Aunque la cama era enorme y muy cómoda, Paula no durmió bien en su primera noche en la mansión de Max Longotti. El edredón era tan bonito, que casi tuvo miedo de usarlo, así que lo dobló bien y lo dejó en una silla.
Su balcón daba a una de las fuentes del jardín, que estuvo en funcionamiento toda la noche; el ruido del agua la obligó a levantarse varias veces para ir al cuarto de baño. Solo esperaba que a su vecino, Pedro, el sonido le pareciera igualmente inquietante y estuviera despierto.
Las sábanas, de satén, eran tan suaves que resbalaba sobre ellas y temió acabar en el suelo. Y para empeorarlo todo, la decoración se completaba con un florero lleno de lilas, cuyo olor impregnaba la habitación. Por alguna razón, las lilas le hacían pensar en personas muertas, algo que tampoco la ayudó a dormir.
Por mucho que disfrutara de la compañía de Max Longotti, ella no pertenecía a aquel mundo. La habitación en la que se encontraba lo demostraba claramente. Tanto, como la cena de la noche anterior.
Había sido un desastre.
Al pensar en ello, se tapó la cabeza con un cojín y gimió.
Con los cubiertos no había tenido ningún problema, a pesar de no estar acostumbrada a utilizar tantos. Tampoco lo había tenido con Max ni con Pedro, aunque la mesa era tan grande y estaban sentados tan lejos que apenas podían charlar entre ellos.
El problema había sido la comida. No estaba acostumbrada a exquisiteces y no sabía que la sopa estaba fría a propósito, que el pescado estaba crudo por la misma razón y que la pequeña bandeja de frutas era una simple decoración.
Sobre la sopa no había dicho nada. Miró a los dos hombres, y al ver que no protestaban por la temperatura, supuso que sería mejor que mantuviera cerrada la boca. Pero el pescado crudo fue demasiado para ella. Por mucho que lo llamaran sushi y que fuera comida japonesa, para Paula seguía siendo un pedazo de pescado crudo. Le repugnó tanto que lo escupió en la servilleta e intentó ocultar la maniobra con delicadeza.
Sin embargo, Pedro lo notó. Y cuando alzó os ojos al cielo, en gesto de desaprobación, ella estuvo a punto de sacarle la lengua a modo de burla.
Cuando llegaron al plato principal ya estaba decidida a no volver a meter la pata, así que se comió el filete semi-crudo sin protestar, aunque tenía la sensación de que iba a empezar a mugir en cualquier momento.
Le daba tanto asco, que se lo comió a toda velocidad, casi sin masticar, y finalmente se atragantó. Intentó alcanzar la copa de agua para beber un poco, pero derramó la copa de vino y deseó morirse en aquel mismo instante para no tener que seguir sufriendo.
No tuvo tanta suerte. Pedro notó lo que sucedía, se levantó, caminó hacia ella y reaccionó con tanta rapidez, que ella vomitó el trozo de carne antes de darse cuenta.
La carne medio masticada fue a parar al centro de la mesa, momento en el que ella dijo, en voz baja:
-Al menos no le ha dado a Max en la cabeza.
Cuando terminaron de comer, se excusó ante el anciano y dijo que deseaba dormir un poco porque el día había sido muy largo. Pero su decisión fue un error. Llevaba horas en la cama, dando vueltas, sin poder dormir.
Solo eran las siete y media de la mañana; sin embargo, se dijo que seguir allí no tenía el menor sentido. Recordó que Max le había comentado que podía utilizar la piscina cuando quisiera y decidió empezar la jornada con un poco de ejercicio.
La palabra ejercicio no era precisamente una de las que más le gustaban, pero había otra que le gustaba aún menos: celulitis.
Estaba sentada en la cama cuando alguien llamó a la puerta.
-¿Paula?
Era Pedro.
Aquello era lo que le faltaba. Enfrentarse, cara a cara, con el hombre que deseaba y cuyo recuerdo la había mantenido en vela toda la noche.
-¡Espera un momento!
Alcanzó rápidamente la camiseta que se había puesto la noche anterior, la cual, puesto que siempre dormía desnuda, había acabado quitándose a los diez minutos.
Por desgracia, su movimiento fue tan rápido y descontrolado que resbaló en las suavísimas sábanas de satén y acabó en el suelo, provocando un golpe seco.
La puerta se abrió de inmediato, antes de que pudiera levantarse y comprobar si se había roto algo.
-¿Te encuentras bien? -preguntó Pedro mientras se arrodillaba a su lado.
-¿Qué te hace pensar que no me encuentro bien? Cabe la posibilidad de que esté buscando algo debajo de la cama...
Pedro sonrió.
-Lo sospecho por tu ropa interior.
-No llevo ropa interior.
Pedro volvió a sonreír y ella comprendió que estaba desnuda, así que alcanzó rápidamente una sábana y se cubrió.
-¿Es que no tuviste bastante con mi desnudo de ayer? -preguntó ella. Él negó con la cabeza.
-¿Eso es una pregunta con truco? Es como preguntar a una mujer si puede tener suficientes zapatos. Puede que mienta y diga que sí, pero en el fondo de su corazón siempre querrá un par más.
Paula encontró la comparación muy acertada. Adoraba los zapatos y nunca tenía suficientes.
-¿Qué quieres? -preguntó ella.
