-Creo que sí. Y tú, eres...
-Pedro.
-Encantada de conocerte, Pedro. Me encantaría ir a cenar contigo, pero me temo que esta noche no podré -declaró con una sonrisa-. Además, ya no salgo con hombres con corbata.
Él se encogió de hombros.
-Eso se puede arreglar. Me la quitaré.
-Tampoco salgo con hombres con trajes.
-También me lo puedo quitar si quieres - dijo, con voz sugerente.
Ella arqueó una ceja y miró hacia los edificios que los circundaban.
-Sería muy interesante, pero ¿no temes que algún ejecutivo te pueda espiar con sus prismáticos? Yo lo haría si tuvieras la costumbre de salir a la terraza sin tu... corbata.
Pedro rio de buena gana y ella se estremeció al oír su risa. Le gustaba su sonido. Tanto como la curva de sus labios.
Paula respiró profundamente y se preguntó qué otros sonidos sería capaz de hacer él.
-No pretendía decir que me vaya a quitar el traje aquí.
-Ah, ya veo.
-¿Te parece bien que salgamos mañana? prometo que no llevaré demasiada ropa.
La mujer pensó que Pedro sabía cómo jugar al fuego de la seducción. Y ella lo deseaba, pero antes de continuar por aquel camino debía averiguar con quién estaba.
-¿Y qué haces aquí? ¿Tienes alguna reunión o algo así? -preguntó ella.
Paula deseó que Pedro no trabajara en aquel edificio, que no tuviera nada que ver con la empresa de Max Longotti, Longotti Lines. A fin de cuentas no quería iniciar su relación con su supuesto abuelo por el procedimiento de seducir a uno de sus empleados.
Aunque, por otra parte, tal vez no tendría que seducirlo. Tenía buen juicio con los hombres y sospechaba que aquel era muy capaz de seducirla a ella. A pesar de la cálida tarde, sintió un escalofrío.
Pedro hizo un gesto hacia uno de los despachos interiores y dijo:
-Ese es mi despacho.
Al oír la frase de Pedro, las esperanzas de Paula se desvanecieron. En cuestión de minutos, aquel hombre había conseguido volverla loca. Pero las cosas habían cambiado.
-Comprendo. ¿Trabajas aquí? ¿Trabajas para Max Longotti? -preguntó. Él asintió y ella tuvo que contenerse para no suspirar, decepcionada.
-Soy el nuevo directivo de Max. De momento-murmuró.
Paula maldijo su suerte. Acababa de encontrar a un hombre que le había devuelto la confianza en el sexo masculino y no podía tenerlo. Por maravilloso que fuera, se dijo que mantener una relación con él no sería muy inteligente.
Leo no se alegraría mucho si descubriera lo que quería hacer con aquel desconocido. Al parecer, pretendía que actuara como una jovencita encantadora, dulce y brillante ante su presunto abuelo.
Paula, nunca había sido. Leo lo sabía, así que solo quería que fuera brillante y encantadora. Pero de todas formas había insistido en que se comportara del modo más discreto y recatado posible. Y Paula, a quien le habían llamado de todo a lo largo de su vida, excepto discreta, sabía que acostarse con un ejecutivo de Max no encajaba precisamente en el concepto de discreción.
De hecho, Pedro acababa de convertirse en un hombre fuera de su alcance. Y se maldijo por ello.
Pedro notó el momento en el que la impresionante morena comenzó a retirarse. Su sonrisa desapareció, sus pestañas descendieron y cambió de posición en la silla para mirar el paisaje. Le pareció interesante que actuara de ese modo solo por haber sabido que trabajaba allí.
-Y ahora, ¿por qué no me dices quién eres y qué estás haciendo aquí, Paula?
-Estoy de visita.
La voz de Paula sonó fría; su calor había desparecido, pero a él no le importó. La pasión que había notado en sus ojos, unos segundos antes, habría derretido un témpano de hielo.
-¿De dónde vienes?
-De Baltimore.
La mujer volvió a poner los pies en la barandilla. Intentaba marcar las distancias de un modo tan evidente, que él estuvo a punto de reír. Pero aprovechó la ocasión para contemplar sus largas y preciosas piernas.
No. Una repentina ducha de agua fría no iba a servir para cambiar la atracción que había entre ellos. Ni, por supuesto, la atracción que él sentía hacia aquella mujer.
Si trabajaba para Max y le preocupaba la posibilidad de mezclar los negocios con el placer, estaba dispuesto a renunciar a su empleo. En comparación con eso, le pareció un detalle intranscendente. Ningún trabajo tenía el menor valor ante la mujer que le había devuelto su libido.
