sábado, 9 de mayo de 2015

Entre Dos Hombres: Capítulo 16

—Muy bien. Así que los dos estábamos fuera de lugar en el Centro Turístico Dolphin Island.
—Quizá esa fue la razón por la que conectamos —dijo Pedro, inclinándose hacia ella, para que pudiera sentir su calor—. ¿No crees que ambos estábamos buscando un poco de locura para un fin de semana excepcional?
Paula  tragó saliva, consciente de la cercanía de Pedro. Buscó en su interior la fuerza de voluntad que le permitiría permanecer inmune al sensual atractivo de aquel hombre. Pero no encontró ni un ápice. En lo relativo a Pedro Alfonso, tenía la fuerza de voluntad de un gatito de tres días.
Aun así, intentó parecer una mujer fría y controladora.
—El fin de semana ha terminado, Pedro. Será mejor que olvidemos lo ocurrido.
—Pero todavía estamos aquí, juntos —se inclinó hacia ella y esbozó una radiante sonrisa.
—Por casualidad —consiguió susurrar ella.
—¿Y no crees que las mejores cosas ocurren siempre por casualidad? —la agarró del brazo. Paula tragó saliva y retrocedió.
—No me toques, por favor. Necesitamos hablar no... no tocarnos. Pedro levantó las manos.
—De acuerdo. Nada de tocarnos. Nos limitaremos a hablar.
Un coche entró en aquel momento en el aparcamiento, cegándolos con sus faros. Paula se llevó la mano a los ojos y se volvió. Pedro acababa de hacer lo mismo, de modo que terminaron mirándose el uno al otro a los ojos.
—Será mejor que salgamos de aquí antes de que vuelva la grúa —dijo Paula por fin, obligándose a desviar la mirada.
—Podemos ir a hablar a cualquier otro sitio. ¿Tienes hambre?
El estómago de Paula contestó con un gruñido a su pregunta. Hacía horas que había almorzado.
—Supongo que sí.
—Muy bien, entonces te invitaré a cenar — dijo Pedro, agarrándola de la mano y caminando hacia la camioneta.
—No creo que sea una buena idea, pero te agradecería que me llevaras a casa.
—Me temo que en casa no vas a poder cenar, porque la pizza se ha terminado.
—¿La pizza? ¿Has estado en mi casa comiendo pizza con mi familia? —sin esperar respuesta, se puso de puntillas y olfateó, buscando la prueba de que le había robado la cena.
Y antes de que Paula pudiera darse cuenta de lo que Pedro estaba haciendo, este la rodeó con el brazo y la besó.
El contacto fue eléctrico. Paula se separó de él y lo amenazó con el índice.
—¡Tú, rata inmunda! Espinacas, ajo y cebolla. ¡Te has comido mi pizza!
—Culpable —respondió él riendo—. Sabe mucho mejor de lo que suena. Y como gracias a ello he conseguido un beso, la verdad es que no puedo decir que me arrepienta de haberme comido tu pizza, Paula.
Bueno, si tenía que ser completamente sincera, tampoco ella. Había habido chispas, fuego y explosiones en abundancia en aquel breve beso. Sin duda alguna, Pedro provocaba algo muy dentro de ella que su hermano no era capaz de despertar.
Pero eso no significaba que estuviera pensando en besarlo otra vez. De ninguna manera. No hasta que se hubiera aclarado las ideas. Hasta que no supiera el nombre completo, la talla y la fecha de nacimiento de Pedro, esa adorable boca no iba a volver a acercarse a la suya.
—Muy bien, puesto que te has comido mi pizza, ahora tendrás que invitarme a cenar — metió la mano en el bolso y sacó un chicle de menta—. ¡Y toma!
—Gracias —Pedro se metió el chicle en la boca y masticó riendo.
Diablos, el rítmico movimiento de su boca era demasiado sexy para la paz mental de Paula.
Fueron caminando juntos hasta la camioneta y, una vez dentro, en la oscuridad de la cabina, Paula se arrimó hasta la puerta y permaneció allí como si la hubieran pegado con velero. Oyó que Pedro se reía. Indudablemente, había notado la pared invisible que estaba intentando erigir entre ellos. Fueron en silencio durante algunos minutos. Paula no sabía qué decirle a aquel hombre del que tan cerca había estado unos días atrás.
—¿Estás bien? —le preguntó Pedro.
—Sí —susurró, preguntándose cómo sabría que estaba tan afectada. No debería estar afectada. Avergonzada, sí. Sintiéndose un poco *beep*, también. ¿Pero por qué la había afectado tanto averiguar que Pedro no era Federico? El hecho de que no fuera el mojigato director de las galerías debería mejorar las cosas, no empeorarlas.
