domingo, 21 de junio de 2015

Amor Del Corazón: Capítulo 8

—¿Cuál es la habitación de Sofía?—preguntó Paula, asomando la cabeza por la puerta del dormitorio. Vio una cama inmensa que ocupaba toda una pared. Tragó saliva y se volvió hacia Mirta. Tenía que hablar con Pedro y arreglar todo ese asunto. ¡Compartir habitación no había sido parte del trato!
—Está al lado del suyo.
Mirta  avanzó hasta la puerta siguiente, la abrió y se hizo a un lado.
Paula se quedó mirando la elegante habitación de la niña. La cuna parecía nueva, vestida con sábanas de colores muy alegres, y un móvil colgaba sobre un extremo. Junto a la ventana había una cesta llena de juguetes y una de las paredes estaba cubierta de estanterías atestadas de peluches, muñecos y libros. En un rincón había una mesa para niños y dos sillitas, y al lado una mecedora.
—Es preciosa.
Paula tenía a Sofía en brazos.
—Pedro se encargó personalmente de escoger los muebles y los juguetes —dijo Mirta con orgullo.
Se acercó a la cuna despacio, se inclinó y depositó al bebé con cuidado. Ellie miraba a su alrededor con los ojos muy abiertos, pero finalmente se quedó extasiada con el móvil.
—Voy a ver si José sube sus maletas —dijo Mirta.
Cuando el ama de llaves se marchó, Paula se paseó por la habitación, mirándolo todo, observando la reacción de Sofía.
—Esta es la diferencia entre tener dinero a montones e ir tirando —murmuró.
Se sentó en la mecedora y empezó a mecerse. Su hija era demasiado pequeña para recordar todo eso cuando fuera mayor, pero le complacería saber que había disfrutado de lo mejor durante una temporada.
Pedro debía de querer mucho a su abuelo, pero ella ni siquiera sentía compasión por él. En Sidney tenía fama de ser un hombre duro y sin corazón.
Ella no había accedido a representar un papel para consolarlo. Y tampoco era por dinero, aunque desde luego le haría la vida más fácil. No, tenía algo que ver con Pedro y su deseo de hacer algo por su abuelo lo que la había llevado a aceptar. A pesar de que el hombre había intentado que se casara con alguien que no lo amaba, Pedro lo había perdonado, se había acercado a él al verlo enfermo y había querido alegrar sus últimos días.
—Venga, bebita, vamos a explorar este dormitorio de cuentos. Disfruta todo lo que puedas porque no durará mucho.
Paula se levantó de la mecedora y fue a sacar a su hija de la cuna. Contempló los bellos jardines por la ventana y se preguntó cuánto tiempo se quedarían allí.
A la hora de la cena, lista ya para bajar, Paula se puso muy nerviosa. Había ido por la tarde a la cocina, para tomar una taza de té antes de darle de comer a Sofía. Conoció a Marcela, la cocinera, y se quedó embelesada con sus bollos calientes con nata; después le prometió bajar a Sofía en cuanto se despertara. Al menos el servicio era amable.
Cuando la niña terminó de comer, Paula la bañó y le puso el pijama. Mecerla para dormir era un placer tanto para la madre como para la niña. A Sofía se le cerraron los ojos y Paula la abrazó con ternura. Ella era lo único conocido en aquella casa tan grande, tan lujosa y tan formal para los gustos de Paula.
Cuando Sofía se durmió, Paula  la colocó en la cuna y la cubrió con la manta. Salió del dormitorio sin hacer ruido, preguntándose si Sofía dormiría toda la noche de un tirón en una habitación extraña.                
—Claro que sí, los niños se adaptan muy bien a todo—murmuró Paula mientras avanzaba por el pasillo hacia la habitación que Mirta le había mostrado.
El dormitorio de Pedro era muy masculino. La cama era inmensa, claro que él era muy alto. Por un instante deseó estar casada de verdad y que su esposo y ella la compartieran con amor. Por las mañanas, cuando fuera mayor, Sofía se metería en la cama con ellos y los despertaría. Se reirían juntos y serían tan felices.
Apartó aquel pensamiento de su mente y se volvió hacia la ventana. Las oscuras cortinas no dejaban entrar tanta luz como las de la habitación de Sofía. Deseó poder correrlas del todo y dejar que entrara el sol y disipara aquella oscuridad. Muebles de maderas nobles, suntuosas alfombras y un sofá completaban el dormitorio.
Paula  arrugó el entrecejo mientras miraba a su alrededor, buscando sus maletas. Sabía que Mirta le había indicado a José que las dejara en esa habitación.
