—¿Entonces crees que podrías besarme?
No tuvo que preguntárselo dos veces. Sin dejar de bailar, Pedro inclinó la cabeza y buscó su boca.
Paula suspiró y hundió las manos en su pelo. Él no profundizó inmediatamente el beso, parecía conformarse con saborear delicadamente sus labios. Paula cerró los ojos, inclinó la cabeza y dejó de sentir todo lo que no fuera él. Sus brazos a su alrededor. Su cuerpo estrechandose contra el suyo. Sus labios sorbieron los suyos como si fueran el mejor de los vinos.
Cuando Pedro puso fin a su beso, Paula abrio los ojos y lo descubrió mirandola con inmensa ternura. Después, volvió a rozar sus labios. Estaba tentándola, lo sabía. Haciéndola esperar mucho más. Y ella se estremeció de anticipación.
—¿Tienes frío?
—Nunca he tenido más calor. Al cabo de unos segundos, cuando terminó una canción, Paula dijo suavemente:
—Te ví aquella noche, ¿sabes?
Pedro la miró con expresión interrogante.
—La noche que se te pinchó la rueda. Te ví aquí. Estaba mirándote desde el escaparate.
—¿De verdad? —de pronto se iluminó su mirada—. ¡El escaparate! ¡Los maniquíes! Ví una foto en el periódico, pero en ningún momento hice la conexión.
—Yo fui la mirona que se apropió de un momento íntimo de tu vida y lo puso en un escaparate para que todo el mundo lo viera.
Pedro frunció el ceño.
—¿Y no se te ocurrió salir a prestarme un paraguas mientras cambiaba la rueda?
—Lo siento. Me temo que estaba demasiado ocupada devorándote con los ojos.
Pedro rio suavemente sin dejar de abrazarla. Sin dejar de bailar. Sin dejar de desplegar tanta ternura que Paula tenía ganas de llorar del placer de estar entre sus brazos.
—Debiste pensar que era Federico. Entonces no sabías que éramos gemelos.
—Exactamente. Hasta entonces, jamás me había fijado en tu hermano. Pero esa noche bueno... a partir de esa noche empecé a desearte.
—Entonces no hay ninguna duda de a cuál de los hermanos deseas.
Paula dejó de moverse y alzó la cabeza para mirarlo a los ojos. Quería asegurarse de que ya no había más confusiones, de que Pedro ya no tenía ninguna duda sobre sus verdaderos motivos.
—Ninguna, Pedro. Lo que sucedió en el centro turístico no habría ocurrido si no te hubiera visto bailando bajo la tormenta y hubiera reconocido a ese hombre apasionado y sorprendente al que vi cambiando la rueda de la camioneta.
—¿Y qué me dices de Federico?
—Entre Federico y yo no podría haber pasado nunca nada. Es a ti a quien he deseado siempre —se estrechó contra él y continuaron su danza lenta y sensual.
Dejando a un lado sus dudas, sus preocupaciones y sus miedos, Paula admitió la verdad.
—Y es a ti a quien sigo deseando, Pedro.
—Creo que deberías decírselo a mi hermano —respondió Pedro riendo. Paula suspiró con enfado.
—Eso es lo que he estado intentando hacer.
—¿Alguna vez le has dicho directamente que me has elegido a mí?
—Bueno, no. No con esas palabras. Pensé que con decirle que no estaba interesada en él sería más que suficiente.
—Pues no, lo siento. Federico no está acostumbrado a que le digan que no. Además, se divierte mucho intentando hacerme rabiar.
—Son muy retorcidos.
—No. Somos hombres.
—Me alegro de tener una hermana.
—Tu hermana es adorable, por cierto. Y también me gusta tu madre.
—Gracias. Son únicas —admitió, encogiéndose de hombros—. No las cambiaría por nada del mundo.
—Estoy seguro de que ellas dirían lo mismo de tí.
—¿Y qué me dices de tu familia?
—De alguna manera se parece mucho a la tuya. Son bastante excéntricos. Y todos son muy diferentes. Probablemente mi abuela sea la que más se parece a Federico. Tiene mucha fuerza de voluntad y le gusta salirse siempre con la suya.
—Supongo que no le haría mucha gracia que renunciaras a tu trabajo.
—No puedes ni imaginártelo. Pero al final supo conformarse. Federico está haciendo un buen trabajo.
—Y hablando de Federico. Pienso decírselo mañana.
—¿Decirle qué?
—Que soy toda tuya.
—¿Y eso es cierto?
—Creo que sí.
—Entonces, será mejor que continuemos bailando para averiguarlo.
Aunque no retumbó ningún trueno ni los rayos cruzaron los cielos, comenzó a caer una suave lluvia de verano. Paula sintió una gota en la frente y a continuación nuevas gotas deslizándose por su pelo.
Pedro la estrechó contra él y besó la humedad de su mejilla. Continuó abrazándola con fuerza mientras se mecía al ritmo de la música.
—Te estás mojando —musitó él.
—Y tú también.
—¿Te importa?
—En absoluto —Paula alzó la mano por su cuello hasta alcanzar el aro de oro que todavía llevaba.
—A mí tampoco.
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