Chupó, lamió y rodeó hasta que ella apenas pudo mantenerse en pie. Tuvo que apoyarse en sus hombros y, aun así, le temblaban las piernas. Sintió la respuesta de su cuerpo en el vientre.
Cuando él pasó al otro pecho, notó que empezaba a perder el equilibrio. Él también debió de percibirlo, porque rodeó su cintura con los brazos y la hizo sentarse en el suelo alfombrado del descansillo.
Ella no se quejó, disfrutando del tacto de su piel ardiente.
—Llegaremos a la cama —afirmó él.
—Apruebo ese plan.
—Pero antes... —él sonrió, llevó las manos a sus braguitas y se las quitó de un tirón. Después descendió un par de escalones, la urgió a abrir las piernas y la besó entre ellas.
La íntima caricia la dejó sin aliento. Tuvo que apoyarse en los brazos para no dejarse caer, pero ni siquiera eso fue bastante. Temblaba de deseo.
Era tan bueno como ella recordaba. Exploraba, rodeaba, acariciaba, lamía, llevándola al borde para luego parar y arrancarle un gemido.
Una y otra vez la tocó con su lengua y sus labios. La llevaba más y más alto, y luego la dejaba caer. Hizo que jadeara. Casi consiguió hacerle gritar.
Perdió la noción del mundo que la rodeaba. Sólo existía ese momento, ese hombre y lo que le hacía.
Sus músculos se tensaron más y más. Notaba cómo se hinchaba y se acercaba al orgasmo. Muy, muy cerca, pero aún fuera de su alcance.
Después él empezó a golpear el centro de su placer con la lengua, siguiendo un ritmo ancestral. Al mismo tiempo insertó un dedo en su interior, luego dos. La llenó, empujando hacia arriba como si también quisiera acariciarla desde dentro.
Una, dos veces más... y ella explotó.
La intensidad del climax la asaltó con una fuerza inesperada. Perdió el control y gritó. Una y otra vez se rindió al placer, sintiendo la magia de su lengua, sus dedos y su cuerpo. Cuando por fin volvió a la realidad, él estaba sentado a su lado, sonriente.
—Adelante —se irguió y suspiró—. Regodéate. Te lo has ganado.
—Lo haré en un segundo. Espérame en la cama, ¿vale? —se puso en pie.
—¿Dónde vas?
—Es una sorpresa.
Él corrió escaleras abajo. Ella lo contempló hasta que comprendió que estaba sentada desnuda en la escalera y no sabía si ese día su ama de llaves libraba o no. Eso hizo que se moviera.
Fue al dormitorio. Estaba abriendo la cama cuando él llegó con dos copas y una botella de Dom Pérignon.
—Ya dijiste que solías tener una a mano —se rió ella.
Mientras abría la botella, ella se metió en la cama. El sirvió dos copas, terminó de desnudarse y ser reunió con ella.
—Por las sorpresas inesperadas —brindó—. Tú desde luego eres una.
Ella abrió la boca y la cerró. No podía hablar, moverse ni apenas respirar. Era como si se hubiera quedado paralizada.
Y, de pronto, supo por qué. Mirando a Pedro, su guapo y ya familiar rostro, escuchando su voz, sentada en su cama después de que él la hubiera conducido por un increíble viaje sensual, comprendió lo que había estado obviando todo el tiempo.
Era perfecto.
Bueno, no perfecto. El hombre tenía fallos. Pero era todo lo que ella había estado buscando. Cariñoso, cálido, listo, familiar, afectuoso, intrigante y determinado; y no lo intimidaba en absoluto su gran inteligencia. Perfecto.
Y, en algún momento, se había enamorado de él.
Una increíble noche de amor hizo que Paula consiguiera no pensar en su descubrimiento. A la mañana siguiente se marchó temprano, alegando una muy legítima reunión con Sofía. La aterrorizaba no ser capaz de seguir actuando con normalidad delante de Pedro. No iba a poder hacerlo cuando su mente casi daba vueltas por el asombro.
