martes, 5 de mayo de 2015

Entre Dos Hombres: Capítulo 4

Paula no sabía cómo, no sabía por qué, pero mientras se volvía, sabía que iba a encontrar al hombre de sus sueños otra vez. Federico permanecía frente a ella, llevando únicamente unos viejos vaqueros. La miraba con intensa curiosidad y Paula estuvo a punto de tenderle la mano, deseando invitarlo a bailar con ella bajo la lluvia.
Sin embargo, cuando un nuevo relámpago rasgó los cielos y fue seguido por el retumbar de un trueno, decidió que no era una buena idea. De modo que se agachó para recoger sus cosas, sabiendo, sin necesidad de mirarlo, que Federico se había acercado a ayudarla. La tormenta no lo intimidaba en absoluto.
Allí estaba, sí. Paula metió el libro, el protector solar y las gafas de sol en su bolsa de playa y apenas tuvo tiempo de ponerse el pareo antes de que Federico  la agarrara del brazo e intentara tirar de ella hacia el interior del edificio.
—Una piscina no es el mejor lugar para disfrutar de una tormenta —dijo Pedro, elevando la voz por encima del viento.
Paula  asintió y se detuvo únicamente para ponerse las sandalias antes de correr junto a él hacia la entrada del hotel. No la sorprendió en absoluto oír las carcajadas del que ella creía Federico cuando irrumpieron en el interior, justo en el momento en el que la lluvia se convertía en un diluvio torrencial.
—Hemos entrado justo a tiempo —Pedro sacudió con fuerza la cabeza. Las gotas de agua que se desprendieron de su pelo cayeron sobre el rostro, la garganta y el pecho de Paula. Fue un contacto inocente, pero no por ello menos íntimo.
Pedro  se echó el pelo hacia atrás y Paula distinguió algo dorado en su oreja. Era un pendiente. Jamás, ni en un millón de años, pensó, habría podido imaginarse a Federico con un pendiente. Desde luego, jamás lo había llevado al trabajo. Y en ese momento, en lo único en lo que podía pensar era en lo interesante que sería mordisquear el lóbulo de su oreja. Tirar suavemente del pendiente, acariciarlo con la lengua...
Se estremeció.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
Paula  asintió, intentando respirar.  Ambos se apoyaron contra la pared acristalada del vestíbulo del hotel.
—Sí, estoy bien, gracias —consiguió decir—. Me gustan las tormentas. Si no fuera por el peligro de los rayos, bajaría ahora mismo a la playa.
Pedro  asintió.
—Sí, a mí también me encanta sentir la fuerza del aire y del mar. Sentir el sabor del mar en los labios y un viento tan intenso que parece que nunca vas a poder respirar.
—Suena maravilloso.
—La mayoría de la gente pensaría que estamos locos —se rio de sí mismo—. Pero me han llamado cosas peores. ¿Qué te parece un paseo bajo la lluvia? Cuando acaben los rayos, claro.
—Me encantaría.
Mientras recobraba el ritmo natural de la respiración, Paula se detuvo para observarlo. Y se encontro a si misma clavando la mirada en su torso desnudo, bronceado y perfectamente musculado. Tenía los hombros anchos, un pecho poderoso y la cintura estrecha. Paula se mordio el labio inferior y dejo que su mirada continuara bajando por la flecha de vello que descendia por su vientre hasta desaparecer por la cinturilla de sus vaqueros.
Exactamente, ¿cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había hecho el amor?
Sacudió la cabeza para apartar de su mente las imágenes eróticas que la invadían y se arriesgó una vez más a mirar su pecho desnudo.
—¿Has perdido la camisa?
Era obvio que había advertido su mirada, porque esbozó una sonrisa devastadoramente coqueta que Paula no había contemplado jamás en los labios de Federico Alfonso.
—Fuera hace mucho calor. Pero tú tampoco vas demasiado vestida.
Paula siguió el curso de su cálida mirada descendiendo por su cuerpo. La parte superior del bikini era casi discreta comparada con otras que había visto en la piscina, pero en aquel momento le pareció minúscula. Las curvas de sus senos asomaban por encima de la tela, moviéndose al ritmo de su respiración. El aire acondicionado del vestíbulo le ponía la piel de gallina. Y la dureza de sus pezones era inconfundible.
