jueves, 14 de mayo de 2015

Entre Dos Hombres Parte 2: Capítulo 8

Paula  comenzó a sentirse algo nerviosa. Aquello iba más deprisa de lo que podía asumir. Todavía no había decidido si le caía bien Max y desde luego no había decidido si quería conocer la verdad.
Levantó una mano y dijo:
-Un momento. No me han preguntado si estoy de acuerdo en que un desconocido me levante la manga de la blusa para pincharme con una aguja. ¿Qué pasaría si no me gustan las agujas?
-Según tengo entendido, no pinchan en el brazo. Extraen una pequeña muestra de la mejilla -dijo Pedro.
Paula  lo miró con cara de pocos amigos, como diciéndole que se metiera en sus propios asuntos.
-¿Es que ya se han  hecho este tipo de pruebas antes? ¿Qué ocurre? ¿Tienen  muchos ejecutivos potencialmente ilegítimos en la empresa? -preguntó la mujer con ironía.
Paula lamentó haber reaccionado de un modo tan agresivo. Al fin y al cabo, sabía que Pedro solo quería ayudar.
Pero fue demasiado tarde. Pedro la miró con evidente enfado y entrecerró los ojos.
-No pareces muy ansiosa por descubrir si es cierto que eres nieta de Max.
-La idea no ha sido mía, para empezar.
-Puede que no. O puede que intentes hacer creer a Max que este asunto no te importa-dijo Pedro-. Si te hubieras arrojado a sus brazos y le hubieras llamado «abuelo», tal vez habría desconfiado. Pero tu insistencia en afirmar que no crees en ello y que no importa es perfecta para ganarte su confianza y su generosidad.
Pedro  se acercó a ella mientras hablaba, y lo hizo tanto, que Paula podía notar el aroma de su colonia y ver cómo latía una de las venas de su cuello. A pesar de lo que acababa de decir, solo podía pensar en el beso que se habían dado.
Estaba tan concentrada en su presencia física, que tardó unos segundos en reaccionar. Podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo, a pesar del traje, aunque su actitud había cambiado y ahora era mucho más fría.
-¿Su generosidad?
-Por supuesto. Me pregunto por qué has venido a Atlanta -dijo Pedro con suavidad, como si solo fuera una hipótesis normal y corriente-. ¿Ha tenido algo que ver con el dinero?
Paula  no podía creer lo que estaba insinuando. No podría creer que la acusara de haber viajado a Atlanta para sacarle dinero a su supuesto abuelo. Estuvo a punto de decirle que saltara por la terraza, pero enseguida recordó que había recibido dinero por hacer aquel viaje y bajó la mirada. La acusación, en parte, era cierta.
Pedro notó su reacción, suspiró y se alejó de ella.
-Me gustaría ser totalmente sincera -dijo entonces Paula-. No creo ser quien tu sobrino dice que soy, Max. Ni siquiera estoy segura de que quisiera serlo. Pero desde luego estoy dispuesta a seguir hablando contigo y a hacerme una prueba de ADN si ambos decidimos que es lo que queremos.
El anciano la escudriñó con intensidad, de forma directa. Parecía estar buscando algo en su mirada, tal vez un brillo que denotara su sinceridad o tal vez algo que le recordara a su difunto hijo.
Al final, asintió y dijo:
-De acuerdo.
-Excelente, porque estas cosas llevan su tiempo -murmuró Facundo-. Pero tío Max, pareces un poco pálido. Tal vez deberíamos marcharnos ahora.
-Estoy bien. Quiero seguir hablando con mi... con Paula.
-Pero dijiste que tenías una cita con el médico esta tarde...
-Ah, sí, lo había olvidado. Es lo que pensaba hacer cuando estuviste a punto de provocarme un infarto con este asunto -dijo Max, frunciendo el ceño-. Pero, de todas formas, puedo ir otro día. Quiero que Maite se aloje en mi casa.
-Yo puedo encargarme de Paula  sí te parece bien -dijo Pedro-. De ese modo podrás ir al médico y luego nos veremos en tu casa. Además, creo que sería bueno que todos estuvierais un rato a solas después de una conversación como la que habéis mantenido.