Paula abrió el ropero llena de curiosidad y vio una hilera de trajes, camisas y pantalones vaqueros. ¿Vaqueros? Supuso que los utilizaría en sus ratos libres. Al otro lado colgaban varios vestidos; sus vestidos.
Pues sí que le hacía caso Mirta a la nueva señora de la casa. Paula le había dicho claramente que ella se encargaría de deshacer las maletas. Después tendría que llevar todas sus cosas al dormitorio que Pedro le asignara. Echó una mirada a su reloj de pulsera y decidió que eso podía esperar. Mirta le había dicho que la cena estaría lista a las siete y ya eran más de las seis y media.
Paula sacó su mejor vestido del ropero y fue hacia la cómoda. Después de abrir unos cuantos cajones encontró su ropa interior. Preparó lo que necesitaba y corrió al baño a darse una ducha. Estaba claro que Pedro y ella tenían que hablar de unas cuantas cosas.
A las siete en punto bajaba las escaleras. Al llegar al vestíbulo, Paula vio la porcelana y la plata brillar sobre la mesa de comedor, pero fue el murmullo de voces proveniente del salón lo que le llamó inmediatamente la atención. Se detuvo un instante en el arco del salón y tragó saliva, notando que se le hacía un nudo en el estómago. Pedro estaba delante de la chimenea, tomándose un aperitivo. Sentada en el sofá estaba su madre. Iba vestida elegantemente, sus negros cabellos ligeramente canos, pero con un corte estiloso y muy favorecedor. Iba poco maquillada y el vestido era de diseño. Llevaba un collar y un anillo de gemas. Paula se palpó el anillo de bodas de Pedro, que llevaba colgado de una cadena al cuello.
—Espero no haber llegado tarde —dijo, levantando la cabeza y entrando en el salón.
La mujer sentada en el sofá se volvió y la miró de arriba abajo. Se vio que la encontró deficiente.
—No llegas tarde. ¿Qué tal?
Pedro cruzó el espacio que los separaba y le agarró de la mano, dándole un leve apretón al tiempo que se inclinaba y le daba un beso en la mejilla.
Sorprendida por la sensación que le produjo aquel beso, Paula se agarró a su mano y lo miró con cara de asombro.
—Bien.
¿Habría sentido él también aquella extraña sensación, como una especie de descarga eléctrica? De ser así, no dio muestras de ello. Paula miró hacia otro lado.
—Madre, me gustaría que le dieras la bienvenida a Paula. Paula, recordarás a mi madre, Ana Alfonso.
Pedro la llevó hasta el sofá.
—Parece que la novia abandonada aparece por fin.
Ana Alfonso no se levantó a saludar a su nueva nuera.
—¿Novia abandonada?
—Parece que Pedro te ha abandonado durante los últimos meses, desde el día de la boda, para ser más exactos. Esperábamos que el desafortunado incidente quedara en el pasado.
—¡Madre! —exclamó Pedro, con tono amenazador.
—Bienvenida a tu nuevo hogar, Paula—dijo Ana desapasionadamente y mirándola con frialdad.
Paula no supo cómo responder a aquel descarado intento de ponerla nerviosa. Asintió con la cabeza como única respuesta y miró a Pedro, dándose cuenta entonces de que le agarraba la mano como si fuera una cuerda de salvamento.
—Lo siento —murmuró antes de soltársela.
El ambiente era muy tenso. Paula se preguntó si era algo normal para aquella familia o no. Pero lo dudaba, pues se veía que la causa era ella.
—¿Madre?
Pedro medio se volvió hacia su madre que en ese momento se levantaba del sofá.
—Estoy lista para cenar.
Pedro presidió la mesa, su madre se colocó a su izquierda y Paula a su derecha. Nada más sentarse entró Mirta con una sopera.
—Pedro nos dijo que eras camarera cuando se casaron—dijo Ana con expresión de asombro mientras esperaba a que la sirvieran.
Paula miró a la mujer que tenía enfrente y su instinto le dijo que estaba intentando hacerle perder la calma.
—Se podría decir que sí, o bien que era estudiante ya que asistía a clases todo el día. También podríamos decir que era una proveedora de literatura, ya que trabajaba en una librería en el Strand —dijo Paula con vehemencia.
No iba a permitir que esa mujer la acobardara. Si a Ana Alfonso no le gustaba la elección de su hijo, debería haberle apoyado en contra de su abuelo cuando Pedro quería tomar sus propias decisiones.
—Esos trabajos no tienen nada de malo, incluyendo el de camarera —dijo Pedro con firmeza y mirando a su madre enfadado.

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