—No he tenido tiempo de taparme —susurró.
—Por mí no te molestes en hacerlo.
Paula ya era incapaz de moverse. Y de formular cualquier pensamiento coherente. La mirada de Federico comenzó a ascender hasta detenerse en su rostro, en sus labios. Iba a besarla.
—Aun a riesgo de parecer un vulgar donjuán, me gustaría decirte algo: tienes una sonrisa preciosa.
¿Una sonrisa? Sí, suponía que se refería a la sonrisa beep que debía haber aparecido en su rostro mientras se lo imaginaba arrastrándola a sus brazos y presionando sus labios. Le bastaba imaginarse a aquel hombre abrazándola, imaginarse su lengua acariciando la suya o sus manos en su cintura para que sus piernas se convirtieran en gelatina y su cerebro dejara de funcionar.
—Gracias —musitó. Intentó bromear, aliviar la tensión que había entre ellos—. Y tú también. Pero la verdad es que no sonríes muy a menudo. Un empleado del hotel, el mismo que había estado recogiendo las tumbonas durante la tormenta, caminó hacia ellos. Paula retrocedió un paso, intentando distanciarse tanto física como emocionalmente de la fuerza seductora de Pedro. Miró a su alrededor, pero sus ojos volvieron a él. A su rostro bronceado. A la curva de sus labios. A la línea de su barbilla. A la perfección de su torso desnudo. Incluso a sus manos. ¡Sus manos! ¿Cómo no se habría fijado nunca en que tenía unas manos tan fuertes?
—Supongo que debería volver a mi habitación y vestirme para la cena —consiguió susurrar Paula  mientras reparaba en la divertida sonrisa que les dirigió el mozo de la piscina.
—Podemos vernos más tarde. Después de la cena.
No debería. Allí estaba sucediendo algo que no tena nada que ver ni con los almacenes Alfonso's ni con el congreso. Debería tranquilizarse, subir a su habitación, tomar aire y recordar lo que era verdaderamente importante: la universidad, el trabajo y su familia. No un hombre. No un hombre tan atractivo que le robaba la respiración.
Asintió.
—De acuerdo —inmediatamente abrió los ojos como platos. ¿Por qué había dicho eso?
—¿Quedamos a la diez en el bar? Sin dejar de regañarse mentalmente por la estupidez de sus actos, musitó:
—Allí estaré.
—Entonces tenemos una cita a las diez.
¿Una cita? ¿Una cita con su director? ¿Con un hombre que podría echarla cuando le apeteciera? ¿Acaso se había vuelto loca?
Quizá. Pero, maldita fuera, la locura le hacía sentirse maravillosamente bien.
—Ahora tengo que irme —le dijo—. Tú también, ¿no?
Pedro  arqueó una ceja con expresión burlona.
—Nos veremos dentro de un rato —continuó ella, sin querer oír su respuesta.
Estrechó la bolsa contra su pecho, se volvió y corrió hacia el ascensor, luchando contra la necesidad de volver la cabeza para mirarlo una vez más.
No importaba. Volviera o no la cabeza, sabía que él estaba atento a cada uno de sus pasos. La excitación que corría por sus venas era la única prueba que necesitaba.
Mientras presionaba el botón del ascensor, se descubrió a sí misma recordando las palabras de Zaira. «una loca y fabulosa noche de sexo».
Hasta que aquella voluptuosa morena no desapareció de su vista, Pedro no se dio cuenta de que no sabía su nombre. Se rio de sí mismo, consciente de que probablemente había parecido tan tontamente fascinado como un adolescente. Pero ella había estado de acuerdo en que se vieran más tarde. Y entonces averiguaría su nombre. Y algunas otras cosas sobre ella.
Pedro  no era capaz de recordar la última vez que se había sentido atraído por una mujer nada más verla, como le había ocurrido aquel día. Habían pasado siglos desde la última vez que había tenido tiempo para una cita, o para involucrarse sentimentalmente con nadie. Su empresa había sido un compromiso de veinticuatro horas al día desde el día que la había iniciado. Era curioso cómo, el tener que pagar un alquiler por primera vez en su vida, había convertido el trabajo en lo más importante para él.
