-¿Crees que le habrá dicho a los criados qué...?
Pedro se apoyó en uno de los sillones de cuero y la observó con atención y con gesto de sentirse tan cómodo en aquel lugar como si hubiera nacido con una cucharilla de plata en la boca. Paula, en cambio, parecía fuera de lugar incluso por su indumentaria; con sus pantalones cortos y ajustados, y su sugerente camiseta, parecía haber entrado en la casa por la puerta de servicio.
-¿A qué te refieres? ¿A si les ha contado quién eres, o quien podrías ser?
Ella asintió, esperando que Pedro respondiera negativamente. No quería mantener aquella charada delante de personas que probablemente habían conocido al difunto hijo de Max. No quería que la observaran permanentemente, que calcularan sus movimientos y analizaran cada una de sus palabras.
-No creo que se lo haya dicho a todos, ni mucho menos -continuó él-. Pero seguro que la señora Harris lo sabe. Trabaja para Max desde hace décadas.
Paula suspiró y miró hacia la puerta que el ama de llaves había cerrado al salir.
-Es encantadora. ¿Crees que conoció al hijo de Max?
Él asintió.
-Lo supongo.
-Claro -murmuró-. Entonces, no me extraña que haya sido tan amable conmigo.
-¿Insinúas que no estás ansiosa por ser recibida como la nieta pródiga? -preguntó, arqueando una ceja.
Paula lo miró con gesto de desagrado, para que supiera que había dicho una estupidez. Pero él no pareció ofendido. Caminó hacia ella, cruzando la habitación con largas zancadas, y la mujer pensó que el traje le quedaba muy bien.
Aunque estaba acostumbrada a salir con hombres que vestían con vaqueros y prendas de cuero, había algo muy interesante en el hecho de contemplar a un nombre como Pedro, de mirada depredadora, con un traje tan elegante y conservador como el que llevaba. Era como encontrarse ante un tigre enjaulado, como acercarse a él pensando que no había ningún peligro y descubrir que la puerta de la jaula estaba abierta.
De nuevo, intentó convencerse de que Pedro Alfonso no era su tipo, pero no podía olvidar lo que había sucedido en la terraza. Se había comportado de un modo encantador e intenso, profundamente erótico, y sus besos la habían seducido por completo. Se sentía a salvo en sus brazos, pero sobre todo, deseaba hacer el amor con él.
Sabía que Pedro intentaba contenerse, lo que no significaba que no la deseara del mismo modo. Lo había visto en sus ojos y en sus movimientos y estaba dispuesta a provocar, otra vez, su pasión. Sin embargo, primero tenía que recobrar la confianza en sí misma.
-¿Sientes curiosidad por él? Me refiero al hijo de Max.
Paula se cruzó de brazos y suspiró. Acto seguido, se sentó en el brazo de un sillón y fingió que no le importaba demasiado.
-Supongo que sí, en cierta manera. Cualquiera sentiría curiosidad.
En lugar de hablar, Pedro hizo un gesto hacia el enorme escritorio que se encontraba junto a uno de los balcones que daban al jardín. El sol de la tarde atravesaba las cortinas e iluminaba la madera del mueble, del mismo color que el pelo de Pedro. Entonces, Paula vio la fotografía enmarcada.
-Hay una foto de su hijo en el escritorio - dijo él.
-No sé si quiero verla. Tal vez más tarde - dijo ella, nerviosa.
Se suponía que Paula iba a servir las copas, pero fue Pedro quien se acercó al pequeño bar y sirvió dos vasos de whisky. Se acercó a ella, le dio uno y comentó:
-Ya me impresionarás con tus habilidades de camarera más tarde. De momento, creo que necesitas echar un trago.
Paula detestaba admitir que se encontraba muy alterada por aquella situación, pero aceptó el whisky con agradecimiento. Echó un buen trago, sintió el calor del dorado líquido en su garganta, y se encontró mejor casi de inmediato. Después, cerró los ojos durante un segundo y suspiró.
-Un buen whisky.
-¿Quieres otro?
-No, gracias.
Pedro se acercó para llevarse su vaso vacío, y al hacerlo, rozó la mano de la mujer. paula sintió un calor mucho más profundo que el que había sentido con el licor. Y por el gesto del hombre, supo que él había sentido lo mismo; permaneció allí, de pie, observándola con intensidad, hasta que por fin reaccionó y dejó los dos vasos vacíos sobre una mesita. Estaban tan cérca, que Paula podía sentir su respiración y el roce de una de sus piernas contra un muslo.