Paula lo miró. No parecía ir vestido para trabajar. Llevaba unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas que le quedaba extraordinariamente bien. O acababa de ducharse o iba a nadar.
La visión de su cuerpo le pareció tan atractiva, y lo deseó tanto, que se sintió algo ridícula. Sobre todo después de haberse caído al suelo y de haberse dado un buen golpe en la cara. Estaba segura de que todas las mujeres fatales del mundo la estaban maldiciendo en aquel instante por dejarlas en tan mal lugar.
-Eres bastante dada a sufrir accidentes. Recuérdame que nunca te deje conducir mi coche.
-No lo haré. No me gusta tu coche. Él la miró con incredulidad.
-Has ido demasiado lejos. Acabas de insultar a mi Jaguar.
-Es un coche demasiado pequeño, o tal vez yo sea demasiado alta. No encajamos bien.
Paula no estaba mintiendo. Encajaba tan bien en aquel coche como en aquella mansión y con aquel hombre.
-Es un descapotable. Puedo quitar la capota.
-Y el viento me despeinaría.
-Oh, sí, qué tragedia...
Paula tuvo ganas de darle un buen golpe, pero no quería apartar las manos de la sábana. Si se caía, volvería a darle otra visión perfecta de su cuerpo desnudo.
-¿Qué es lo que quieres, exactamente?
-¿Qué talla tienes?
-¿Qué?
En lugar de contestar a la pregunta, Pedro la miró como si estuviera calculando su talla.
-Ya no hace falta que contestes. Ahora ya lo sé lo que quería saber.
-Pero qué...
-Hasta luego, Paula, que tengas un buen día.
Pedro se volvió hacia la puerta para marcharse, pero ella lo siguió y lo agarró de un brazo.
-¿Para qué quieres saber mi talla? Pedro se detuvo y sonrió.
-Anoche te fuiste a la cama tan pronto, que no tuviste ocasión de conocer los planes de Max. Mañana por la noche quiere llevarnos a una fiesta en el club de campo.
Paula no había comido demasiado la noche interior, pero se sintió como si tuviera el estómago totalmente lleno.
-¿En el club de campo?
El hombre notó su nerviosismo.
-No te preocupes, Paula. Me aseguraré de que tengas algo bonito para ponerte. Pero ya hablaremos esta noche... No pienses en ello, te ayudaré.
-No creo que puedas ayudarme a comer carnes y pescados crudos -dijo-. Quiero marcharme a casa.
-¿Prefieres marcharte a casa antes de ponerte ropa de diseño y cenar en el club de campo? -preguntó.
Pedro la llevó a la cama y los dos se sentaron en el borde.
-En mi casa podría tomar cerveza y pizza. Podría divertirme en el Flanagan y jugar a los dardos. Ese es mi concepto de un hogar. ¿Cuál es el tuyo?
-Asistir a reuniones, comprar empresas y esas cosas -respondió con ironía-. No, ya en serio, suelo hacer apuestas con mi abuela sobre las mujeres que llevo a las fiestas de la familia.
-Eso suena interesante.
-Mi abuela no aprueba mi gusto con las mujeres.
-¿Y eso? ¿Es que te gustan de una forma determinada?
Pedro rio.
-Me gusta que respiren -bromeó.
-¿Solo eso? ¿Insinúas que eres un ligón? Él entrecerró los ojos y asintió lentamente.
-Supongo que es una descripción tan adecuada como cualquier otra.
-No puedo creerlo -dijo, cruzándose de brazos-. Los ligones no suelen admitirlo. Él se encogió de hombros.
-Tal vez sea un ex ligón. O un ligón reformado.
-O un ligón castrado -dijo Paula, sonriendo.
Pedro arqueó una ceja y estuvo a punto de contarle unas cuantas cosas para que fuera consciente de lo mucho que se había equivocado. Pero no lo hizo.
-Bueno, dejémoslo.
-Sí, será mejor.
Aunque acababa de levantarse, aunque estaba en una casa desconocida para ella y junto a un hombre al que solo hacía unas horas que conocía, Paula deseaba saber más de él.
-De modo que el serio y frío hombre de negocios lleva una vida paralela por la noche -comentó ella.
-Supongo que antes sí, aunque no me daba cuenta. Agustín siempre dice que mis problemas con las mujeres se derivan de que siempre fui el más bueno de los dos.
Paula arqueó una ceja y pensó en la escena del día anterior en el cuarto de baño. Desde luego, ella no habría definido a Pedro, precisamente, como un chico bueno.
-¿Y tú eres el más bueno de los dos? Dios mío, quiero conocer a tu hermano.
-Oh, no. Lo fui durante mi infancia. Pero después nos cambiamos los papeles. Ahora él ha sentado la cabeza, se ha casado, es feliz y va a ser padre dentro de poco tiempo.
-¿No siempre fue así?
-No. Agustín siempre fue un buscapleitos en el colegio y un gamberro en el instituto. Practicaba todos los deportes peligrosos que puedas imaginar, desde las carreras de coches al alpinismo.
Paula comenzó a comprender. Siempre había pensado que tener una hermana gemela debía de ser muy divertido, pero ahora entendió que también podía ser complicado. Sentirse presionado en la adolescencia por alguien que tenía el mismo aspecto podía resultar muy duro.
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