Se negaba a pensar que la ruptura de su compromiso hubiera sido la razón por la que no se había permitido a sí mismo interesarse realmente en una mujer durante los últimos tres años. Sexo sí. Eso era fácil de conseguir. ¿Pero encontrar a alguien a quien realmente deseara conocer? Vaya, eso no le había ocurrido desde hacía mucho tiempo.
La mera idea de estar pensando en aquellos términos lo asustaba. No, el momento no era el ideal, desde luego. Lo último que necesitaba durante aquellas últimas semanas del proyecto era que lo distrajera una morena voluptuosa con una sonrisa devastadora. Pero él jamás había antepuesto sus necesidades a sus deseos.
Mientras caminaba por el pasillo, deseó de pronto haberle pedido el número de su habitación, por si al final ella decidía no bajar a su cita.
—Vendrá —se dijo a sí mismo. Y al recordarla mirando al mar bajo la lluvia, supo que era una mujer por la que merecía la pena arriesgarse.
A las diez y cinco, Paula permanecía en la habitación del hotel, mordiéndose el labio nerviosa y mirando su reflejo en el espejo del baño. Federico no había aparecido durante la cena, de modo que hacía ya varias horas que no lo veía. Unas horas durante las que había ido acobardándose cada vez más.
—No puedes hacer esto, lo sabes, ¿verdad? — le dijo a su reflejo.
Pero sería solo una copa...
—Tonterías. Tú estabas allí, sentiste el calor, Paula Chaves. Sabes que es posible que quedes esta noche con él y no volváis a separaros hasta mañana por la mañana.
«¿Y tan terrible es?».
—Sí, es terrible. No puedes tener una aventura con tu jefe. Este trabajo es muy importante. Si lo pierdes, tendrás que dejar la universidad y conseguir un empleo con horario diurno para pagar el dinero del alquiler.
¿Pero cuándo su propia vida iba a ser tan importante como su trabajo?
Aquella era la pregunta del millón. ¿Cuándo iba a poder empezar a vivir? Paula se había hecho responsable de su madre y de su hermana desde que tenía doce años, justo después de que el segundo marido de su madre la abandonara. Aquel había sido el peor año de su vida. Paula y Sol  había sido separadas de su madre durante meses y, cuando habían vuelto a estar juntas, Paula se había prometido que no volverían a separarlas nunca más.
Y desde entonces nunca había olvidado que era ella la que tenía la responsabilidad de mantener a la familia unida. Sol era demasiado pequeña y Alejandra  demasiado impredecible.
Seguir los impulsos de su corazón, o en aquel caso de su libido, no era algo a lo que Paula estuviera acostumbrada. De modo que, ¿por qué no permitírselo por una vez? Ella sabía lo que quería. No podía ser tan cobarde...
—Oh, cállate —musitó en voz alta.
A veces se imaginaba a aquella insidiosa vocecita interior como un pequeño dibujo animado, como un diablillo con cuernos y cola, sentado sobre su hombro izquierdo y susurrándole al oído cada vez que ella estaba pensando en hacer algo realmente *beep*. Y, en el otro hombro, en vez de un ángel, imaginaba una versión diminuta de la hermana Mary Francés.
Aquella religiosa había sido su profesora durante el único año que Paula había pasado en una escuela religiosa. Un año provocado por uno de aquellos extraños periodos de religiosidad de su madre. Eso había sido antes de que su verdadero padre se fuera, cuando todavía tenían una vida normal. Paula se había pasado la mayor parte de ese curso sentada en una esquina, hasta que había aprendido a comportarse como una verdadera damita. En vez de aprender paciencia y obediencia, durante aquellos castigos Paula se dedicaba a inventar formas de vengarse del Pingüino, que era como llamaban las niñas a la hermana. De modo que la hermana Mary Francés rara vez ganaba en sus batallas contra el diablillo.
Al final, harta de aquella discusión consigo misma, agarró el bolso y salió dando un portazo de la habitación. Sin embargo, la discusión mental continuó. Habló consigo misma en el ascensor y durante el camino hacia la planta baja. Y también mientras se dirigía hacia el bar. Lo encontró abarrotado y se detuvo para echar un rápido vistazo a su alrededor.