-¿Habías estado antes en Atlanta?
Ella negó con la cabeza.
Cada vez le resultaba más difícil que hablara él, pero no estaba dispuesto a rendirse ahora que la había conocido, después de contemplar sus preciosos ojos verdes a tan escasa distancia, después de notar su exótico perfume tras oír su rasgado y suave tono de voz. Todavía podia sentir la suavidad de la piel de su talon en la punta de los dedos.
La deseaba y no le importaba quién era ni qué estaba haciendo allí. Y sabía que ella también lo deseaba.
Era algo muy sencillo.
-¿A qué te dedicas?
Ella lo miró de soslayo y respondió:
-En este momento, soy camarera. Pedro estuvo a punto de reír, pero supo que decia la verdad y se encogió de hombros.
-Recuérdame que nunca te ofrezca prepararte una bebida.
-No creo que tengas ocasión de hacerlo - observó-. Solo estaré una semana en Atlanta.
Era evidente que intentaba librarse de él, pero Pedro no se había ganado su reputación de mujeriego por el procedimiento de rendirse con facilidad.
-¿Y dónde te alojas?
-En la propiedad de los Longotti -respondió-. O al menos, eso creo... Se supone que debo ir esta tarde.
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Max no había mencionado que esperaba una invitada, pero estaba deseando encontrarse con ella al salir de la ducha o llamar a su puerta, en plena noche, para pedirle prestado su dentífrico.
Se preguntó si dormiría desnuda y, acto seguido, se preguntó cuánto tiempo tardaría en averiguarlo. Esperaba que no demasiado.
Pensó que era una lástima que estuviera a punto de dejar la mansión de Max, pero enseguida se dijo que se aseguraría de que su apartamento no estuviera preparado antes de una semana. Así tendría la excusa perfecta para permanecer junto a Paula.
-¿Y cómo es que no sabes si te vas a alojar en casa de Max? ¿Es que no te está esperando?
Ella se humedeció los labios y él se estremeció. Su boca parecía pensada para besar. Y para hacer otras cosas.
-No exactamente. Leo me dejó aquí y se marchó a buscarlo. Creo que está arreglándolo todo.
-¿Facundo? ¿Facundo Pieres, el sobrino de Max?
-Sí.
Aquello no le gustó. Aunque no estaba allí para juzgar las relaciones de Max, Leo le parecía una rata de pelo canoso. Apenas lo conocía y ni siquiera sabía a qué se dedicaba exactamente, pero sabía que el sobrino de Max se había opuesto vehementemente a su llegada a Atlanta y a la posibilidad de que su familia comprara la empresa.
Según Max, Leo esperaba que le dejara la empresa a él cuando decidiera jubilarse. Pero Max no le tenía aprecio y le había comentado que en tal caso no se jubilaría nunca o que vendería la empresa.
Paula notó el repentino silencio de Pedro y preguntó:
-¿Conoces a Facundo?
-Muy poco.
-Lo conoces muv poco, pero no te gusta.
-Tampoco me disgusta. Lo conocí la semana pasada cuando comencé a trabajar para Longotti Lines.
Paula lo miró con sorpresa y su interés por él renació.
-¿Acabas de empezar a trabajar aquí? Pensé que tal vez te hubieran ascendido y que habías llegado de Florida para ocupar un nuevo cargo, o algo así.
-No, solo llevo una semana en Atlanta - explicó, inclinándose hacia ella para intentar recobrar la sensación de intimidad-. Pero, cuando acepté el empleo, nunca imaginé que me encontraría con morenas tan bellas en mi propia terraza. Tal vez debería comprar crema solar. ¿Quieres que te ponga un poco en la espalda?
Ella alzó los ojos al cielo.
-Ahórratelo. Me gustas más cuando no tienes las manos llenas de aceite -declaró ella con ironía.
Él rió.
-Está bien, Paula, seré sincero. No, no me gusta nada Facundo Pieres. Me parece que es un tipo estirado y petulante, con un gusto terrible con los zapatos y que necesita urgentemente un peluquero.
Paula sonrió.
-Vaya, vaya. También eres pomposo, según veo. Eres un cúmulo de contradicciones...
Pedro no pudo creer que lo hubiera llamado pomposo. Arqueó una ceja y se inclinó sobre ella.
-Tú también sabes mucho de contradicciones. En cuestión de segundos has pasado de ser cálida como el desierto a ser fría como un témpano de hielo.
Pedro la miró con intensidad, como retándola a que lo negara. Pero ella no se lo negó.
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