Pedro era el asombroso amante que la había alzado hasta alturas insospechadas durante el fin de semana. Y la conocía mejor que ningún otro hombre la había conocido hasta entonces. Con él había superado la timidez. Le había mostrado lo que le gustaba y lo que no le gustaba. Dónde acariciarla. Cuándo aumentar la velocidad o cuándo ir más despacio. En qué lugar de su cuerpo podía obtener un gemido con solo tocarla.
No. Él no había cambiado. Seguía siendo el mismo. El mismo hombre... Pero al mismo tiempo, un completo desconocido que era, precisamente, la clase de hombre con la que había jurado no involucrarse jamás. Un amante del riesgo. Un hombre que se había alejado de la seguridad y la estabilidad para abrazar la incertidumbre. La clase de hombre que jamás sería feliz con el tipo de vida estable que Paula había anhelado desde la infancia.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó él.
—Estaba preguntándome si todo esto no será una terrible pesadilla y voy a despertarme de un momento a otro.
—Ahora sí que has herido mis sentimientos.
—Lo siento, no pretendía decir que tú fueras terrible.
La sonrisa de Pedro le indicó que estaba bromeando.
—Caramba, eso sí que es un consuelo. ¿Y qué parte te parece terrible? ¿La del viernes por la noche en la playa? ¿La del sábado en tu habitación? ¿La llamada de teléfono?
La llamada de teléfono. Hacía solo una noche habían estado intercambiando toda clase de susurros por teléfono, fantaseando juntos durante una llamada que había durado casi dos horas. Cuando se recordó a sí misma diciéndole que a veces se preguntaba lo que sería hacer el amor estando atada con pañuelos de seda, sintió que se ruborizaba.
Pero recordó entonces la pasión que había reflejado la voz de Pedro  cuando le había dicho lo mucho que había pensado en ella el sábado por la noche y cuántas veces se había imaginado terminando lo que habían empezado. Y se estremeció.
En medio de la oscuridad de la cabina, Pedro le tendió la mano. Paula se la tomó sin decir nada. Necesitaba la ternura que silenciosamente le ofrecía, la seguridad que aquella tierna caricia le proporcionaba.
—Lo siento. No debería haberlo mencionado —dijo Pedro por fin, con la voz ronca, como si él también se hubiera permitido perderse en la sensualidad de los recuerdos—. No te he traído aquí para seducirte, ni para que ignoraras lo que ha pasado.
¿Seducirla? Diablos, como continuara acariciándole la palma de la mano con el dedo índice, se iba a quitar su ropa antes de que hubieran llegado al primer semáforo. Y se sentiría mucho mejor si Pedro bajara la ventanilla y escupiera el chicle de menta que le hacía mover la mandíbula a ese ritmo tan sexy que la estaba volviendo loca de deseo.
—Gracias. Mira, creo que es mejor que me lleves a mi casa. Me gustaría estar sola un rato.
Pedro  parecía a punto de protestar, pero no lo hizo. Continuaron en silencio durante algunos minutos, sin soltarse la mano. Paula aprovechó la oscuridad de la cabina para estudiar su perfil. Su fuerte barbilla, la mandíbula perfectamente cincelada, su boca.
Se obligó a apartar la mirada y fijarla en el asfalto. Pero sus ojos volvían siempre a él. ¿Cómo podía haberlo confundido con su hermano? En lo más esencial, eran completamente diferentes. Cuando estaban a punto de llegar a su barrio, Pedro rompió el silencio.
—¿Cómo vamos a solucionar todo esto? ¿Podemos quedar mañana?
—No lo sé.
Pedro suspiró frustrado.
—Entonces hablame, explícate. ¿Qué es lo que más te ha molestado? ¿Te sientes avergonzada? ¿Estás preocupada por lo que pueda decir Federico?
—No me gusta sentir que no controlo la situación.
—¿Siempre lo controlas todo, Paula? Paula rio suavemente.
—No, normalmente no. Pero me gusta fingir que lo hago. Y me gusta que la gente que me rodea crea que siempre sé lo que estoy haciendo.
—De modo que lo que te molesta es haberte visto atrapada en una pequeña confusión de identidades.
—¿Una pequeña confusión de identidades? Eso es como decir que el Everest es una colina.
-Paula, no eres la primera persona que nos confunde a Federico y a mí. Aunque yo sea mucho más guapo e infinitamente más agradable.
Paula consiguió esbozar una sonrisa.
—Sí, lo eres. Y también muy modesto.

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