamos a decirle que le hemos estado mintiendo todo el tiempo? Eso le encantaría, descubrir al final de su vida que su nieto es un mentiroso.
—Deberías haberlo tenido en cuenta antes de embarcarte en esta mentira—contestó, deseando poder separarse de él aunque fueran unos centímetros.
—No, tú deberías habértelo pensado mejor antes de acceder, antes de dejarle pensar que Sofía era mía. Vamos a seguir. El pobre hombre no va a llegar a dos meses. El trato sigue en pie; todos los que hemos hecho. Si al final quieres marcharte, lo hablaremos más adelante. De momento eres mi esposa y seguirás siéndolo.
Hablaba en voz baja, con lo que nadie lo oyó excepto Paula, que escuchó sus palabras perfectamente.
—Todos los tratos, sobre todo el que hemos hecho hace unas horas.
—No creo que...
—No te puedes echar atrás, Paula—le agarró del mentón y la besó con fuerza—. No te puedes echar atrás —repitió.
Se puso derecho, la agarró y empezó a bailar.
Paula estaba tensa, confundida por aquel tumulto de emociones. Estaba celosa de Fernanda Alvarez, de su belleza, de la seguridad que mostraba en sí misma, del entorno adinerado al que pertenecía, donde no había necesidad de trabajar de camarera. Incluso estaba celosa del cariño que Ana le mostraba. Ella había sido la que Pedro había elegido por esposa, sólo las circunstancias habían alterado el curso de los acontecimientos. ¿Qué había estado haciendo todos esos meses desde que rompieron el compromiso? Se veía que había estado fuera. ¿Le habría pedido a Paula que se mudara a su casa de haberse visto con Fernanda?
Lo malo era que en ese momento Pedro le exigía que cumpliera todos los tratos que habían pactado, incluido el de tener un affaire con él. Lentamente, ese tentador pensamiento se le coló por dentro. Pedro aún deseaba hacer el amor con ella. Serían amantes.
Esa sería su segunda noche de bodas y, desde luego, muy diferente a la primera.
Mientras se movían al compás de la música Paula temió estar enamorándose de su marido; lo malo era que él nunca le había dado a entender nada parecido. Hacía unos minutos le había dicho que podría dejarlo todo cuando Roberto muriera, con lo cual no había posibilidad de engañarse a sí misma y pensar que aquello era para siempre.
—¿Lista para volver a casa? —le preguntó Pedro, viendo que su madre se acercaba.
—No. No quiero volver todavía.
Tenía que pensar bien las cosas. ¿Podría seguir con lo que había accedido a hacer? Para ella todo había cambiado desde que había visto a Fernanda Alvarez. Esa mujer aún quería conseguir a Pedro. Pero había una pregunta que le daba vueltas a la cabeza: ¿qué quería Pedro?
Pedro se detuvo junto al borde de la pista y soltó a Paula, agarrándola de la mano como si no quisiera que se moviera de su lado.
—Estoy lista para marcharme —dijo Ana al llegar adonde estaba su hijo.
—Te acompañaremos fuera para asegurarnos que José está esperándote.
—Ha sido estupendo volver a ver a Fernanda. Va a venir a tomar el té mañana.
—¿Le has preguntado a Paula si le parece bien?
—Esta bien —dijo Paula rápidamente.
Comprendía que Pedro siempre le estuviera recordando a su madre que ella era la señora de la casa, pero al hacerlo la ponía en medio y eso no le gustaba.
—Mañana sábado me ha parecido el día adecuado. Tú estarás en casa y así puedes enterarte de todo lo que nos tenga que contar Fernanda—dijo Ana.
—No estaré en casa. Voy a salir con mi mujer y mi hija. Está bien que Fernanda vaya por la tarde, así te hará compañía. Te invitaríamos a venir con nosotros, pero sé que no te gusta la playa.
—Pero Fernanda espera verte mañana —dijo Ana, un tanto abatida—. Pedro, tienes que estar allí. Puedes llevar a Paula y a su bebé a la playa otro día.
—Podría, pero no quiero. Ya te he dicho varias veces que no dejaré que nadie me dé órdenes, madre. ¿Es que no te has enterado todavía?
Paula casi sintió compasión por Ana, Esperaba que de mayor Sofía no albergara los mismo sentimientos hacia su madre que Pedro hacia la suya.
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