Pedro se puso muy derecho, pero no se apartó.
-Pensé que sentirías curiosidad por ver la fotografía del hijo de Max. ¿Es verdad que no te importa? ¿O es que tienes miedo? -preguntó, entrecerrando los ojos.
-No tengo miedo.
Sin embargo, Puala sabía que estaba mintiendo. Tenía miedo, sin ninguna duda. Pero probablemente, no por las razones que Pedro estaba imaginando. Por desgracia, no podía explicárselo; ni siquiera lo entendía ella misma.
Era obvio que Pedro pensaba que temía encontrarse ante la fotografía de un desconocido y que la reclamación de Facundo no tuviera base alguna. La realidad era muy diferente. Paula temía exactamente lo contrario; temía reconocer en la fotografía su propia mirada, reconocer su sonrisa o algún rasgo definitorio en su rostro. Si descubría que el pico de viuda lo había heredado del hijo de Max, no podría soportarlo.
La idea de haber aceptado aquel cheque para viajar a Atlanta le parecía cada vez más desafortunada.
No estaba preparada para ver aquella fotografia para enfrentarse al padre que no había cocido. Prefería mantenerse en la ignorancia tanto tiempo como fuera posible. Con un poco de suerte, podría regresar a Baltimore después de haber ganado algún dinero y de despedirse amigablemente de un anciano que no era su abuelo.
Pedro la contempló con intensidad durante unos segundos. Por fin, inclinó un poco la cabeza y dijo, con tono suave y casi como preguntandose:
-Tienes miedo de reconocerlo, ¿verdad? No quieres que sea cierto.
El hombre no dijo nada más al respecto. Resultaba obvio que no esperaba una respuesta por su parte.
-¿Por qué, Paula? -continuó-. No lo comprendo.
Paula tampoco lo comprendía. Pedro no podia entender que una mujer sin dinero y con un empleo inestable no se alegrara de poder sacar algo de aquella situación. La mayoría de las mujeres probablemente se habrían sentido muy afortunadas al descubrirse en una situación similar. Y muchas, al menos, se habrían alegrado de descubrir la verdad sobre su familia.
Pero Maite no era como la mayoría. Nunca lo había sido y nunca lo sería.
-Yo no encajo en este mundo. Estoy tan fuera de lugar como un cura en una mezquita-dijo con ironía-. No conozco el lenguaje, ni las costumbres, ni llevo la ropa adecuada, ni sé hablar como se debe, ni llevo el pelo correcto ni tengo la actitud que se espera. En este momento, lamento haber venido a Atlanta. Fue una idea *beep* y no debí aceptarla.
Pedro no dijo nada durante unos segundos. Se limitó a contemplarla, algo que la puso aún más tensa. Su masculina atención y el brillo de sus ojos verdes, oscurecidos, aceleraron el corazón de la mujer y la hicieron muy consciente de la calidez del cuerpo del hombre y de su aroma especiado.
Recordó el sabor de su boca y se estremeció.
Nunca, en toda su vida, había deseado que un hombre la abrazara con fuerza, sin más. Siempre se había arrojado a los brazos de los hombres en busca de pasión, de deseo, de posesión, de necesidad, de sexo. Y ciertamente deseaba todo aquello en Pedro, pero su preocupación por ella también le parecía muy atractiva. Y se lo pareció aún más un segundo más tarde, cuando extendió una mano y le apartó un mechón de la cara.
Se inclinó sobre ella y dijo:
-Ahora lo comprendo.
Después, y para sorpresa de Paula,añadió:
-No estás sola, Paula. Yo te ayudaré.
Una hora más tarde, mientras tomaba una ducha que no le sirvió para refrescar su ardiente piel, Pedro seguía sin entender por qué se había ofrecido para ayudar a Paula.
-¿Ayudarla a qué? -se preguntó, mientras enfriaba un poco más el agua.
Sabía en qué quería ayudarla: en tener docenas de orgasmos.
Pero aquello estaba fuera de lugar. En su futuro no habría orgasmos. Ni siquiera en la enorme ducha en la que probablemente debería haberse relajado un poco para librarse del deseo. Pero no quería masturbarse. No quería relajarse a solas; quería hacerlo con ella.