Estaba a punto de convencerse de que Federico no había acudido a la cita cuando lo vio esperándola en una esquina, sentado en uno de los taburetes de la barra. Cualquier idea de salir corriendo desapareció al instante de la mente de Paula. Y no solo porque él la hubiera visto. Ni por la intensidad de su mirada mientras se levantaba y se dirigía hacia ella. Aquella no era la mirada de seguridad y absoluta confianza en sí mismo propia de Federico.
No, era una mirada de alivio. De admiración, de anticipación.
—Pensaba que no ibas a venir —le dijo con voz ronca.
—He estado a punto de no hacerlo.
—¿Y qué te ha hecho cambiar de opinión? Paula se apartó un mechón de pelo de la cara e intentó parecer natural.
—Estaba sedienta.
— Me alegro de que estuvieras sedienta — contestó él con una sonrisa mientras la conducía hacia una mesa situada en una esquina.
La mesa estaba escondida por algunas plantas y daba a un jardín interior ambientado por el suave gorgoteo de una fuente.
Velas, flores... Una mesa apartada. "Paula Chaves da media vuelta inmediatamente y vuela a tu habitación".
—Vayase de una vez, hermana —susurró Maite.
Pedro advirtió inmediatamente su repentina ansiedad.
—¿Té parece bien? He pedido una mesa apartada para que podamos hablar.
—Eh, sí, claro.
Después de sacarle una silla a Paula, Pedro se sentó frente a ella.
—Por favor, relájate. No me he llevado una impresión equivocada. Sé que has venido aquí a trabajar, que no has venido aquí para esto. Y que lo último que pretendías era quedar con un hombre al que no conoces en el bar de un hotel.
—Un bar iluminado por la voluptuosa luz de las velas, ambientado con música de baile... — musitó—. No, no es algo propio de mí. Normalmente soy muy aburrida. No tengo ningún episodio que recordar en el bar de un hotel. Soy una chica aburrida, no tengo nada especial que contar.
Pedro alargó la mano para tomar la de Paula.
Pedro Paula levantó la suya para tocarse el pelo nerviosa.
—Lo dudo. Te he visto en la piscina, ¿recuerdas? Creo que hay facetas escondidas de tu personalidad que me encantaría poder explorar — repuso él con un seductor susurro. Y, como si no hubiera notado los latidos salvajes del corazón de Paula, continuó—: Ahora, olvidémonos de lo que somos normalmente.
Paula lo miró fijamente, intentando analizar lo que estaba intentando decirle. Evidentemente, Federico sabía lo que era esconder su verdadera identidad. Era obvio que se había acostumbrado a llevar una doble vida y se desprendía de su verdadera personalidad con la misma facilidad con la que se quitaba el pendiente de oro que llevaba en la oreja.
¿Por qué no iba a intentar hacer ella algo parecido?
Él debió advertir la indecisión en sus ojos.
—Olvídate de todas las razones por las que no deberíamos estar juntos. Tú no sueles hacer esto, yo no suelo hacer esto. No nos conocemos... Olvídate de todo eso. Esta noche somos dos personas dispuestas a compartir una velada interesante, a conocernos. Eso es todo.
—¿De verdad?
—Sí —bajó la voz y su mirada se hizo más intensa—. A menos que ambos decidamos que queremos algo más.
Diablos. Ella ya quería algo más.
Pedro  bajó la mirada hacia la mesa, hacia la mano con la que Paula se aferraba a su bolso como si estuviera a punto de marcharse.
—¿Entonces te quedarás?
Paula  tomó aire, encerró la imagen de la hermana Mary Francés en lo más profundo de su subconsciente, cerró brevemente los ojos y asintió.
—Sí, me quedo.
—Me alegro —Pedro alargó la mano, le quitó delicadamente el bolso, lo dejó a un lado de la mesa y llamó a la camarera.
—¿Te apetece un ponche de ron? Parece suficientemente tropical.
—Sí, pero solo uno. Si bebo más, puedo terminar bailando sobre la mesa.

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