—Entonces la cuestión de la confusión en realidad no es un problema, porque yo soy el Alfonso que querías que fuera.
Paula vacilaba y Pedro disminuyó la presión de su mano.
Sí, Paula quería estar con él en términos físicos. ¿Pero quería estarlo siempre? ¿Podría permitirse amarlo tal y como pensaba que podría hacerlo cuando creía que Pedro era en realidad un tranquilo hombre de negocios que podía desear tener una esposa, hijos y una casa en las afueras?
—¿Paula?
—Ahora mismo no sé lo que quiero —admitió suavemente.
—¿Y crees que serías capaz de explicármelo? Paula no estaba muy segura de cómo hacerlo, pero tenía que intentarlo.
—Pedro, no hay ninguna duda de que mi cuerpo te desea. Y eso ha sido así desde el principio.
Pedro vaciló un instante, pero después se atrevió a decir:
—Pero tu cerebro no, ¿verdad? ¿O es que tu cerebro está interesado en un hermano y tu cuerpo en otro?
Aquella vez, el enfado que teñía su voz era inconfundible.
Paula quería negar inmediatamente aquella acusación. Odiaba cómo habían sonado sus palabras. Odiaba enfurecerlo o, peor aún, herirlo. Pero su deducción no era del todo desacertada.
Físicamente, no había ninguna duda del hombre al que deseaba. Y, mentalmente, bueno, estaba convencida de que no deseaba a Federico, pero no podía negar que la atraía lo que Federico representaba: estabilidad, seguridad.
Llegaron al camino de su casa antes de que Paula pudiera responder a aquella acusación. La joven advirtió por la tensión de su barbilla y el brillo de sus ojos que Pedro había interpretado su silencio y no le había gustado nada su respuesta.
Ella abrió la boca para decir algo, pero él ya había abierto la puerta y saltado de la camioneta para ayudarla a bajar. Siempre tan atento, incluso cuando era obvio que estaba furioso con ella.
Paula se deslizó contra él mientras descendía, provocando con aquella deliciosa fricción un calor instantáneo. Sus senos rozaron su pecho. Sus muslos sus piernas.
Pedro retrocedió, la agarró del brazo y la acompañó hasta la puerta.
—Pedro... —comenzó a decir Paula, comprendiendo que no podía dejar que volviera a su casa creyendo que estaba interesada en su hermano.
Pero antes de que hubiera podido decir una sola palabra, la puerta de su casa se abrió.
—Has vuelto —dijo su madre con una enorme sonrisa—. Justo a tiempo —-Alejandra sostuvo la puerta abierta de par en par para invitarlos a pasar.
Pedro se quedó en el porche.
—¿No vas a pasar? ¿Ni siquiera quieres ver las flores tan preciosas que le has enviado?
—¿Flores? —preguntó Paula. Pedro se quedó mirándola fijamente.
—Eh, mamá, creo que deberías dejar que entrara Paula y leyera la tarjeta —dijo Sol.
Paula bendijo en silencio la perspicacia de su hermana, a la que le había bastado verlos para darse cuenta de la tensión que había entre ellos.
—No seas tonta —replicó Alejandra, ajena a todo lo que no fuera el olor a romance que se respiraba en el ambiente.
Alejandra agarró a Pedro de la mano y tiró de él. Paula los siguió y observó a su madre mientras esta señalaba un enorme ramo de rosas rojas que había encima de la mesita del café.
Paula sabía que no eran de Pedro. Lo veía en la contención y en la casi diversión que reflejaba su rostro. Una diversión fingida, probablemente. La tensión de su sonrisa indicaba que todavía estaba enfadado con ella porque no había sido capaz de responderle en la camioneta. Y las flores no iban a ayudar a mitigar su enfado.
—Qué detalle tan encantador, Pedro —continuó Alejandra, deshaciéndose de efusividad.
—No son mías.
Pedro tuvo la gracia de sonrojarse. Pedro se echó a reír mientras se acercaba al jarrón, tomaba la tarjeta que acompañaba el ramo y se la tiraba a Paula. Esta la atrapó al vuelo, pero no le hizo falta leerla para saber que era de Federico.
Pedro tomó una sola rosa del ramo.
—A mi hermano siempre le ha gustado lucirse. Nunca ha sabido apreciar el valor de las cosas sencillas —se volvió a Alejandra le tendió una rosa y le dirigió una íntima mirada—. Una sola rosa en la mano de una mujer es mucho más personal.
Alejandra prácticamente se derritió. Paula miraba a Pedro con recelo.
Este sacó uno de los ramilletes de florecillas blancas que acompañaban el ramo, cruzó la habitación, se lo colocó a Sol en el pelo con una delicada sonrisa y susurró:
—La comprensión es siempre más sincera que los halagos.
La imperturbable Sol se sonrojó.
Paula esperó con el corazón en la garganta mientras Pedro volvía a la mesa y sacaba el resto de las flores del jarrón. Sin saber muy bien lo que iba a hacer, se quedó completamente quieta mientras él caminaba hacia ella. Contuvo la respiración. El pulso se le aceleró. Y abrió los ojos como platos cuando vio que se acercaba a la puerta y tiraba las flores al jardín.
Tras ella, Alejandra dio un respingo y Sol soltó una carcajada.
Pedro se volvió hacia Paula y la tomó por los hombros.
—Las flores jamás podrán decir nada tan poderoso como esto.
E, ignorando completamente la presencia de su madre y de su hermana, le hizo ponerse de puntillas y atrapó su boca con un beso que la saturó completamente de deseo y aceleró al máximo sus hormonas.
Y después se volvió y se marchó.
En el momento en el que la puerta se cerró tras él, Paula sintió que ya no le sostenían las piernas. Se apoyó contra la puerta y fue deslizándose lentamente hasta el suelo.
—Preferiría haber conseguido lo mismo que tú —musitó Alejandra, se encogió de hombros, le guiñó el ojo a su hija y abandonó la habitación.
Sol se aclaró la garganta, y sacudió la cabeza, como si estuviera despertando de un sueño. Al final, se volvió para seguir a su madre y dijo con un trémulo suspiro:
—Yo también.
Paula no fue capaz de decir una sola palabra.
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