Enamorada de Pedro. ¿Cómo? ¿Cuándo? Se suponía que no iba a enamorarse de nadie, y menos aún de un hombre que nunca, bajo ninguna circunstancia, iba a confiar en una mujer.
Fue a casa, se duchó y se cambió. Tal y como había prometido, David había devuelto su coche la noche anterior y dejado las llaves en una maceta, junto a la puerta delantera. Las recogió y condujo a la boutique nupcial, donde Sofía y ella iban a elegir un par de vestidos para las damas de honor.
—Nada empalagoso —dijo Sofía, cuando Paula estacionó junto a su coche y bajó del suyo—. Nada con volantes y nada que requiera ser alta para lucirlo. No sé si lo habrás notado, pero yo no soy alta.
—¿Desde cuándo? —Paula simuló sorpresa.
—Muy graciosa. Sabes lo que quiero decir. Hay mucha ropa que queda fabulosa si eres alta como una jirafa, pero que al resto de los mortales nos hace parecer rechonchos. Me niego a parecer rechoncha en la boda de mi hermana.
—Ningún vestido de ésos, lo prometo.
—Más te vale. No quiero que las dos hermanas altas ganen por mayoría.
—La confianza es una parte básica de nuestra relación.
—No confío en nadie que tenga unas piernas tan largas como las tuyas —rezongó Sofía. Entraron a la tienda—. Vi las fotos del vestido de novia. Es genial.
—Estoy segura de que Christie nos enseñará el vestido que ha elegido Julia —afirmó Paula—. Es sin hombros, así que podríamos escoger el mismo estilo o con tirantes finos. Nada que sea largo.
—Gracias a Dios —Sofía puso los ojos en blanco—. Tengo muchos vestidos largos de otras bodas. Y la novia siempre dice «Puedes cortarlo». Como si hubiera muchas ocasiones para ponerse un vestido verde lima corto y con relieves de terciopelo. Hablando de verde, sé que es uno de los colores elegidos. Pero somos rubias. Elegiremos tonos rosas, ¿verdad?
—Oh, sí. El verde me recuerda demasiado una reciente intoxicación. No me pondré ese color.
—¿Ves? Así debería ser —dijo Sofía—. Solidaridad entre hermanas.
—Buenos días, señoritas —Christie fue hacia ellas—. Tú debes de ser Sofía. Soy Christie.
Se dieron la mano.
—¿Están listas para probaros vestidos de dama de honor? —preguntó Christie—. He estado escribiéndome con Julia y tiene algunas sugerencias.
Paula miró a Sofía, que gimió.
—¿Buenas o malas sugerencias? —preguntó Sofía con voz tenue.
—Buenas —sonrió Christie—. Creo que les gustarán. Por cierto, Sofía, ¿quieres que saque el vestido de Julia para que lo veas?
—Si no te molesta, me encantaría verlo.
—No es problema —Christie miró a Paula—. Podríamos hacer la primera prueba, si tienes tiempo.
—Estoy disponible.
—Excelente. Siganme y les enseñaré los vestidos que eligió Julia.
La siguieron a una habitación lateral llena de vestidos de dama de honor. Había dos colgados en la pared. Uno era sin hombros, ajustado a la cintura y luego caía con un poco de vuelo y terminaba en un bajo recto. Por encima llevaba otra capa de tejido transparente con ondas en el borde. El segundo vestido era tipo túnica, con un poco de encaje en el corpiño y el bajo haciendo forma de tulipán.
—Los dos me gustan —dijo Sofía— ¿Qué opinas tú?
—Ninguno da miedo, hay que reconocérselo a Julia —contestó Paula.
—Bien —Christie señaló dos probadores—. Tienen los dos modelos. Se prueban y yo volveré en unos minutos.
—Eso significa que Julia le envió nuestras tallas —murmuró Sofía, ya en los probadores—. ¿No te preo cupa a veces lo organizada que es?