No sabía por qué la deseaba tanto. Era una mujer preciosa; sin embargo, había estado con muchas mujeres atractivas a lo largo de los años, y durante los últimos tres meses, ninguna había conseguido llamar su atención. Paula, en cambio, lo había logrado con el simple gesto de enseñarle un tobillo en la terraza de aquel edificio.
Las sospechas que albergaba sobre las intenciones de la mujer deberían haber sido suficiente razón para eliminar o reducir el deseo. Pero no había sido así. El hecho de que Paula fuera un misterio para él solo había servido para alimentar el fuego de la pasión.
Le gustaba su energía y su confianza en sí misma. Una confianza que había desaparecido cuando entró en la mansión de Max. No obstante, sabía que a Max le daría igual que Paula se sintiera cómoda o no en su mundo si finalmente resultaba ser su nieta.
Pero a ella sí le importaba. Para una mujer tan orgullosa, la sensación de encontrarse en una situación que no podía controlar debía de ser muy desagradable. Había, notado la confusión y el miedo en su mirada, y su debilidad lo había afectado de un modo más profundo de lo que jamás habría imaginado. Había descubierto en ella un poso de vulnerabilidad que probablemente Paula no estaba dispuesta a asumir.
En el fondo, la admiraba. A pesar de la vida que había llevado, no parecía sentir ningún tipo de amargura. Era huérfana y había crecido en una casa de acogida, con una madre adoptiva que también tenía que cuidar de otros niños. Sin embargo, no estaba resentida. Sonreía de forma sincera y su risa era contagiosa. Poseía un enorme sentido del humor y resultaba evidente que no se tomaba las cosas demasiado en serio.
Por lo visto, no se parecían demasiado.
Pedro estaba acostumbrado a una vida de lujos. Había crecido en un mundo de riqueza y privilegios, a pesar de lo cual le gustaba pensar que aquello no lo había echado a perder. Tal vez tuviera reputación de mujeriego en sus horas libres, pero trabajaba mucho porque nunca había pretendido ser un niño rico sin más ambición que los vehículos deportivos y las aventuras pasajeras.
Además, le agradaba saber que podía hacer lo mismo que su hermano: abrirse camino por sí mismo, sin tocar una sola moneda de la fortuna de los Alfonso. Aunque últimamente sus cheques procedían de la fortuna familiar, porque a fin de cuentas estaba gestionando la posible compra de una empresa, su salario era el mismo de cualquier otro ejecutivo y hasta entonces había sido más que suficiente para sobrevivir. Llevaba trajes caros porque le gustaba vestir bien, y conducía un Jaguar porque le encantaba la velocidad. Pero al margen de esos dos caprichos, no dilapidaba el dinero.
Sin embargo, supuso que Paula no le creería.
En cualquier caso, debía ser consciente de que él podía ayudarla mucho en aquel lugar. Si la reclamación de Leo era cierta, si realmente era la nieta de Max, tendría que vivir con ello hasta el fin de sus días.
Trabajar en un bar de Baltimore no se parecía nada a relacionarse con la élite de Atlanta. Paula tenía razón; no conocía ese mundo y la crucificarían en cuanto asistiera a su primera reunión social. Pero a Max, por supuesto, no le preocupaban esas cosas. Si Paula era su nieta, le habría dado igual que se dedicara a bailar desnuda en la barra del club de campo.
-Eso no sucederá -se dijo mientras se enjuagaba el pelo.
Pedro había dicho que iba a ayudarla y eso era exactamente lo que iba a hacer. Al menos, hasta que descubriera lo que se traía entre manos. Hasta entonces, ayudarla a comportarse de forma adecuada sería lo mejor para mantenerse cerca y asegurarse de que Max no sufría el menor daño. Pero había un problema: cómo mantenerse cerca de ella sin ponerle las manos encima y acabar en la cama cuando era lo que más deseaba.
Paula era divertida y muy guapa. Era irreverente y agresiva. Pero a veces resultaba tan vulnerable que solo le apetecía tomarla entre sus brazos y animarla. Era algo increíble tratándose de Pedro Alfonso, cuyo propio hermano lo había acusado, en cierta ocasión, de comportarse sin ningún tipo de miramientos con las mujeres.
Abrió al máximo el grifo de agua fría y dejó que el helado líquido resbalara por su cuerpo. Tras unos segundos, salió de la ducha e hizo ademán de alcanzar la toalla que había dejado en la barra poco antes. Pero antes de que pudiera dar otro paso, supo que tenía compañía.
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