Pedro  miró a Paula como retándola para que le llevara la contraria, pero no lo hizo. Deseaba estar tranquila un rato para poder pensar, con más claridad, en lo sucedido. Las cosas habían dejado de ser tan sencillas como le habían parecido por la mañana, cuando se dijo que solo iba a tomarse unas vacaciones bien pagadas.
Por otra parte, ahora estaba convencida de que Facundo Pieres no tenía buenas intenciones. Resultaba evidente que intentaba utilizarla para algún tipo de plan. La forma en que la había presentado a Max, como si no cupiera duda alguna de su relación familiar, lo demostraba.
Por primera vez en mucho tiempo, se sentía sola; no se había sentido de aquel modo desde que a los ocho años quedó a cargo de un organismo público y le dijeron que ninguno de los miembros de la familia de su madre quería hacerse cargo de ella. En Baltimore, al menos, tenía amigos; estaban Agostina, su tío Gastón y muchas otras personas. Se sentía muy cómoda en su mundo, aunque este consistiera apenas en su gato, su apartamento y su trabajo en el Flanagan. Si necesitaba ayuda o sencillamente si tenía ganas de hablar, había una docena de personas a las que se podía dirigir.
Allí, en cambio, solo había tres hombres; y los tres eran desconocidos. Leo intentaba utilizarla. Max quería que fuera alguien que no era. Y Pedro era un hombre por el que se sentía profundamente atraída, pero a quien no podía tener. Un hombre cuyos besos la volvían loca y desataban el irrefrenable deseo de que siguiera acariciándola. Un hombre que en aquel momento no parecía respetarla demasiado.
Aquel último detalle la desesperó más que ninguna otra cosa. Sospechaba que su relación con Pedro iba a ser lo más complicado de todo aquel asunto.
Pedro  estuvo encantado de llevar a Max y a su liante sobrino a la puerta. Quería quedarse a solas con Paula Chaves, si es que aquel era su verdadero nombre. Tenía que decirle unas cuantas cosas. Tenía que aclarar varios asuntos.
Adivinar los pensamientos de aquella mujer le resultaba fácil; era corno un libro abierto para él. Sus emociones se denotaban claramente en su rostro y era evidente que se dejaba controlar por ellas, como muchas personas apasionadas. En cambio, él era un observador, un pensador, un hombre que se había acostumbrado a prestar atención a las expresiones y al lenguaje corporal de los demás. Antes de tomar decisiones, siempre valoraba las reacciones de los otros.
Paula había reaccionado de una forma decepcionante cuando la atacó e insinuó que estaba haciendo todo aquello por dinero. Aunque intentó disimularlo, sus ojos brillaron con un evidente gesto de culpabilidad. No había sido capaz de mantener su mirada; además se había puesto tensa y había apretado los labios con fuerza.
No sabía lo que estaba pasando allí, pero estaba seguro de que el dinero tenía algo que ver con la presencia de Paula en Atlanta.
Por mucho que deseara besarla y tomarla entre sus brazos, no lo haría. Tal vez al antiguo Pedro le habría importado poco y se habría acostado con ella a pesar de saber que era una mentirosa y una estafadora, pero no al nuevo. Aunque la deseara, y la deseaba con locura, no iría a ninguna parte con aquella morena mientras no supiera qué se traía entre manos.
Pedro  permaneció en silencio mientras salían del edificio. Cuando llegaron a su deportivo, le abrió la puerta y se fijó de nuevo en sus preciosas piernas. De haber estado cinco minutos más en la terraza, estaba seguro de que habría sentido aquellas piernas alrededor de su cintura.
De nuevo, intentó controlarse. Paula podía ser una estafadora o podía ser la nieta de Max. En cualquiera de los dos casos, estaba fuera de su alcance. Si era su nieta, mantener una relación con ella sería tanto como arruinar su relación con el anciano.
Por otra parte, apreciaba realmente a Max y no estaba dispuesto a permitir que nadie le hiciera daño. Con su comportamiento algo estricto, controlado y radicalmente fiel a la familia, le recordaba mucho a su abuela Sophie. Pero a diferencia de ella, Max no tenía familia cercana. Con la excepción de Facundo, un par de primos y ahora aquella misteriosa morena, estaba solo en el mundo.