—No demasiado —Paula se quitó la camiseta y los vaqueros—. Nos prestarán unos zapatos de prueba. Para ver cómo quedan los vestidos con tacones.
La puerta de su vestuario se abrió y Sofía entró y la cerró a su espalda.
—Vale —dijo—. ¿Qué es lo que va mal?
—Nada —Paula la miró—. ¿Por qué? Estoy bien.
—No estás bien. Estás... —frunció el ceño— No lo sé, no puedo definirlo, pero bien no es la palabra. ¿Estás molesta? ¿Ha ocurrido algo malo? ¿Necesitas que Manuel mate a alguien?
—Aunque agradezco la oferta, y estoy segura de que él también, estoy bien. En serio.
—No me iré hasta que no lo confieses todo —Sofía se cruzó de brazos.
—No hay nada que... —Paula suspiró—. He hecho lo posible por actuar con normalidad.
—Pues no lo has conseguido —Sofíatorció la boca—. ¿Qué pasó? ¿Es Pedro? ¿Te ha hecho daño?
—Claro que no. No. Él no ha hecho nada malo. Es sólo...
—No hace falta que hables de ello si no quieres —Sofía se acercó y le tocó el brazo.
—Ya, claro. Lo dices ahora —Paula consiguió sonreír— Es sólo... Nosotros... —tragó saliva—. Estoy enamorada de él.
—¿Y? —Sofía siguió mirándola con fijeza.
—Y nada. ¿No te parece bastante? Estoy enamorada de Pedro AlfonsoTercero. ¿No es una locura?
—Nada de locura. Es fantástico —Sofía sonrió y la abrazó—. Estás enamorada. Eres soltera y él soltero. Tú eres maravillosa y él alguien a quien el resto de la familia podría tolerar. ¿Cuál es el problema?
—Estoy aterrorizada —Paul se sentó en el banco y se tapó la cara con las manos—. ¿Y si soy igual que mamá? ¿Y si me pierdo? ¿Y si le permito que me trate fatal y finjo que eso me vale, porque es mejor que estar sin él?
—¿Y si no pasa nada de eso? —Sofía se sentó a su lado y la rodeó con un brazo—. ¿Y si eres fuerte y madura y te permites ser feliz.?
Aunque agradecía el apoyo, ser feliz no le parecía una opción en ese momento.
—Él tiene problemas.
—Claro que los tiene —Sofía hizo una mueca—. Como todos los hombres.
—Los suyos son complicados. No confía en las mujeres. Nunca. Jamás. El tipo rico no se fía.
—A mí me parece sencillo —la contradijo Sofía—. Bien. No confía. Supongo que otras mujeres le han enseñado a ser así. ¿Pero qué has hecho tú para que no confíe en tí? Nada. Así que puede que lleve algo de tiempo y trabajo, pero lo harás cambiar.
Paula deseó que fuera así de fácil, pero su instinto le decía que Pedro no iba a convencerse.
—¿Siempre has sido tan optimista? —preguntó.
—Creo que sí —contestó Sofía—. Soy la mediana. Mi función es ver los dos lados de las cosas. Aunque ahora sólo esté viendo el tuyo. Ten un poco de fe. Dudo que no te corresponda. Eres fantástica. Tiene suerte de tenerte en su vida.
—No creo que yo sea el problema. Lo es él, y no sé cómo arreglar eso.
—No tienes que hacerlo. Eso es trabajo suyo.
—¿No seré como mamá? —Paula miró a su hermana—. ¿Enamorándome de un hombre incapaz de comprometerse?
—No te pareces en nada a mamá. Eres tu propia persona. Ten un poco de fe en ti misma.
Sonaba fácil, pero Paula no sabía cómo hacerlo.
—¿Estás bien?
—Sí. Tenemos vestidos que probarnos.
Unos minutos después se reunieron frente al espejo de tres cuerpos.
—Este no es favorecedor —gruñó Sofía, colocando los tirantes del vestido—. El bajo con forma de tulipán hace que parezca bajita.
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