En cuanto a Facundo, desconocía sus intenciones; pero habida cuenta de la agresiva actitud que había mantenido hacia él desde su llegada a Atlanta, resultaba obvio que tenía algo que ver con la empresa. A Pedro  le gustaba Longotti Lines y era consciente del enorme potencial de una fusión con la empresa de su familia.
El año anterior, dos grandes empresas se habían fusionado en circunstancias similares y el resultado había sido magnífico, así que tenía intención de hacer algo parecido. Longotti Lines tenía fama por la calidad de sus productos y por su penetración en el mercado del sur de Estados Unidos, pero encontraba problemas en la distribución y en el marketing. En cuanto a Alfonso, tenía una gran reputación en Florida y estaba creciendo mucho, pero su desarrollo se veía muy limitado por las circunstancias geográficas del Estado donde tenía su sede.
 Una fusión sería algo así como un matrimonio perfecto, y para Pedro sería la oportunidad perfecta para llevar aire fresco a la empresa de su familia. Desde que su padre había regresado a la gestión de la cadena de grandes almacenes, estaba deseando hacer algo por su cuenta y triunfar. Nadie en su familia le pedía que demostrara nada y desde luego no se sentía obligado a ello, pero tenía que demostrárselo a sí mismo.
Quería la fusión y quería que las dos empresas triunfaran. Porque, si no lo conseguía, no sabría qué hacer con su carrera.
Cuando arrancó el vehículo, intentó no prestar demasiada atención a las piernas de la mujer que estaba sentada a su lado. No tenía intención de discutir con ella en el pequeño espacio del coche. Solo su aroma lo distraía tanto que, de no haber tenido cuidado, se habrían estrellado. Ya tendrían ocasión de hablar cuando llegaran a la mansión de Max, en Buckhead.
Pero al parecer, ella no pensaba lo mismo.
-Eres muy atrevido-dijo ella.
Pedro lo miró de soslayo y siguió conduciendo. Paula  se había cruzado de brazos y lo miraba de forma directa.
-¿Cómo?
-Crees que soy una estafadora, ¿verdad? Él se encogió de hombros.
-Yo no he dicho eso.
-No era necesario que lo dijeras; ha resultado evidente por tu actitud. Crees que soy una estafadora porque no quiero hacerme esas pruebas para saber si Max es mi abuelo.
-Es un hombre muy rico, compréndelo.
-Razón de más para que no quiera estar aquí. ¿Crees que no soy consciente de que no pertenezco al mundo de Max Longotti? ¿Piensas que me he arrojado voluntariamente a las garras de un montón de lobos ricos porque no soy capaz de distinguir una cucharilla de café de otra de postre?
-Te recuerdo que pueden ser iguales.
-Oh, claro.
Pedro  sonrió. Le gustaba el fuerte carácter de aquella mujer, tan abierta y sincera al mismo tiempo. Sin embargo, no le agradaba la idea de que pudiera ser una estafadora.
Permanecieron en silencio durante unos minutos. Después, cuando se detuvieron en un semáforo en rojo, se volvió hacia ella y la miró. Intentó hacer un esfuerzo por adivinar lo que estaba pensando y no fijarse en la curva de su cuello ni en la generosidad de sus labios.
Mentalmente, ordenó a su cuerpo que mantuviera la calma. No quería desearla de aquel modo si ni siquiera sabía si poda confiar en ella.
-Debes admitir que el dinero es una motivación muy fuerte en la vida de las personas.
-¡Yo no persigo el dinero de Longotti, señor... vicepresidente! -declaró, irritada.
Esa vez, Paula no reaccionó con expresión de sentirse culpable. Pedro pensó que estaba siendo sincera o que era una buena actriz y había aprendido del fallo anterior.
-Me apellido Alfonso, no vicepresidente -dijo él.
-Me lo imaginaba.
-¿Por qué?
-Porque suena rico y estirado. Como tú.
-No te he parecido tan desagradable cuando estábamos en la terraza -declaró con suavidad.
-No, entonces solo eras pomposo.
Pedro no pudo evitar sonreír. Aquella mujer era todo un personaje. Le gustaba su combinación de obstinación y agresividad, aunque estuviera insultándolo.

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